30 septiembre 2006
Finis Terrae
24 septiembre 2006
20 de mayo de 1998
El hombre, sentado y acomodado ya en su asiento correspondiente de la clase business del vuelo chárter con destino a Amsterdam, sacó de su bolsillo la cartera donde guardaba su preciado tesoro: una entrada para la final de la Copa de Europa que se iba a disputar el día siguiente, el 20 de mayo de 1998, que disputaba su equipo del alma, el Real Madrid, frente a la poderosa Juve turinesa. A su lado, sus tres amigos, madridistas hasta la médula igualmente, se acomodaban en sus asientos. Común a todos ellos, el hormigueo que ya se había apoderado de ellos, un cosquilleo que les convertía a todos en un manojo de nervios. Una final de la Copa de Europa. La Final. Con mayúsculas. Ninguno de ellos se acordaba de la última victoria del Madrid en la Competición de Competiciones. Alguno, ni siquiera había nacido cuando el Madrid yé-yé, con Gento a la cabeza de una brillante generación de futbolistas españoles, levantaba la orejuda en Bruselas, la Sexta. Aquellos futbolistas habían cerrado el glorioso ciclo de victorias del Real en Europa, ciclo iniciado por un equipo mítico que está grabado con letras de oro en el imaginario colectivo de cualquier aficionado al fútbol.
Ilusión. Ése era el sentimiento que anidaba en sus corazones. Y en el de millones de madridistas que, unidos por el viejo orgullo de pertenecer al equipo más importante del mundo, impulsaban con su ánimo a su equipo. El viejo orgullo de campeones que volvía a aflorar de nuevo en la cita más vibrante a la que el madridismo puede acudir. La final de la Copa de Europa, el día en el que el equipo más laureado del mundo iba a renovar de nuevo su pacto con la Historia.
Aquel día por la noche llegaron a la capital holandesa. La Venecia del norte les recibía florida, primaveral, inundada ya por miles de tifossi juventinos y, sobretodo, de miles de hinchas madridistas que exhibían alegres y orgullosos las banderas y bufandas de su club. Se instalaron en el modesto hotel del centro de Amsterdam e, ilusionados y nerviosos, se aprestaron a dormir un poco para recibir con energías el gran día.
Inmersos en una colosal marea humana que marchaba en la misma dirección, los cuatro copañeros andaban, contentos y con ánimo, hacia la joya arquitectónica de la capital neerlandesa: el aRena de Amsterdam. El fabuloso y moderno feudo del Ajax acogía aquella final entre dos colosos del fútbol mundial. El Real Madrid volvía a jugar el partido más importante del año después de la derrota en París, en 1981, ante el Liverpool. Con un entrenador sentenciado, con un vestuario criticado y polémico que había firmado una Liga desastrosa, el Madrid se conjuró para ir superando, uno tras otro, a durísimos equipos alemanes, entre ellos el vigente campeón, para plantarse, de manera sorprendente, en la finalísima de Amsterdam. Enfrente, la Vechia Signora, el equipo más fuerte de Italia que llegaba como favorito a la final, con Zidane y Del Piero como estandartes de un equipo que los analistas preveían barrería al Madrid de Seedorf, Hierro, Panucci, Mijatovic y Raúl.
Una hora antes del partido, los cuatro amigos se acomodaron en sus localidades. Estaban en la curva de la grada donde se encontraban la mayoría de los hinchas españoles. En el graderío, la superioridad numérica era clara a favor de los madridistas. Los italianos eran menos y estaban más callados: era su tercera final de la Copa de Europa en pocos años. Los españoles, por contra, no paraban de cantar, de animar a voz en grito al club de sus amores, entonando viejos y emocionantes cánticos que ponían la carne de gallina a cualquier madridista que los estuviera escuchando. Estaban convencidos. Habían esperado 32 años para ver este momento. Era el día en el que su equipo recuperaría el cetro del fútbol europeo. Los cuatro, entusiasmados, se unieron a los cánticos. El primer gol de la final ya lo habían marcado ellos.
A la misma hora, a muchos kilómetros de distancia de allí, en España, en una modesta y humilde casa de clase media, otro hombre, el padre del aficionado que animaba a su equipo en Holanda, se sentaba en el sofá, frente al televisor. Nervioso, no había parado de dar vueltas y más vueltas por casa. Había comprado casi todos los periódicos, deportivos o no, y casi ni los había leído. Al igual que su hijo, la ilusión podía con él. Había vivido y disfrutado con el legendario Madrid de Di Stéfano, Gento, Puskas, Rial, Kopa...Y había sufrido también aquellos 32 años de frustración europea. Todas las generaciones de madridistas habían visto cómo los sucesivos equipos que siguieron en el inexorable curso de la Historia a aquel grupo de genios fabulosos se estrellaban, una y otra vez, ante equipos con la mitad de leyenda y palmarés que el Real. Una y otra vez. Y la Séptima, se iba convirtiendo, poco a poco, en un objetivo casi mítico, una obsesión instalada en el corazón del madridismo, por más Ligas, Copas y Uefas que fueran cayendo. Y ésa urgencia histórica podía ser, aquel 20 de mayo, resuelta por fin.
A su lado se sentaba su nieto, cómo no, vikingo, ataviado con su camiseta de rigor. A la espalda, el 8, y rotulado encima, un nombre: Mijatovic. El abuelo miró a su nieto y se prestó a ver un partido que no sabía todavía si podría terminar de verlo.
En el aRena de Amsterdam, una impresionante bandera española se desplegada, apoteósica, en el fondo madridista. Los cuatro amigos se miraron, conteniendo los nervios y la emoción, cuando salieron los dos equipos al terreno de juego. Con el himno, un escalofrío recorrió a padre, hijo y nieto. Empezó el partido. A cada acometida de la Juventus, por nimia que fuera, un nudo se cerraba en la boca del estómago del viejo. En Amsterdam, su hijo tenía el corazón en un puño y vibraba, saltaba, gritaba cada vez que el Madrid se acercaba a la meta de Peruzzi, o cuando Zidane sacaba la escuadra y cartabón y guiaba a los italianos hacia Ilgner. Pero la defensa aguantaba bien.
Y así, entre tensión, pasión y emoción, iban pasando los minutos. Hasta que llegó el minuto 22 de la segunda parte. Panucci sacaba de banda en los tres cuartos de cancha por la derecha del ataque blanco. Seedorf se la devolvió. El lateral subió la banda, aguantó a Pessotto, amagó con centrar, avanzó y centró al área. Los ojos del viejo, del nieto y del hijo llevaban en volandas a esa pelota. El balón sobrevoló el corazón del área italiana buscando a Morientes. Salió escopeteado hacia atrás, y en la fronal la recogió Roberto Carlos. "¡No tires!" salió de la boca del viejo, que, sentado en el borde del sofá, agitaba las manos en ademanes desesperados y echaba espumarajos por la boca. Su nieto, a su lado, parecía un zombi siguiendo sin respiración el transcurso de la jornada. Pero el brasileño tiró. El balón rebotó en un defensa y le cayó a él. No podía ser de otra forma. Mijatovic recogió la pelota, recortó magistralmente al portero y remataba a media altura con la zurda. ¡Gooooooool! El clamor tronó en Amsterdam, en España y en todo aquel sitio donde hubiera un madridista. La locura se desató sin contemplaciones en el estadio. El viejo saltó del sofá con una agilidad que creía perdida. Agarró a su nieto, lo alzó, volvió a gritar. Su hijo, en el estadio, se abrazó a cuanto veía por delante. Habían marcado. El sueño estaba más cerca.
Un rato después, mientras Sanchís honraba a su padre y levantaba, ante el éxtasis demencial de todo el madridismo, la Copa de Europa, la primera en color, una lágrima caía por la mejilla del viejo mientras su nieto saltaba y brincaba por el salón de su casa. En el campo, su hijo alzaba, orgulloso, su bufanda con el escudo de su club. En todo el estadio se alzó un grito de júbilo desmedido. En España, cientos de aficionados exultantes tomaban al asalto fuentes en las que celebraban la conquista. En Madrid, la Cibeles recibía sonriente la visita que más había esperado. 32 años. Una masa eufórica zarandeaba banderas, camisetas y bufandas al cielo estrellado de Madrid. Eran campeones. En todas las sedes y centralitas de todos los medios de comunicación de España la noticia eclipsaba cualquier otro suceso. Casi todos los pueblos de España albergaban en sus calles a grupos de hinchas felices. La Séptima ya era nuestra. Por fin. 32 años después, todos los grandes de Europa miraban desde abajo al Rey de Reyes.
Un 21 de mayo de 1998, un país entregado rendía homenaje a unos héroes que habían hecho felices a una generación de madridistas.
18 septiembre 2006
17 septiembre 2006
La vuelta a los orígenes
La Historia es cíclica. Hay hechos, casi siempre detalles nimios, triviales, que pasan inadvertidos para el ojo poco observador del común de los mortales. Imbuidos en una vertiginosa espiral de horarios, problemas, trabajo y locura, dejan pasar la ocasión de admirarse ante cosas que parecen del todo increíbles pero que demuestran que el ser humano forma parte de un todo inextricable, una estirpe natural dividida en un sinfín de linajes y razas que han sometido al mundo y al resto de sus habitantes, que se ha hartado de aniquilar y arrasar a sus propios congéneres, sin darse cuenta de que en el fondo todos somos los mismos, hijos de un mismo tronco, y hechos como el siguiente vienen a demostrar que, a pesar de todo, éste cúmulo de pasiones, locuras, razón, deseos, anhelos, frustaciones, fracasos, bondad y maldad que llamamos hombre quizá tenga todavía razones suficientes para seguir viviendo en este mundo.
Cuenta la leyenda que, allá por el año 1104 a.C., en el lugar en el cual Hércules venció a Gerión y separó África de Europa construyendo sus famosas Columnas, un grupo de navegantes fenicios procedentes de la lejana Tiro que lucían las enseñas de Tanit en sus velas fundaron una factoría comercial en aquel primitivo archipiélago que, siglos más tarde, se convertiría en pequeña penísula unida a tierra por un estrecho banco de arena. Los navegantes fenicios llamaron Gdr, "muro de piedra o recinto amurallado" en su lengua semita a aquella factoría. Con el paso de los años, y de los siglos, la pequeña colonia fenicia comenzó a emerger, al abrigo del floreciente comercio de estaño y cobre proveniente de las ricas rutas atlánticas y en vecindad con el mítico reino de Tartessos. Los fenicios, los mejores comerciantes del orbe y unos marinos excelentes, convirtieron a Gadir en su más esplendorosa colonia en el inexplorado y legendario territorio que los griegos llamaron Iberia, y la ciudad se fue convirtiendo paulatinamente en una referencia para griegos, romanos y cartagineses. Se irguieron templos en honor a Tanit, a Melkart... En su puerto descargaban las más necesarias y exóticas materias primas de la metrópoli, Tiro, de la que habían partido sus fundadores, y toda la colonia era un bullicioso y pintoresco microcosmos donde se podían escuchar a los marinos focenses hablar su griego asiático, a los hábiles comerciantes fenicios recontar sus mercancías en su semita particular, a los soldados de Cartago, hermanos de sangre de Fenicia, y así a representantes de todas las razas y estirpes que habitaban el fascinante Mediterráneo de la Antigüedad Clásica.
La fascinante Gadir atrajo a griegos, que la llamaron Gadeira, y luego pasaría a manos púnicas. Más tarde vendrían las poderosas águilas de Roma, y la herencia fenicia de Gades quedaría solapada por la de las diferentes culturas que se establecieron en las Columnas de Hércules, en el lugar donde el Mediterráneo se fundía con el Atlántico, pero quedando grabada de forma perenne e indeleble en el carácter y en la tradición de las gentes del sur de España.
Miles de años después, en septiembre de 2006, en la antigua metrópoli, Tiro, una guerra absurda ha destrozado el territorio de la antigua Fenicia. Una guerra entre hermanos. La ONU, como solución de emergencia, envió una fuerza internacional de interposición, los famosos cascos azules. Cientos de soldados de las naciones más poderosas de Occidente acudieron a la zona con el fin de pacificar el Líbano y amedrentar al grupo islámico Hiztbolá y controlar las acciones militares de Israel. A las playas, aeródromos y cuarteles del Líbano iban llegando progresivamente las distintas compañías y batallones de los ejércitos europeos.
Un día soleado de septiembre, todavía con los bañistas disfrutando de la calma relativa, apareció en el horizonte una flotilla de barcazas de desembarco. A medida que se iban acercando a la playa, de las barcazas descendían zodiacs, vehículos anfibios, tanquetas y soldados. Ondeando sobre todos ellos, una bandera rojigualda. Entre los cientos de soldados españoles que desembarcaban ese día en Tiro, rumbo al cuartel más próximo, se encontraba un batallón completo proveniente de San Fernando, en Cádiz. Miles de años después, los hijos de aquella tierra que fue visitada por los navegantes fenicios, los hijos de aquella ciudad nacida bajo el auspicio de Tanit, emergida de las aguas por un grupo de comerciantes semitas, volvían de nuevo a la antigua metrópolis. Mientras los soldados de Gadir, ahora Cádiz, hacían mediciones y descargaban en la playa el material de guerra bajo la atenta mirada de los habitantes de Tiro, seguramente ninguno de ellos se daría cuenta del singular detalle. Pero ahí estaban. Devolviendoles la visita, siglos más tarde, a sus padres fundadores. No podía ser de otra manera. Estaba escrito en el libro genético de la especie.
Seguramente ninguno de ellos sabe demasiado de Tiro, ni de Sidón, ni de Fenicia ni de Cartago. Pero en su carácter, en su forma de ser, en su idioma y en el fondo de su alma, la huella indeleble de aquellos hombres provenientes de las costas de Oriente Próximo está, escondida en el más inimaginable de los recodos de su ser.
Cuando aquel batallón de soldados españoles desembarcaba en Tiro, en el 2006, y los soldados saludaban a los niños libaneses más atrevidos, en el universo, allá donde mora el origen del orden natural de las cosas, un misterioso mecanismo cósmico, desconocido para todos, se puso de nuevo en movimiento.
15 septiembre 2006
Días de tierra, fútbol y compañeros
El día es perfecto. De postal. Cuando la sirena tocó a recreo, aquellos niños adormilados y aburridos despertaron de su letargo y salieron fulgurantes a la carrera por ver quién llegaba antes al campo de fútbol. Los bocadillos se convirtieron en frugal alimento, y antes de que hubieran pasado cinco minutos, ya estaba el balón rodando. Y ahí están ellos. Los que un día serían mayores y dejaran de jugar, y de verse. Y se olvidaran de que ése día, como tantos otros, estuvieron allí, en el patio de su colegio, jugando al fútbol. Y que corrieron, chillaron, marcaron, se tiraron al suelo, ingrávidos, despreocupados, tan sólo jugando. Libres de preocupaciones, de responsabilidades. Libres de problemas. Con la inocencia a flor de piel, con el pelo revuelto, con la cara llena de tierra, con los pantalones nuevos llenos de albero y rotos, por las rodillas, por donde ya se habían roto tantas otras veces. Con los zapatos nuevos, los que fueron comprados el día anterior por una madre harta de las súplicas de su hijo (las botas de Zidane mamá...) y que sustituían a las antiguas botas, igualmente puestas de moda por otro astro del balón, que acabaron destrozadas, reventadas por los lados y con la puntera descosida de tanto golpear aquel fabuloso objeto llamado balón, alma esencial del divino invento denominado por los hombres como Fútbol y que nos unía a todos en un sentimiento de diversión, goce y compañerismo. Divididos en equipos, con una división instintiva, natural. Cada uno se juntaba con los que la inercia les llevaba a juntarse. Sin más.
Y claro. Siempre había unos que perdían por norma, los que se partían la cara corriendo detrás de los del otro equipo, detrás de los buenos. Y los buenos casi siempre ganaban, porque eran mejores. Y los otros corrían, se lanzaban con flexibilidad de mono delante de los buenos pero era para nada. Sin embargo había otras veces, las menos, en las que los otros, los mataos, ganaban. A pesar de los fallos, de las trifulcas, de las infantiles peleas y reprimendas. Y cuando eso pasaba, al igual que cuando no, todos, en conjunto, chillándonos y retándonos para luego, nos íbamos tan contentos.
Había otras veces en las que el día era nuboso, negro como la noche, y el campo de albero aparecía ante sus ojos como un inmenso barrizal. Entonces, a pesar de las advertencias de los maestros, siempre había algunos intrépidos (casi siempre éramos los mismos) que nos lanzábamos a la aventura de intentar jugar en el barro, en el agua, en la tierra mojada y húmeda, para acabar enfangados, mojados y resfridados, pero contentos por haberlo intentado.
O aquellos otros días, de junio bien entrado, cuando a las dos de la tarde y desafiando al sol y al sentido común, nos reventábamos en unos partidos interminables bajo el calor y el sol de justicia, bañados en sudor y en la fría agua de la fuente más cercana.
O si no, aquellas tardes eternas, cuando terminaban las clases, en las que unos pocos enfermos del balón nos quedábamos para jugar esas memorables pachangas, alemanas, eliminatorias, y tantos y tantos juegos. Podría rememorar miles de recuerdos añorados, momentos igualmente perdidos, y seguramente me dejo muchos. Seguramente. Pero también, igual de seguro estoy de que todas estas vivencias han forjado, para bien o para mal, mi carácter.
Ahora, lejanos ya en el tiempo aquellos años, los recuerdos vuelven a aflorar. El olor a albero, el polvo de tierra suspenso en nubes entre nosotros, las amistades perdidas, los momentos de compañerismo y camaradería inigualables, el balón rodando entre una melé de piernas, aquellas carreras gloriosas en busca de goles imposibles, de remontadas épicas, de victorias maravillosas, todo ello vuelve a mí con fuerza. Y seguirán perviviendo en lo más recóndito de mi memoria esas tardes de invierno, de verano, de primavera y otoño, y todos los compañeros con los que alguna vez tuve la suerte de jugar a aquel deporte que nos liberaba de todo y que constituía nuestra mayor fuente de placer y diversión. Porque revivir aquellos momentos de la vida en los que corría, gritaba, ganaba y perdía (todo por nada y a la vez por todo) junto a mis amigos de la infancia y del colegio, trae hasta mí el agridulce sabor de la infancia perdida y el goze siempre añorado de la felicidad.