22 diciembre 2006

Una pica en Flandes


El Madrid debe ganar, jugar bien, y ser ejemplar. Si el árbitro le perjudica no debe quejarse, si el árbitro le favorece debe escuchar con la cabeza baja un clamor. La victoria es un hábito, el empate un desastre, la derrota una tragedia.



Jorge Valdano

13 diciembre 2006

Homo homini lupus



Si un hombre criado en lo más profundo de cualquier selva tropical, ajeno desde su nacimiento a todo rastro de civilización, visitara cualesquiera de nuestras ciudades y obvservara con mirada analítica la sociedad en la que vivimos, quedaría, sin duda, perplejo y asombrado. El ser humano, desde las más remotas edades prehistóricas, ha ido evolucionando, lenta y pesadamente, a través de los siglos, hasta alcanzar el estado de bienestar y progreso que hoy goza. No sin sufrimientos ha ido rompiendo todos los obstáculos que le impedían lograr el escenario ideal para su realización personal. Ahuyentó la amenaza atávica del resto de feroces animales mediante el fuego. Encontró la luz entre las brumas seculares de los mitos, leyendas, creencias y ritos gracias a la Razón. Y por último, alcanzó el grado máximo de libertad colectiva e individual, a costa de la sangre de miles de personas. Todo esto, en el lento discurrir de los siglos, para llegar al siglo XXI, donde teóricamente el hombre tiene a su disposición todos los medios y recursos necesarios para conseguir su realización personal, tiene salvaguardada su libertad por leyes y tratados internacionales, y puede, con sólo proponerselo, enriquecer su bagaje cultural y personal con todo lo que el ingenio y la experiencia humana ha ido produciendo a lo largo de la Historia.

Pero si el antes citado hombre salvaje se diera una vuelta por nuestras calles, visitara nuestros institutos, nuestras bibliotecas, nuestros cines, o conociera los centros de ocio y consumo que la sociedad occidental ha inventado para sustituir a los teatros y corrales de comedias, se daría cuenta de que poco, o nada, aprovecha el hombre actual este mundo nuevo y avanzado. Notaría que la gente calma su estrés y su ansiedad comprando, algo insólito, sobretodo si lo hace compulsivamente. Si se diera un garbeo por nuestros cines, vería gente sedienta de violencia y sangre, ansiosa de ver el sufrimiento ajeno, recrearse en él. Si se pasara por los teatros, observaría su soledad. Otro tanto si recalase en nuestras bibliotecas y museos, archivos o exposiciones, lugares resignados ya a ser frecuentados por raras avis.

Si el hombre que, crecido bajo la sombra y protección de la Naturaleza, encendiera una de nuestras televisiones, quedaría asombrado de lo que viese: la morralla de nuestra sociedad campando impunemente por la pequeña pantalla, contando sus miserias, cobrando por exhibir lo tétrico de sus existencias. Luego, cuando saliese fuera de nuevo, encontraría a niños y jóvenes a quienes no sólo no conocen su propia Historia, los acontecimientos que ocurren a su alrededor, su porvenir, su pasado ni su presente, sino que tampoco les interesa. Niños y jóvenes que arden en deseos de ver tal o cual película o videojuego donde torturan, matan y asesinan, o que luego, a la salida de los campos de fútbol, pegan y matan a los que sólo son del equipo rival, o se emborrachan y les parten la cabeza en peleas nocturnas que ellos mismos han empezado. Gente sin criterio, sin ideas, sin cerebro: borregos, pensará triste el hombre acivilizado que los observa chutarse en los bancos del parque. Borregos de una sociedad que los teledirige, que les anula su capacidad crítica, que no quiere que piensen, que sólo les quiere para que compren, consuman y se reproduzcan y tengan hijos que sigan siendo borregos que consuman y se sigan reproduciendo, sine die.

Luego, pensará, estos mismos niños aborregados que ni saben ni quieren saber de nada más que no sea chutarse, la play, el botellón y saw 3, crecerán, y les llegará la hora de votar. Y vendrán los verdaderos culpables de todo esto, los políticos, constructores, empresarios, banqueros, curas y demás soplacirios, parásitos de una sociedad que se autodestruye, y cuya ideología no es sino la reluciente y argentina marca del maldito dinero, madre de todos los males del mundo, a engañarles con falsa labia, palabrería fútil, gestos hipócritas y caras de niño bueno, para que les sigan votando, vóteme usted, le regalo un finde a Marina D´Or y un vale descuento en el Corte Inglés, y ellos puedan seguir siendo los amos de esta sociedad marchita y decadente.

Y cuando vuelva el hombre a su selva, huyendo despavorido de lo que vio, y desolle el mono que cazó en la tarde con su arco hecho por él mismo mientras se calienta junto a la lumbre que encendió con hojarasca y rastrojos, pensará que todo lo que el hombre luchó, sangró, peleó y batalló durante siglos y siglos contra el oso fiero, contra las tormentas que destrozaban la cosecha, contra la tribu vecina, contra el invasor hereje, contra la Iglesia, contra la opresión feudal, contra las dictaduras y contra sí mismo, no le sirve absolutamente para nada.

04 diciembre 2006

"No esperar salvación alguna"


"...la única salvación de los vencidos es no esperar salvación alguna..."


Virgilio, Eneida

18 noviembre 2006

In Memoriam



Ha muerto el gran Ferenc Puskas. La noticia no me ha sorprendido demasiado puesto que ayer mismo conté en La Palestra del Deporte el empeoramiento en la salud del queridísimo "cañoncito pum", líder de aquella mítica orquesta húngara que revolucionara el fútbol de la época con el novedoso 4-2-4 que, entre otras cosas, desarboló a Inglaterra en Wembley por 3 goles a 6 en lo que después bautizaría The Times como "the match of the century" ("el partido del siglo"). La noticia no me ha sorprendido, pero tampoco me ha dolido menos conocerla. Puskas era un personaje realmente entrañable, un hombre con un gran sentido del humor y que solía relatar su habilidad para jugar al fútbol de forma muy parecida a como lo haría un superhéroe de la Marvel que acaba de descubrir de repente sus poderes.

Con todos mis respetos hacia la interminable pléyade de grandiosos jugadores que han pasado a lo largo de la centenaria historia madridista, Puskas ("escopeta" en húngaro) me parece uno de los componentes del triunvirato que, junto a Di Stéfano y Francisco Gento, convirtió al Real Madrid en lo que es hoy en día, un mito. A finales de los años cincuenta empezó a circular por la ciudad una leyenda según la cual Alfredo di Stéfano y "cañoncito pum" cruzaban apuestas, después de los entrenamientos y con la puerta cerrada a cal y canto, con el simple objeto de dilucidar cual de los dos era capaz de lanzar un libre directo y golpear más veces con el balón en la escuadra. Los pocos privilegiados que asistieron a aquellas memorables timbas deportivas aseguran que, aunque por poco, casi siempre ganaba Puskas con el consiguiente enfado de la "saeta rubia", a quien no gustaba perder ni a las canicas.

Cuando Puskas llegó al Madrid llevaba mucho tiempo sin jugar, demasiado. Estaba excesivamente grueso y era propietario de lo que hoy conoceríamos vulgarmente como una "tripita cervecera", pero en cuanto pilló de nuevo el tono físico la máquina empezó a carburar otra vez. Era un goleador envidiable y un futbolista de muy mal genio, de ahí que sintonizara rápidamente con el otro gran cascarrabias del equipo, Alfredo di Stéfano. Don Alfredo cuenta en sus memorias que Puskas, que no hablaba ni una gota de español, no hacía más que repetir "¡motor, motor, motor!", que quería decir correr: "como no hablaba, protestaba mucho. Hacía ademanes con la mano que eran muy comunes en los países centroeuropeos, pero que aquí sentaban muy mal a los árbitros. Yo le dije mil veces que no hiciera ese gesto con la mano, que aquí significaba mandar a alguien a tomar por..., o a freír puñetas, pero no me hacía ni caso".

No creo que sea posible volver a pasar por el estadio Santiago Bernabéu sin que alguna de sus piedras reboten el eco de aquellas palabras de Ferenc Puskas... "¡Motor, motor, motor!" Su pierna izquierda dominó durante tantos años el "planeta fútbol" que hoy resultaría imposible explicarlo sin hacer referencia a él. The Times habló del "partido del siglo" cuando Hungría desarboló a Inglaterra en el estadio de Wembley; no exagero en absoluto al afirmar que esta madrugada, en una clínica de Budapest, ha muerto el futbolista del siglo XX. La enfermedad que roba la memoria se ha llevado también al hombre, y con él se ha ido el futbolista. Hace algunos años una expedición del Madrid encabezada por Di Stéfano fue a Budapest a rendirle un homenaje a Puskas. Dijeron que a Ferenc ya le costaba mucho recordar quién había sido, qué había hecho para merecer aquello, por qué tanto alboroto. El lo habrá olvidado, pero aquí estamos nosotros para recordarlo siempre. Si es cierto eso que dicen de que un hombre no muere del todo hasta que ya nadie le recuerda, Ferenc Puskas vivirá eternamente.


Juan Manuel Rodríguez, en Libertad Digital



Homenaje del madridismo a una leyenda

09 noviembre 2006

Un relato onírico


La luz que la luna filtraba por las rendijas de la persiana, que no estaba bajada del todo, lo despertó. Se levantó dolorido, se frotó los ojos con desgana, y miró en derredor. Al principio no vio nada, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Fue hasta la silla que había cerca de la maltrecha cama, único mobiliario de la herrumbrosa habitación, y se vistió lenta y pesadamente con la ropa que colgaba de ella.
Luego, paseó por la habitación, aturdido aún por el sueño que antes había dormitado, y fue hasta el cuarto de baño. Allí se lavó la cara con agua helada, se secó y se miró el rostro, y le pareció que había envejecido cien años, con la barba de varios días que le daba un aspecto de dejadez que le pareció casi lastimero. Fue de nuevo hasta su habitación, levantó un poco la persiana y contempló absorto el paisaje de azoteas mohosas, tejados llenos de verdín y, cerca, el viejo campanario de la parroquia barroca que, impávido, dominaba los cielos de aquella noche invernal extrañamente luminosa.
Se apartó de la ventana y buscó en la cómoda la foto de su hijo, aquella en la que aparecía junto a sus padres, sonrientes todos, una tarde soleada de verano en una playa repleta de veraneantes. Aquella foto, y todo lo que en ella se representaba, le parecían tan lejanos, que casi no hubiera podido hubicarla en el tiempo. Sólo sabía que habían sido tiempos felices. Ahora, nada de aquella fascinante realidad existía. Su hijo murió, su mujer se fue y él, con sus recuerdos, su remordimiento y sus fantasmas, se fue hundiendo poco a poco en un abismo que, aquella noche, iba a conocer su fin. Metió la foto en el bolsillo trasero de su pantalón, atacado por la nostalgia. Hacía mucho que ya no lloraba.

Buscó a tientas -le habían cortado la luz hacía dos semanas por impago- la botella de ginebra que según sus cálculos debía estar en el mueble bar, que ahora, vacío, le mostraba las telarañas que evidenciaban la lejanía de tiempos sin duda mejores. No estaba allí, y siguió buscando, impasible, hasta que cayó en la cuenta de que la había dejado no hacía mucho en la desolada despensa. La agarró, se puso la única cazadora decente que todavía poseía, y se marchó, silencioso, del triste ático que habitaba en un céntrico edificio del casco antiguo de aquella ciudad costera. Bajó sigilosamente las escaleras -nunca le gustaron los ascensores, ataúdes de acero pendientes, literalmente de un hilo- y salió a la calle. Una bofetada de aire frío y cortante le pegó en pleno rostro, y un escalofrío le recorrió el espinazo. Anduvo unas cuantas calles, solitarias dadas las horas intempestivas, y llegó al pie de un monumento que coronaba la calle principal de aquella villa. Echó un vistazo de arriba abajo al oxidado monumento -una gran cruz de hierro, semejante a un aspa- y miró el mar, que se abría ante aquel balcón, tranquilo con su cadencioso oleaje.
Se sentó en el poyete, al pie de la gran cruz, sacó la botella de ginebra de su cazadora, y comenzó a beber a grandes sorbos. El primero le abrasó la garganta, al tiempo que una ráfaga de viento glacial le traía las campanadas de la cercana torre barroca que anunciaban la una de la mañana, o las dos. A cada trago que se lanzaba al coleto, pensaba. En lo que había sido su vida, exitosa y vacía hasta la muerte de su hijo, desgraciada y solitaria después de aquello. Pensaba en los sueños que una vez albergó. Viajar, viajar mucho, por todo el mundo. Salir y conocer, experimentar y vivir cosas que no le ofrecía aquel pueblucho. Eso soñaba. Soñó algún día, cuando todavía tenía ganas de soñar. Y de vivir. También quiso formar una famila, tener hijos. Lo consiguió, pero sólo artificialmente. Una felicidad virtual que se acabó cuando aquel grupo terrorista desconocido -luego supo que eran vulgares ladrones de bolsos metidos a sicarios de medio pelo- le robó la vida. Todo se vino abajo y su existencia se fue al garete. Y sus sueños comenzaron a diluirse en alcohol, como también su trabajo, y sus ahorros. Ahora nadie le quería, y los pocos amigos que le quedaban le mantenían a duras penas, entre todos, pagándole el ático que ocupaba. Eso era lo único que le quedaba, sus amigos, pero ya había decidido terminar con todo aquello.

Horas después, cuando la botella de ginebra ya sólo era una botella vacía, creyó escuchar cuatro campanadas en el reloj de la parroquia, o cinco. Sentado como estaba, intentándo mantener la verticalidad y con la vista borrosa, sacó un enorme puñal del bolsillo interior de la cazadora. Aquel puñal lo había comprado una vez, hacía mucho tiempo, en Marruecos, y no lo había usado nunca. Hasta hoy. Lo sostuvo en alto, lo observó, cerró los ojos, inclinó la cabeza al cielo y, mordiéndose los labios hasta sangrar, se lo hincó en el vientre.

En aquel preciso instante se despertó, sudoroso y sobresaltado. Respiraba trabajosamente, excitado como estaba ante aquella terrorífica pesadilla que había tenido. Se levantó y bebió un trago de agua de la botella que tenía en la cómoda. Ya estaba amaneciendo, entraba la luz del sol incipiente por las rendijas de la persiana. Se sobresaltó al ver la foto de su hijo y su mujer en la playa, la misma que había visto en sueños. De pronto oyó campanadas de la torre de la parroquia cercana. No estaban tocando las horas, era otra cosa. Le sonaba el tañido, aunque no recordaba de qué. De pronto entendió. Miró de reojo la foto que reposaba en la cómoda. Las campanas tocaban a duelo.

02 noviembre 2006

La vida es sueño


-Segismundo

¡Ay mísero de mí! ¡Y ay infelice!
Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así,
qué delito cometí
contra vosotros naciendo;
aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido.
Bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor;
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.
Sólo quisiera saber,
para apurar mis desvelos
(dejando a una parte, cielos,
el delito de nacer),
qué más os pude ofender,
para castigarme más.
¿No nacieron los demás?
Pues si los demás nacieron,
¿qué privilegios tuvieron
que yo no gocé jamás?
Nace el ave, y con las galas
que le dan belleza suma,
apenas es flor de pluma
o ramillete con alas,
cuando las etéreas salas
corta con velocidad,
negándose a la piedad
del nido que deja en calma:
¿y teniendo yo más alma, tengo menos libertad?
Nace el bruto, y con la piel
que dibujan manchas bellas,
apenas signo es de estrella,
gracias al docto pincel,
cuando, atrevido y cruel,
la humana necesidad
le enseña a tener crueldad
monstruo de su laberinto:
¿y yo, con mejor distinto,
tengo menos libertad?
Nace el pez, que no respira,
aborto de ovas y lamas,
y apenas, bajel de escamas,
sobre las ondas se mira,
cuando a todas partes gira,
midiendo la inmensidad
de tanta capacidad
como le da el centro frío:
¿y yo, con más albedrío,
tengo menos libertad?
Nace el arroyo, culebra
que entre flores se desata,
y apenas, sierpe de plata,
entre las flores se quiebra,
cuando músico celebra
de los cielos la piedad
que le dan la majestad,
el campo abierto a su ida;
¿y teniendo yo más vida, tengo menos libertad?
En llegando a esta pasión,
un volcán, un Etna hecho,
quisiera sacar del pecho
pedazos del corazón.
¿Qué ley, justicia o razón
negar a los hombres sabe,
privilegio tan süave,
excepción tan principal
que Dios le ha dado a un cristal,
a un pez, a un bruto y a un ave?

Monólogo de Segismundo, La vida es sueño, Pedro Calderón de la Barca

31 octubre 2006

Las cadenas montañesas

La espesa bruma que manaba aquella primaveral mañana de 1248 desde las aguas del río Guadalquivir era cortada por los afilados cascos de las naves de la poderosa escuadra castellana comandada por Ramón Bonifaz. La escuadra, compuesta por 5 galeras construidas en los astilleros de Santander y por 13 naos procedentes de varias villas de la costa cantábrica, completaba el último tramo del río al que los romanos llamaron Betis antes de llegar a Sevilla, o Isbilya, según la toponimia árabe. La flota, que era la punta de lanza del ejército del rey Fernando III de Castilla y León, tenía por misión cortar la única vía de suministros y ayuda de la ciudad asediada.

El rey Fernando, luego llamado El Santo, había rendido Córdoba, la gran capital musulmana, el símbolo del poder perdido de Al-Andalus. Había llegado como un rayo de esperanza para unificar Castilla y León y unir bajo su cetro a todas las fuerzas activas de la nobleza castellana en la lucha contra el Islam. Había reclutado un imponente ejército y había avanzado hacia el sur conquistando importantes plazas y villas en su camino hacia Córdoba y Sevilla, sus grandes objetivos. Durante todo su reinado había conquistado más tierras a los musulmanes que todos los reyes cristianos de la península desde que comenzara la Reconquista, allá por los tiempos de Don Pelayo. Ahora ansiaba dominar el valle del Guadalquivir y llegar al mar, conquistar la bahía de Cádiz y alzarse en el estrecho para cruzar las aguas hasta África y combatir a los musulmanes allende de las Columnas de Hércules. Pero para eso necesitaba ocupar Sevilla, y para eso, era necesario Ramón Bonifaz.
Oriundo de Laredo, Ramón Bonifaz era alcalde de Burgos cuando, en Jaén, se unió a la empresa conquistadora del rey Fernando. Éste, consciente de que la única manera de someter Sevilla era cortando sus comunicaciones fluviales con otros reinos musulmanes de África, le ordenó crear la Marina de Castilla para éste fin. Así pues, mientras Fernando III cercaba la ciudad por tierra y la hostigaba con escaramuzas esporádicas, Ramón Bonifaz disponía la construcción de la flota castellana en su Cantabria natal. Y para la marinería, Bonifaz levantó la leva en su tierra y reclutó a hábiles y experimentados marineros montañeses para su arriesgada empresa. Cuando todo estuvo listo, a finales de 1247, la primera escuadra real de Castilla emprendió rumbo al sur.

Allí, en el estrecho de Gibraltar, junto al peñón, le esperaba una flota musulmana costeada por el rey de Sevilla y sus aliados norteafricanos, a la cual vencieron gracias al arrojo y veteranía de los marineros cántabros. Luego remontaron el indefenso río y subieron, sin encontrar apenas resistencia, hacia las mismísimas puertas de Sevilla.

Allí se encontraban ahora, con Ramón Bonifaz a la cabeza, prestos a ejecutar el plan de ataque que el valeroso guerrero de Laredo había preparado para asestar el golpe mortal al Reino de Sevilla. En tierra, el rey Fernando esperaba ansioso con sus huestes, ansiosos por entrar en combate de una vez por todas. Antes del ataque final, y según la leyenda, el rey Fernando, un atrevido noble castellano y Ramón Bonifaz cometieron la osadía de entrar en la plaza fortificada por un portillo mal defendido, de noche y sigilosos, para recorrer la ciudad ante las narices de sus defensores y admirarse ante el magnífico alminar de la mezquita mayor de Sevilla, similar, según las crónicas, al de la mezquita de Marrakech, en Marruecos.

Tras esta proeza temeraria y heroica, Bonifaz volvió al mando de la escuadra. En Sevilla existían dos torres de vigilancia a la entrada del río en la ciudad. Una era la llamada Torre del Oro y otra, situada en la otra orilla justo en frente. Entre ambas torres, unido por unas enormes cadenas de hierro, se encontraba un inmenso puente de barcas, que los defensores musulmanes habían emplazado allí para defender la ciudad de un ataque por el río. Ante esta situación, Ramón Bonifaz, en una decisión arriesgada y temeraria, resolvió atacar con toda su flota al puente de barcas, no sin antes haber reforzado los cascos de sus barcos para el impacto con las cadenas. Los musulmanes, que no esperaban esta respuesta, asistieron atónitos al sublime impacto de la escuadra castellana contra su puente de barcas, y a la destrucción del punto más débil de su entramado defensivo.

Asediada por tierra y por el río, cercada y sin posibilidad de ser ayudada, la ciudad recibión continuas incursiones y ataque castellanos, que cada vez llegaban más lejos viendo la debilidad de sus defensores. El 23 de noviembre de 1248, el rey de Sevilla capitulaba ante Fernando III de Castilla y León y la ciudad y el valle del Guadalquivir, así como muchas villas aledañas y cercanas del Aljarafe sevillano caían en manos cristianas, siglos después. Los defensores engrosaron las filas del reino nazarí de Granada, o fueron deportados a África, o simplemente, se convirtieron en esclavos.

Ramón Bonifaz fue investido por el rey Santo como Almirante de Castilla y hoy en día, en un tiempo en el que el pueblo ha olvidado su Historia y a sus héroes, una estatua recuerda a Ramón Bonifaz, oriundo de Laredo y alcalde de Burgos, junto al rey Fernando y otros héroes olvidados frente a la gran catedral de la ciudad que conquistaron, Sevilla.

Las cadenas rotas, la flota montañesa que conquistó el Guadalquivir y la Torre del Oro, como homenaje a los intrépidos marineros cántabros, forman parte del escudo de Cantabria, de Santander y de su Historia.

17 octubre 2006

Cittá di Dio

"Fagamos un templo tal e tan grande, que los que la vieren acabada, nos tengan por locos"


Palabras del Maestro Carlí, el viernes 8 de julio de 1401, al finalizar el cabildo que decidió comenzar las obras de la Catedral de Sevilla.

10 octubre 2006

12 de octubre de 1492

Juan Rodríguez Bermejo, conocido por todos en la expedición como Rodrigo de Triana, acababa de acomodarse en el puesto de vigía de La Pinta cuando una extraña sombra en el horizonte lo sobresaltó. Trató de matar un bostezo prolongado y de aclararse la vista para observar mejor aquello. Eran las dos de la madrugadadel día 12 de octubre de 1492, sesenta y nueve días después de haber zarpado de España.
El sevillano, oriundo de Los Molinos, se colocó el catalejo en su ojo derecho y lo ajustó debidamente. Tras unos segundos de espera, soltó una exclamación de júbilo que resonó en toda la cubierta del silencioso barco. No podía ser. Tenía que estar seguro de que lo que estaba viendo era cierto. Se ajustó de nuevo el catalejo en su ojo y volvió a mirar para cerciorarse. Instantes después, ya no tenía dudas. La delgada línea brumosa que su fina vista divisaba desde el puesto de vigía de La Pinta era, sin lugar a dudas, una estrecha franja de tierra. Enseguida llenó de aire sus pulmones y su gritó se oyó como un ansiado trueno en mitad de la noche atlántica:

-¡Tierra!

De repente, desde los restantes puestos de vigilancia de las otras dos naves, los vigías repetían como un eco sinfónico la palabra que todos habían esperado desde hacía tres meses:

-¡Tierra! ¡Tierra a la vista!

Las cubiertas de La Niña, La Pinta y La Santa María se llenaron de marineros que, tras comprobar por boca de sus compañeros la buena nueva, saltaban, brincaban y chillaban de júbilo por toda la cubierta de las carabelas. Los hombres se arrodillaban en la madera de los barcos y daban gracias al cielo y a Dios. Otros descorchaban las escasas botellas de vino que quedaban en las bodegas. De todas partes se oían cánticos de jolgorio y alegría. El Almirante, tras comprobar concienzudamente con su catalejo que la franja de tierra se hacía cada vez más visible, sonrió y besó, discretamente, su medalla de la Virgen que siempre llevaba consigo. Los hermanos Pinzón, después de haber llegado en chalupa a la nao capitana desde sus barcos y tras haber conversado con el Almirante de la Mar Océana, ordenaban a los marineros que disparasen las lombardas. Con el ruido y el olor de la pólvora de las salves, algunos marineros se quedaron mirando a aquel genovés extraño y misterioso. Habían estado a punto de amotinarse contra él y tomar por la fuerza el control de la expedición, días atrás, cuando habían caído presa de la agitación y la desesperación por la escasez de víveres y la falta de resultados del viaje. Ninguno de ellos había navegado tanto tiempo sin divisar tierra. Pero ahora admiraban a aquel loco, Cristóbal Colón, que los había llevado, cumpliendo su palabra, a tierra firme.

Ajeno a la algarabía de sus hombres, y ya en su camarote, Cristóbal Colón no podía dejar de pensar en la Divina Providencia que le había puesto en su camino aquella tierra y que le había dado la oportunidad de lograr su propósito. Durante algún tiempo había llegado incluso a dudar de sí mismo y de su proyecto. Oía las murmuraciones de la marinería y, aunque tenía por seguro el apoyo de los Pinzones, le inquietaba la posibilidad de estar en un error. Se había jugado mucho, el todo por el todo, en este descabellado proyecto. Había convencido a unos reyes que acababan de conquistar Granada a los moros, después de una Reconquista de casi 800 años, y reunificar su reino para que le apoyasen en su idea de llegar a Oriente por el oeste, sin tener que doblar el cabo de Buena Esperanza ni tener que vérselas con el Turco en Costantinopla. Muchos lo habían tildado de loco. Cruzar el Mar Tenebroso.....ningún cristiano había osado adentrarse en el Atlántico más allá de las Azores. Sin embargo él sabía que había algo más. Sabía que había una tierra inmensa y fabulosa detrás de las tinieblas del océano, y él, Cristóbal Colón, iba a conquistar la gloria de su descubrimiento. Se corrigió cuando miraba por la ventana de su camarote. Ya la había conquistado.

Por la mañana, apenas el sol despuntó, el Almirante ordenó anclar muy cerca de lo que se descubrió una exhuberante bahía paradisíaca. Cuando Colón descendió a la playa junto a un grupo escogido de marineros, entre los que estaban los Pinzones, los españoles se asombraron ante la visión de un paisaje propio del edén. Recorrieron la luminosa playa de arena muy fina y blanquísima, llengado a un cerro preñado de exóticas y ladeadas palmeras y cocoteros. Allí se encontraron con un amplio grupo de indígenas, nativos de la isla que ellos llamaban Guanahaní. El Almirante de la Mar Océana parlamentó amistosamente con los indios, se intercambiaron regalos y bienes y se impresionaron los indígenas con los enormes "castillos flotantes" de los castellanos. Éstos, a su vez, se asombraron de la calidez del lugar y de la singularidad de sus gentes. Aquellos osados aventureros españoles y los tímidos y educados nativos sólo podían intuir que aquel era el fascinante y mágico momento en el que dos civilizaciones separadas por miles de leguas de océano y tierra se daban la mano por primera vez.

Delante de los indios, el Almirante hizo leer las prerrogativas por las cuales él era investido, en cumplimiento de lo acordado con Isabel y Fernando de Castilla y Aragón en las Capitulaciones de Santa Fe, Almirante de la Mar Océana y gobernador de todos los territorios por descubrir, él, y sus herederos. Allí mismo, en el mismo cerro luminoso, junto a la paradisíaca playa, hizo alzar el pendón de los Reyes de Castilla y Aragón, junto al estandarte con la cruz verde y las iniciales F e Y. Tomó posesión de la isla para el Reino de Castilla y la rebautizó con el nombre de San Salvador. A partir de ahí, todo es Historia. Nuestra Historia.


Dentro de dos días se cumplirán 514 años del Descubrimiento de América. Sirva esto como modesto homenaje a unos hombres que desafiaron a toda lógica y realizaron la mayor empresa descubridora jamás conseguida. Descubrieron un Nuevo Mundo, poniendo a disposición de Europa un territorio inexplorado, salvaje, fabuloso y rico, y abrieron la puerta de la gloria y la fama a hombres valientes y atrevidos, que, ávidos de oro y fortuna, abandonaron una vida sin futuro ni esperanza para cruzar el tenebroso océano y buscar la gloria. Derribaron imperios milenarios, exploraron selvas y ríos anchos como la mar, atravesaron desiertos, cruzaron cordilleras nevadas, conquistaron, arrasaron, descubrieron, evangelizaron y se mezclaron con los nativos, convirtieron a España en un inmenso y vasto imperio donde nunca se ponía el sol y, sobre todo, expandieron la cultura y las costumbres de nuestro país por un fascinante Nuevo Mundo.

05 octubre 2006

Un ágora fascinante llamado España


En Tot Escríuer aguestes linhes pensi que fòrça gent, ath lieger-ac, pòt considerar ésto coma ua necior. Non ei eth mèn propòsit pavonearme d'ua sapiencia que, desgraciadament, non possedisqui, ne fòrça mens. Era mia intencion ara escríuer aquiu en quauques ues de's parles e lengües dera Península la condarè mès tard ena mia lengua mairau, eth castelhan. Ara m'exprimisqui en aranés. Aguesta lengua romanç se parle ena Val d'Arán, ena Catalonha pirenaica, ena termièra damb França. Fòrça influïda peth catalan e eth castelhan, aperten ara branca des lengües occitanas, e possedís caractèr oficiau. Ei polit e agradable exprimir-se en ua lengua antica, fraia deth castelhan.


Jo vaig néixer en Chipiona, un petit poble de la costa gaditana. La meva llengua materna és el castellà, la qual jo orgullosamente considero com la "llengua més bella del món". Però això no lleva que, de cap manera, m'apassioni el coneixement d'altres llengües, sobretot si aquestes es parlen en el meu país. Atès que Espanya posseeix, gràcies a que durant gran part de la seva Història va ser plaça comuna de diverses cultures, un extens i divers acervo cultural, em sembla gairebé una obligació conèixer, almenys superficialmente, les altres llengües espanyoles. Una de les quals més em fascinen és el català. En una època polarizada i de crispació, d'auge de nacionalismes necios, ésto pot sonar a herejía, almenys per a aquells que segresten paraules massa rellevants perquè les escupin en les seves proclames pseudo-patriotas. El català, fill del llatí, és una llengua romanç que es va desenvolupar en el nord-oest d'Espanya, influïda pel francès, el castellà i l'àrab, especialment. Parlada a Balears, València i Alguer, a Sardenya, l'expansió aragonesa en el Medievo li va donar rellevància internacional.

España é fascinante. Unha mestura de paisaxes, territorios e costumes unidos por unha cultura e unha Historia común. Eu vivo no sur, en territorio andalusí. Territorio romanizado, arabizado e conquistado e repoboado polos cristiáns do norte. Pero de entre as moitas terras fabulosas e místicas do meu país, hai no norte unha terra húmida, boscosa e máxica. Poboada de druidas e meigas, unha terra onde a herdanza celta convive e nútrese do legado romano que impregna o seu territorio. Unha terra dura e fermosa, sacudida por tormentas e temporais, dedicada á pesca nas súas afiadas e agrestes costas. Un lugar que desenvolveu unha lingua románica, sibilante, ambigua como as súas xentes e bela na pronunciación. Unha lingua, a galega, que colinda coas fablas leonesas, que se separou do portugués na Idade Media e que constitúe un dos maiores patrimonios de España, e por suposto, da súa terra, Galicia.

Iparrari Areago, lur menditsu batean, helezin eta misteriotsua, vascones indomales-en lurra aurkitzen du.Bizkaia eta Gipuzkoari dagokiona zein bertako biztanlea probintziak, débilmente-a romanizar-a, zapaldu zuten inoiz ez bereber soldadu edo arabiar ez.Mendeak Lehenaldiak, Condado De Castilla-ri Reconquista-ren bastioian lurralde honi convirtiño-a haren eranste, ohorearekin sotil lerden eta adoretsuen zerbitzatu ziren habia eta ohorea, herri hispaniarren gainerakoaren haren gainerako herrikideen ondoan, batailetan, gerrak, lorpenak, porrotak eta abenturak Espainiaren izena nahasi zuen.Vascones-en mihia ia ulertezin zerbait da espainiarren gainerakoarentzat eta haren jatorria, gezurra: izan iruditzen du antzak dituen áfrico-aren iparraren bereber dialektoren batzuk, Zalantzarik Gabe araztasun etnikoaren buruzagientzat neketsu zerbait eta hatz iraingarri hori deitu arrazismo kulturala nazionalismoa.Hartatik Ez du uzten izan euskaldun izatera, edo euskara euskara, areago bitxi bat, areago misteriotsua beharbada, espainiarren altxor kulturalaren.

Finalmente, ainda que não pertença a Espanha, escrevo em português porque, além de ser a língua de um país irmão de cultura, História, venturas e desventuras, é uma língua muito influída pelo castelhano e que a sua vez determinou em grande parte a forma actual do galego, com o que compartilha um tronco comum. Língua romance, avançou, junto ao castelhano e o catalão, Península abaixo, cavalgando junto aos caballeros cristãos em sua luta contra o Islão, até chegar ao Atlántico e assentar-se na margem direita da Pele de Touro. Levada nos lábios dos conquistadores portugueses em Brasil, África e a Índia, foi falada nas trincheras de Breda e hoje em dia é um precioso veículo de comunicação entre milhões de pessoas de todo mundo.

Mi propósito al escribir en algunas de las lenguas de España, además del portugués, no es otro que reivindicar la hermosa pluralidad cultural de la que gozamos en España y que, desgraciadamente, el cainismo, analfabetismo y cerrazón de unos pocos de subnormales, nacionalistas periféricos y del pollo con alas, con el permiso de una clase política infame y ruin, está obligando al destierro paulatino. Además, es para mí un auténtico gozo asombrarme y admirar los requiebros y sorpresas que esconden estas lenguas, donde, si uno mira con el espíritu adecuado y con el ojo sagaz de la curiosidad, aún se pueden atisbar los reflejos de épocas pasadas y apasionantes, de mezclas, invasiones, temores, alegrías y desgracias, que el pueblo, en su infinita sabiduría, ha plasmado en la evolución de sus lenguas.
El castellano, el vasco, el catalán, el gallego...son lenguas españolas, patrimonio de nosotros mismos, fruto de la mezcla de culturas y razas que se citaron en este ágora común, este zoco mágico del sur de Europa, que debemos cultivar y conservar, desde el respeto y la admiración.
Y me olvido de muchos otros: la fabla aragonesa, el asturiano o bable, el navarro-aragonés, el perdido y añorado romance andalusí...

Siglos de mestizaje nos convirtieron en lo que somos, y luego nosotros lo llevamos a América, legando nuestra propia herencia cultural a aquellas mágicas y fabulosas tierras, enriqueciéndo nuestra propia cultura con el aporte ingente de un mundo nuevo. Tenemos un valioso tesoro. No dejemos que la incompetencia, la necedad, la incultura y el fanatismo acaben con él.

04 octubre 2006

Non omnis moriar



Desde los albores de la Historia, cuando el hombre nómada empezó a ser consciente de su condición racional y empezó a plasmar sus inquietudes y sensaciones en las paredes de remotas cuevas con barro y arcilla, el ser humano se viene planteando, de forma continua y metafísica, cuestiones que se revuelven inquietas e inciertas en su mente. Desde tiempo inmemorial, en cualquier época y situación, en todas las civilizaciones y en cada una de las culturas propias de la diversidad de razas y estirpes en que se divide el ser humano, preguntas sin respuesta acucian al hombre: ¿quiénes somos? ¿de donde venimos? ¿porqué estamos aquí? ¿hacia dónde vamos?

La certeza de una muerte inexorable e ineludible ha marcado al hombre siempre, y ha orientado sus pasos en la vida de forma que, en casi todas las culturas, la experiencia vital del hombre ha estado encaminada hacia una posterior vida eterna al lado de los dioses inmortales. De una forma u otra, con los preceptivos matices, ésta ha sido la idea general que ha guiado la existencia de la mayor parte de los hombres durante toda la Historia. Así pues, la muerte ha sido la referencia, el hecho natural en torno al cual el hombre lo ha vertebrado todo, en la tierra, con la esperanza de obtener la recompensa futura en los cielos.

Pero al mismo tiempo, y sobretodo cuando el hombre se encamina hacia la recta final de su vida, surge, indefectiblemente, la sensación, el deseo, el anhelo, de mirar hacia atrás y comprobar la huella que se deja en el mundo. Anida en el espíritu humano el sueño de perdurar en la memoria colectiva después de la muerte. Es algo consustancial e inherente a la condición humana. Desde la vejez, el hombre reflexiona sobre lo que deja, sobre su vida y su obra, sobre lo que hizo y pudo hacer. Alcanzar la posteridad, ser recordado de forma perenne en el imaginario colectivo de su país, o, ambición para los más osados, permanecer indeleblemente en el recuerdo, sobresalir en el caudaloso río de la Historia. Vencer a la muerte. Éste es el sueño de todo ser humano, desde la más humilde condición hasta los más altos y principales hombres de la sociedad.

Ante esta quimera, se planta, cual muralla inaccesible, la ignominia que conlleva pertenecer al común de los mortales. De los millones de habitantes del planeta tierra, sólo unos miles alcanzan una fama más o menos efímera. Y de éstos, tan sólo unos pocos alcanzan la categoría de grandes hombre, la fama universal e imperecedera. En la época actual es mucho más complicado si cabe alcanzar esa gloria eterna, ya que el tiempo de las grandes gestas, de las heroicidades épicas, de las batallas gloriosas y de las conquistas trascendentales ya pasó hace mucho. Durante el transcurso de la Historia, gentes de la más baja condición tuvieron la oportunidad de ganar guerras, liderar ejércitos, conquistar la gloria y la fama asaltando imperios a punta de lanza.

Ahora, el hombre moderno siente la resignación propia de los más humildes que durante todas las épcoas veían que, subyugados ante los privilegiados, la gloria jamás les pertenecería. Pero a diferencia de éstos, el final de la lucha entre clases como motor de la Historia les ha cerrado el paso hacia la fama imperecedera. La certeza de que, cuando la muerte nos alcanze, tan sólo seremos fríos números y nuestra memoria será olvidada en dos o tres generaciones, es inevitable. Nada de nuestra vida, nada de nuestras obras, buenas o malas, nada de lo que somos, hemos sido o seremos, será recordado cuando la última palada de tierra caiga sobre nuestra tumba. Polvo eres, y en polvo te convertirás.

Por este motivo, emperadores, reyes, emires, califas, generales, gobernantes, cardenales, obispos, conquistadores, erigieron monumentos, estatuas y lápidas conmemoratorias de sus victorias y gestas. Pero sólo a unos pocos, hombres irrepetibles y grandiosos, en sus miserias y en sus gestas, les está otorgado el don de la perpetuidad. Hombres que forjaron algo más que imperios o reinos; sentaron las bases de unas culturas, de unos caracteres propios, expandieron unas formas de vida que han perdurado per secula seculorum en la organización y en los sustratos más básicos de las naciones modernas. Por eso son y serán recordados siempre, y en los libros y en las leyendas que manan del imaginario y la memoria colectiva de la gente, perdurarán. Por los siglos de los siglos.

Pero el resto, los millones de personas anónimas, cifras y números en las estadísticas, mano de obras y carne de consumismo, tenemos el derecho de soñar. Soñar que, en algún lugar perdido del orbe, en algún confuso rincón de la memoria evolutiva de nuestra especie, en una apartada dimensión desconocida de la realidad, quizás en otra época, algo de lo que somos y hemos dejado como testimonio de nuestra presencia fugaz en esta tierra quede impreso, en el fabuloso libro de la vida.

Como escribió Horacio, non omnis moriar. Mi obra me sobrevivirá. No moriré del todo.

30 septiembre 2006

Finis Terrae

En la inhóspita Costa de la Muerte, en lo más profundo de la misteriosa Galicia celta, se encuentra el cabo al que los romanos llamaron, Finis terrae, el Fin del Mundo.

24 septiembre 2006

20 de mayo de 1998



El hombre, sentado y acomodado ya en su asiento correspondiente de la clase business del vuelo chárter con destino a Amsterdam, sacó de su bolsillo la cartera donde guardaba su preciado tesoro: una entrada para la final de la Copa de Europa que se iba a disputar el día siguiente, el 20 de mayo de 1998, que disputaba su equipo del alma, el Real Madrid, frente a la poderosa Juve turinesa. A su lado, sus tres amigos, madridistas hasta la médula igualmente, se acomodaban en sus asientos. Común a todos ellos, el hormigueo que ya se había apoderado de ellos, un cosquilleo que les convertía a todos en un manojo de nervios. Una final de la Copa de Europa. La Final. Con mayúsculas. Ninguno de ellos se acordaba de la última victoria del Madrid en la Competición de Competiciones. Alguno, ni siquiera había nacido cuando el Madrid yé-yé, con Gento a la cabeza de una brillante generación de futbolistas españoles, levantaba la orejuda en Bruselas, la Sexta. Aquellos futbolistas habían cerrado el glorioso ciclo de victorias del Real en Europa, ciclo iniciado por un equipo mítico que está grabado con letras de oro en el imaginario colectivo de cualquier aficionado al fútbol.

Ilusión. Ése era el sentimiento que anidaba en sus corazones. Y en el de millones de madridistas que, unidos por el viejo orgullo de pertenecer al equipo más importante del mundo, impulsaban con su ánimo a su equipo. El viejo orgullo de campeones que volvía a aflorar de nuevo en la cita más vibrante a la que el madridismo puede acudir. La final de la Copa de Europa, el día en el que el equipo más laureado del mundo iba a renovar de nuevo su pacto con la Historia.

Aquel día por la noche llegaron a la capital holandesa. La Venecia del norte les recibía florida, primaveral, inundada ya por miles de tifossi juventinos y, sobretodo, de miles de hinchas madridistas que exhibían alegres y orgullosos las banderas y bufandas de su club. Se instalaron en el modesto hotel del centro de Amsterdam e, ilusionados y nerviosos, se aprestaron a dormir un poco para recibir con energías el gran día.

Inmersos en una colosal marea humana que marchaba en la misma dirección, los cuatro copañeros andaban, contentos y con ánimo, hacia la joya arquitectónica de la capital neerlandesa: el aRena de Amsterdam. El fabuloso y moderno feudo del Ajax acogía aquella final entre dos colosos del fútbol mundial. El Real Madrid volvía a jugar el partido más importante del año después de la derrota en París, en 1981, ante el Liverpool. Con un entrenador sentenciado, con un vestuario criticado y polémico que había firmado una Liga desastrosa, el Madrid se conjuró para ir superando, uno tras otro, a durísimos equipos alemanes, entre ellos el vigente campeón, para plantarse, de manera sorprendente, en la finalísima de Amsterdam. Enfrente, la Vechia Signora, el equipo más fuerte de Italia que llegaba como favorito a la final, con Zidane y Del Piero como estandartes de un equipo que los analistas preveían barrería al Madrid de Seedorf, Hierro, Panucci, Mijatovic y Raúl.

Una hora antes del partido, los cuatro amigos se acomodaron en sus localidades. Estaban en la curva de la grada donde se encontraban la mayoría de los hinchas españoles. En el graderío, la superioridad numérica era clara a favor de los madridistas. Los italianos eran menos y estaban más callados: era su tercera final de la Copa de Europa en pocos años. Los españoles, por contra, no paraban de cantar, de animar a voz en grito al club de sus amores, entonando viejos y emocionantes cánticos que ponían la carne de gallina a cualquier madridista que los estuviera escuchando. Estaban convencidos. Habían esperado 32 años para ver este momento. Era el día en el que su equipo recuperaría el cetro del fútbol europeo. Los cuatro, entusiasmados, se unieron a los cánticos. El primer gol de la final ya lo habían marcado ellos.

A la misma hora, a muchos kilómetros de distancia de allí, en España, en una modesta y humilde casa de clase media, otro hombre, el padre del aficionado que animaba a su equipo en Holanda, se sentaba en el sofá, frente al televisor. Nervioso, no había parado de dar vueltas y más vueltas por casa. Había comprado casi todos los periódicos, deportivos o no, y casi ni los había leído. Al igual que su hijo, la ilusión podía con él. Había vivido y disfrutado con el legendario Madrid de Di Stéfano, Gento, Puskas, Rial, Kopa...Y había sufrido también aquellos 32 años de frustración europea. Todas las generaciones de madridistas habían visto cómo los sucesivos equipos que siguieron en el inexorable curso de la Historia a aquel grupo de genios fabulosos se estrellaban, una y otra vez, ante equipos con la mitad de leyenda y palmarés que el Real. Una y otra vez. Y la Séptima, se iba convirtiendo, poco a poco, en un objetivo casi mítico, una obsesión instalada en el corazón del madridismo, por más Ligas, Copas y Uefas que fueran cayendo. Y ésa urgencia histórica podía ser, aquel 20 de mayo, resuelta por fin.

A su lado se sentaba su nieto, cómo no, vikingo, ataviado con su camiseta de rigor. A la espalda, el 8, y rotulado encima, un nombre: Mijatovic. El abuelo miró a su nieto y se prestó a ver un partido que no sabía todavía si podría terminar de verlo.

En el aRena de Amsterdam, una impresionante bandera española se desplegada, apoteósica, en el fondo madridista. Los cuatro amigos se miraron, conteniendo los nervios y la emoción, cuando salieron los dos equipos al terreno de juego. Con el himno, un escalofrío recorrió a padre, hijo y nieto. Empezó el partido. A cada acometida de la Juventus, por nimia que fuera, un nudo se cerraba en la boca del estómago del viejo. En Amsterdam, su hijo tenía el corazón en un puño y vibraba, saltaba, gritaba cada vez que el Madrid se acercaba a la meta de Peruzzi, o cuando Zidane sacaba la escuadra y cartabón y guiaba a los italianos hacia Ilgner. Pero la defensa aguantaba bien.

Y así, entre tensión, pasión y emoción, iban pasando los minutos. Hasta que llegó el minuto 22 de la segunda parte. Panucci sacaba de banda en los tres cuartos de cancha por la derecha del ataque blanco. Seedorf se la devolvió. El lateral subió la banda, aguantó a Pessotto, amagó con centrar, avanzó y centró al área. Los ojos del viejo, del nieto y del hijo llevaban en volandas a esa pelota. El balón sobrevoló el corazón del área italiana buscando a Morientes. Salió escopeteado hacia atrás, y en la fronal la recogió Roberto Carlos. "¡No tires!" salió de la boca del viejo, que, sentado en el borde del sofá, agitaba las manos en ademanes desesperados y echaba espumarajos por la boca. Su nieto, a su lado, parecía un zombi siguiendo sin respiración el transcurso de la jornada. Pero el brasileño tiró. El balón rebotó en un defensa y le cayó a él. No podía ser de otra forma. Mijatovic recogió la pelota, recortó magistralmente al portero y remataba a media altura con la zurda. ¡Gooooooool! El clamor tronó en Amsterdam, en España y en todo aquel sitio donde hubiera un madridista. La locura se desató sin contemplaciones en el estadio. El viejo saltó del sofá con una agilidad que creía perdida. Agarró a su nieto, lo alzó, volvió a gritar. Su hijo, en el estadio, se abrazó a cuanto veía por delante. Habían marcado. El sueño estaba más cerca.

Un rato después, mientras Sanchís honraba a su padre y levantaba, ante el éxtasis demencial de todo el madridismo, la Copa de Europa, la primera en color, una lágrima caía por la mejilla del viejo mientras su nieto saltaba y brincaba por el salón de su casa. En el campo, su hijo alzaba, orgulloso, su bufanda con el escudo de su club. En todo el estadio se alzó un grito de júbilo desmedido. En España, cientos de aficionados exultantes tomaban al asalto fuentes en las que celebraban la conquista. En Madrid, la Cibeles recibía sonriente la visita que más había esperado. 32 años. Una masa eufórica zarandeaba banderas, camisetas y bufandas al cielo estrellado de Madrid. Eran campeones. En todas las sedes y centralitas de todos los medios de comunicación de España la noticia eclipsaba cualquier otro suceso. Casi todos los pueblos de España albergaban en sus calles a grupos de hinchas felices. La Séptima ya era nuestra. Por fin. 32 años después, todos los grandes de Europa miraban desde abajo al Rey de Reyes.

Un 21 de mayo de 1998, un país entregado rendía homenaje a unos héroes que habían hecho felices a una generación de madridistas.

18 septiembre 2006

"Entonces, pelearemos a la sombra"





Leónidas, rey de Esparta, en la batalla de Las Termópilas

17 septiembre 2006

La vuelta a los orígenes

El discurrir de la Historia se asemeja singularmente a la trayectoria orbital de los planetas. Éstos, giran siguiendo su invisible e inescrutable órbita alrededor de un astro superior para, una vez terminado su recorrido, regresar al punto de partida y, inevitablemente, empezar de nuevo el cíclico viaje.
La Historia es cíclica. Hay hechos, casi siempre detalles nimios, triviales, que pasan inadvertidos para el ojo poco observador del común de los mortales. Imbuidos en una vertiginosa espiral de horarios, problemas, trabajo y locura, dejan pasar la ocasión de admirarse ante cosas que parecen del todo increíbles pero que demuestran que el ser humano forma parte de un todo inextricable, una estirpe natural dividida en un sinfín de linajes y razas que han sometido al mundo y al resto de sus habitantes, que se ha hartado de aniquilar y arrasar a sus propios congéneres, sin darse cuenta de que en el fondo todos somos los mismos, hijos de un mismo tronco, y hechos como el siguiente vienen a demostrar que, a pesar de todo, éste cúmulo de pasiones, locuras, razón, deseos, anhelos, frustaciones, fracasos, bondad y maldad que llamamos hombre quizá tenga todavía razones suficientes para seguir viviendo en este mundo.

Cuenta la leyenda que, allá por el año 1104 a.C., en el lugar en el cual Hércules venció a Gerión y separó África de Europa construyendo sus famosas Columnas, un grupo de navegantes fenicios procedentes de la lejana Tiro que lucían las enseñas de Tanit en sus velas fundaron una factoría comercial en aquel primitivo archipiélago que, siglos más tarde, se convertiría en pequeña penísula unida a tierra por un estrecho banco de arena. Los navegantes fenicios llamaron Gdr, "muro de piedra o recinto amurallado" en su lengua semita a aquella factoría. Con el paso de los años, y de los siglos, la pequeña colonia fenicia comenzó a emerger, al abrigo del floreciente comercio de estaño y cobre proveniente de las ricas rutas atlánticas y en vecindad con el mítico reino de Tartessos. Los fenicios, los mejores comerciantes del orbe y unos marinos excelentes, convirtieron a Gadir en su más esplendorosa colonia en el inexplorado y legendario territorio que los griegos llamaron Iberia, y la ciudad se fue convirtiendo paulatinamente en una referencia para griegos, romanos y cartagineses. Se irguieron templos en honor a Tanit, a Melkart... En su puerto descargaban las más necesarias y exóticas materias primas de la metrópoli, Tiro, de la que habían partido sus fundadores, y toda la colonia era un bullicioso y pintoresco microcosmos donde se podían escuchar a los marinos focenses hablar su griego asiático, a los hábiles comerciantes fenicios recontar sus mercancías en su semita particular, a los soldados de Cartago, hermanos de sangre de Fenicia, y así a representantes de todas las razas y estirpes que habitaban el fascinante Mediterráneo de la Antigüedad Clásica.

La fascinante Gadir atrajo a griegos, que la llamaron Gadeira, y luego pasaría a manos púnicas. Más tarde vendrían las poderosas águilas de Roma, y la herencia fenicia de Gades quedaría solapada por la de las diferentes culturas que se establecieron en las Columnas de Hércules, en el lugar donde el Mediterráneo se fundía con el Atlántico, pero quedando grabada de forma perenne e indeleble en el carácter y en la tradición de las gentes del sur de España.

Miles de años después, en septiembre de 2006, en la antigua metrópoli, Tiro, una guerra absurda ha destrozado el territorio de la antigua Fenicia. Una guerra entre hermanos. La ONU, como solución de emergencia, envió una fuerza internacional de interposición, los famosos cascos azules. Cientos de soldados de las naciones más poderosas de Occidente acudieron a la zona con el fin de pacificar el Líbano y amedrentar al grupo islámico Hiztbolá y controlar las acciones militares de Israel. A las playas, aeródromos y cuarteles del Líbano iban llegando progresivamente las distintas compañías y batallones de los ejércitos europeos.
Un día soleado de septiembre, todavía con los bañistas disfrutando de la calma relativa, apareció en el horizonte una flotilla de barcazas de desembarco. A medida que se iban acercando a la playa, de las barcazas descendían zodiacs, vehículos anfibios, tanquetas y soldados. Ondeando sobre todos ellos, una bandera rojigualda. Entre los cientos de soldados españoles que desembarcaban ese día en Tiro, rumbo al cuartel más próximo, se encontraba un batallón completo proveniente de San Fernando, en Cádiz. Miles de años después, los hijos de aquella tierra que fue visitada por los navegantes fenicios, los hijos de aquella ciudad nacida bajo el auspicio de Tanit, emergida de las aguas por un grupo de comerciantes semitas, volvían de nuevo a la antigua metrópolis. Mientras los soldados de Gadir, ahora Cádiz, hacían mediciones y descargaban en la playa el material de guerra bajo la atenta mirada de los habitantes de Tiro, seguramente ninguno de ellos se daría cuenta del singular detalle. Pero ahí estaban. Devolviendoles la visita, siglos más tarde, a sus padres fundadores. No podía ser de otra manera. Estaba escrito en el libro genético de la especie.
Seguramente ninguno de ellos sabe demasiado de Tiro, ni de Sidón, ni de Fenicia ni de Cartago. Pero en su carácter, en su forma de ser, en su idioma y en el fondo de su alma, la huella indeleble de aquellos hombres provenientes de las costas de Oriente Próximo está, escondida en el más inimaginable de los recodos de su ser.


Cuando aquel batallón de soldados españoles desembarcaba en Tiro, en el 2006, y los soldados saludaban a los niños libaneses más atrevidos, en el universo, allá donde mora el origen del orden natural de las cosas, un misterioso mecanismo cósmico, desconocido para todos, se puso de nuevo en movimiento.

15 septiembre 2006

Días de tierra, fútbol y compañeros

El cielo, claro, límpido, azul refulgente, con el sol en lo alto. Abajo, un patio de colegio, lleno de niños que saltan, ríen, lloran y juegan. Al lado, tras el muro bajo y la valla de metal, abierta por debajo por los niños que se colaban por ella para evitarse el rodeo largo, el campo de fútbol. La vasta extensión de albero, moteada de porterías de fútbol, de metal viejo, oxidado y endeble. Y en el albero, niños. Niños que juegan. Que corren detrás de un balón. Y ése balón. A veces remendado, parcheado, descosido. A veces nuevo e impoluto, fruto de una colecta infantil muy sufrida. A veces, simplemente, bola blanca en la que se notan las rayas ya descoloridas de lo que fuera una pelota de diseño, igual que las que los ídolos de aquellos niños usaban en la Liga cuando aquellos chiquillos se sentaban en la televisión soñando que eran estrellas de fútbol.

El día es perfecto. De postal. Cuando la sirena tocó a recreo, aquellos niños adormilados y aburridos despertaron de su letargo y salieron fulgurantes a la carrera por ver quién llegaba antes al campo de fútbol. Los bocadillos se convirtieron en frugal alimento, y antes de que hubieran pasado cinco minutos, ya estaba el balón rodando. Y ahí están ellos. Los que un día serían mayores y dejaran de jugar, y de verse. Y se olvidaran de que ése día, como tantos otros, estuvieron allí, en el patio de su colegio, jugando al fútbol. Y que corrieron, chillaron, marcaron, se tiraron al suelo, ingrávidos, despreocupados, tan sólo jugando. Libres de preocupaciones, de responsabilidades. Libres de problemas. Con la inocencia a flor de piel, con el pelo revuelto, con la cara llena de tierra, con los pantalones nuevos llenos de albero y rotos, por las rodillas, por donde ya se habían roto tantas otras veces. Con los zapatos nuevos, los que fueron comprados el día anterior por una madre harta de las súplicas de su hijo (las botas de Zidane mamá...) y que sustituían a las antiguas botas, igualmente puestas de moda por otro astro del balón, que acabaron destrozadas, reventadas por los lados y con la puntera descosida de tanto golpear aquel fabuloso objeto llamado balón, alma esencial del divino invento denominado por los hombres como Fútbol y que nos unía a todos en un sentimiento de diversión, goce y compañerismo. Divididos en equipos, con una división instintiva, natural. Cada uno se juntaba con los que la inercia les llevaba a juntarse. Sin más.
Y claro. Siempre había unos que perdían por norma, los que se partían la cara corriendo detrás de los del otro equipo, detrás de los buenos. Y los buenos casi siempre ganaban, porque eran mejores. Y los otros corrían, se lanzaban con flexibilidad de mono delante de los buenos pero era para nada. Sin embargo había otras veces, las menos, en las que los otros, los mataos, ganaban. A pesar de los fallos, de las trifulcas, de las infantiles peleas y reprimendas. Y cuando eso pasaba, al igual que cuando no, todos, en conjunto, chillándonos y retándonos para luego, nos íbamos tan contentos.

Había otras veces en las que el día era nuboso, negro como la noche, y el campo de albero aparecía ante sus ojos como un inmenso barrizal. Entonces, a pesar de las advertencias de los maestros, siempre había algunos intrépidos (casi siempre éramos los mismos) que nos lanzábamos a la aventura de intentar jugar en el barro, en el agua, en la tierra mojada y húmeda, para acabar enfangados, mojados y resfridados, pero contentos por haberlo intentado.
O aquellos otros días, de junio bien entrado, cuando a las dos de la tarde y desafiando al sol y al sentido común, nos reventábamos en unos partidos interminables bajo el calor y el sol de justicia, bañados en sudor y en la fría agua de la fuente más cercana.
O si no, aquellas tardes eternas, cuando terminaban las clases, en las que unos pocos enfermos del balón nos quedábamos para jugar esas memorables pachangas, alemanas, eliminatorias, y tantos y tantos juegos. Podría rememorar miles de recuerdos añorados, momentos igualmente perdidos, y seguramente me dejo muchos. Seguramente. Pero también, igual de seguro estoy de que todas estas vivencias han forjado, para bien o para mal, mi carácter.

Ahora, lejanos ya en el tiempo aquellos años, los recuerdos vuelven a aflorar. El olor a albero, el polvo de tierra suspenso en nubes entre nosotros, las amistades perdidas, los momentos de compañerismo y camaradería inigualables, el balón rodando entre una melé de piernas, aquellas carreras gloriosas en busca de goles imposibles, de remontadas épicas, de victorias maravillosas, todo ello vuelve a mí con fuerza. Y seguirán perviviendo en lo más recóndito de mi memoria esas tardes de invierno, de verano, de primavera y otoño, y todos los compañeros con los que alguna vez tuve la suerte de jugar a aquel deporte que nos liberaba de todo y que constituía nuestra mayor fuente de placer y diversión. Porque revivir aquellos momentos de la vida en los que corría, gritaba, ganaba y perdía (todo por nada y a la vez por todo) junto a mis amigos de la infancia y del colegio, trae hasta mí el agridulce sabor de la infancia perdida y el goze siempre añorado de la felicidad.

29 agosto 2006

Pop en movimiento


Mucho antes de que Inglaterra fabricara plastificados ídolos del fútbol, hubo un jugador de carne y hueso que representó perfectamente los excesos, las turbulencias y los cambios que generó su tiempo. Fue George Best, el chico que salió de los callejones de Cregagh, en Belfast, para convertirse en un fenómeno que trascendió la escena del fútbol. No son pocos quienes le señalan como el mejor futbolista británico, un genio a la altura de Pelé o Maradona, consideración excesiva para un jugador que sólo mantuvo tres años de brillo consistente. Tenía 22 años en 1968, cuando fue designado Balón de Oro tras conquistar la Copa de Europa con el Manchester. Era una celebridad dentro y fuera de los estadios, un futbolista con raptos geniales, intuitivo, regateador, valiente, astuto, estupendo pasador, con una arrancada incontenible y una delicada conducción de la pelota. Jugaba con los brazos pegados al cuerpo y los puños casi cerrados. Era el tobillo eléctrico y la cintura de goma lo que producía un fascinante efecto en los espectadores y un desastroso problema en sus marcadores. Pero todas estas cualidades, por raras que fueran, no le convirtieron en el ídolo singular que fue. Hubo regateadores antes que él, como Stanley Matthews, futbolistas con un dominio integral del juego, como su compañero Bobby Charlton -con quien mantuvo una difícil relación, en el mejor de los casos-, y elegantes goleadores como Jimmy Greaves o como Dennis Law. Best tenía mucho de todos ellos, pero añadía algo más: su identificación con una época vibrante. Mientras Matthews o Charlton representaban al discreto inglés de la clase trabajadora cuyas hazañas rara vez traspasaban las páginas de deportes, Best era el pop en movimiento. No sólo era un gran jugador, sino un héroe de la cultura de su tiempo. Conducía airosos deportivos, frecuentaba los clubes donde se citaban los músicos y los actores del swinging London de los años sesenta, era dueño de boutiques a la última moda, poseía una casa futurista a las afueras de Londres y no tenía rival con las mujeres: conquistador compulsivo y protagonista de desgraciados episodios de violencia. Un periódico de Lisboa le calificó como el quinto beatle después de destrozar al Benfica (1-5) en los cuartos de final de la Copa de Europa de 1966. Era verdad. El fútbol acababa de alumbrar la primera estrella pop, un ídolo masivo que interesaba a todo el mundo, el jugador que también desarrolló un nuevo personaje: el de la estrella autodestructiva que jamás alcanza su potencial como futbolista, pero que arrastra durante toda su vida una especie de poética maldita que agranda su leyenda.

Con 22 años alcanzó la cima y repentinamente comenzó su declive, alimentado por la bebida y el juego. Estaba destinado a la destrucción. Debutó con 17 años en el Manchester. A la misma edad comenzó a beber. No le ayudaron ni la fama ni la cultura del alcohol que prevalece en el fútbol británico. No le ayudó su asociación con la permisiva escena social del pop. No le ayudó la indulgencia que encontró a su alrededor. Era un rey. Podía hacer lo que quisiera. Con 24 años, cuando los jugadores entran en el apogeo de sus carreras, Best sólo era un futbolista de destellos, proyecto de juguete roto que se peleaba con los entrenadores, no acudía a los entrenamientos y comenzaba un triste peregrinaje de despedida por la serie Z del fútbol: Fulham, Stockport County, Hibernian, Dunstable Town, Los Ángeles Aztecas, San José Earthquakes y Bournemouth. La lista explica gráficamente el enorme desperdicio de talento y la inauguración de un género que se ha hecho muy relevante en dos lugares: Inglaterra y Argentina, países donde la figura del héroe caído genera una fascinación enfermiza. Es fácil asociar a Best con Maradona y bajar poco a poco los peldaños de la fama, de Paul Gascoigne a Charlie George, pasando por René Houseman en las calles de Buenos Aires o Stan Bowles delante de cualquier tugurio de apuestas en Londres. De todos ellos se contarán maravillosas historias futbolísticas y trágicos relatos personales, donde el alcohol, el juego o las drogas destrozaron sus carreras y sus vidas ante la morbosa avidez periodística. Los inadaptados siempre dan mucho juego en la prensa. Pocos lo han testimoniado mejor que Best. Después de su muerte comienza la hora del mito.



Santiago Segurola, El País, noviembre de 2005, homenaje al gran George Best

26 agosto 2006

El mañana efímero


La España de charanga y pandereta,
cerrado y sacristía,
devota de Frascuelo y de María,
de espíritu burlón y alma quieta,
ha de tener su mármol y su día,
su infalible mañana y su poeta.
El vano ayer engendrará un mañana
vacío y ¡por ventura! pasajero.
Será joven lechuzo y tarambana,
un sayón con hechuras de bolero,
a la moda de Francia realista,
un poco al uso de París pagano,
y al estilo de España especialista
en el vicio al alcance de la mano.
Esa España inferior que ora y bosteza,
vieja, tahúr, zaragatera y triste;
esa España inferior que ora y embiste,
cuando se digna a usar la cabeza,
aún tendrá luengo parto de varones
amantes de sagradas tradiciones
y de sagradas formas y maneras;
florecerán las barbas apostólicas,
y otras calvas en otras tantas calaveras
brillarán, venerables y católicas.
El vano ayer engendrará un mañana
vacío y ¡por ventura! pasajero,
la sombra de un lechuzo tarambana,
de un sayón con hechuras de bolero:
el vacuo ayer dará un mañana huero.
Como la náusea de un borracho ahíto
de vino malo, un rojo sol corona
de heces turbias las cumbres de granito;
hay un mañana estomagante escrito
en la tarde pragmática y dulzona.
Mas otra España nace,
la España del cincel y de la maza,
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza.
Una España implacable y redentora,
España que alborea
con un hacha en la mano vengadora,
España de la rabia y de la idea.



Antonio Machado, Campos de Castilla, 1916

20 agosto 2006

El Siglo de Oro


"Ya referí en otra ocasión a vuestras mercedes que, en aquel primer tercio del siglo, el pueblo de Madrid conservaba aún, pese a su picaresca natural y a su malicia, una cierta ingenuidad para esa clase de gestos en las personas reales. Ingenuidad que el tiempo y los desastres se encargaría de sustituir por desilusión, rencor y vergüenza. Pero en los años de esta historia nuestro monarca era mozo; y España, aunque ya corrompida y con llagas de muerte en el corazón, conservaba la apariencia, el relumbre y las maneras. Todavía éramos algo, y aún lo seguimos siendo cierto tiempo, hasta quedar exangües del último soldado y el último maravedí. Holanda nos odiaba, Inglaterra nos temía, el turco se andaba con pies de plomo, la Francia de Richelieu rechinaba los dientes, el Santo Padre recibía con mucho tiento a nuestros graves embajadores vestidos de negro, y toda Europa temblaba al paso de los viejos tercios que aún eran la mejor infantería del mundo, como si en las cajas de sus tambores redoblara el mismo diablo.

Y yo, que viví tales años y los que vinieron después, juro a vuestras mercedes que en aquel siglo éramos todavía lo que nadie fue jamás. Y cuando por fin se puso el sol que había alumbrado Tenochtitlán, Pavía, San Quintín y Breda, el ocaso se tiñó de rojo con nuestra sangre, pero también con la de nuestros enemigos; como el día, en Rocroi, que dejé en un francés la daga del capitán Alatriste. Convendrán vuestras mercedes en que todo ese esfuerzo y ese coraje debíamos haberlo dedicado los españoles a construir un lugar decente, en vez de malgastarlo en guerras absurdas, picarescas, corrupción, quimeras y agua bendita. Y es muy cierto. Pero yo cuento lo que hubo. Y además, no todos los pueblos son igual de razonables para elegir su conveniencia o su destino, ni igual de cínicos para justificarse después ante la Historia o ante sí mismos. En cuanto a nosotros, fuimos hombres de nuestro siglo: no escogimos nacer y vivir en aquella España, a menudo miserable y a veces magnífica, que nos tocó en suerte; pero fue la nuestra. Y ésa es la infeliz patria -o como diablos la llamen ahora- que, me guste o no, llevo en la piel, en los ojos cansados y en la memoria."



Arturo Pérez-Reverte, Limpieza de sangre, págs. 26-27

13 agosto 2006

El Fútbol


La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí.
En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que no es rentable. A nadie da de ganar esa locura que hace que el hombre sea niño por un rato, jugando como juega el niño con el globo y como juega el gato con el ovillo de lana: bailarín que danza con una pelota leve como el globo que se va al aire y el ovillo que rueda, jugando sin saber que juega, sin motivo y sin reloj y sin juez. El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores, fútbol para mirar, y el espectáculo se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar sino para impedir que se juegue. La tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza, que renuncia a la alegría, atrofia la fantasía y prohibe la osadía.
Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad.



Eduardo Galeano

09 agosto 2006

Manifiesto por Micaela: Micaela Libre


Pronto, muy pronto, el pueblo de Chipiona, una pequeña ciudad de la costa noroeste de Cádiz, asistirá impávido a la destrucción total de la última playa semi-virgen de su litoral. Un acto infame que llenará de cemento y hormigón un terreno que pertenece al pueblo de Chipiona, que es un patrimonio natural único, del que nadie tiene derecho de apropiarse, porque es de todos, es público.

Políticos vendidos, rastreros y ruines, que no sienten ni ven más allá del vil metal, que los ciega. La avaricia, el ansia de dinero y riquezas, que impulsa al hombre a cometer barbaridades contra lo más preciado que hay en este mundo: la naturaleza, madre de todas las cosas, base fundamental de nuestra propia vida.
Y todo esto, ¿por qué?
Porque, supuestamente, es necesaria una ampliación del puerto deportivo. Y esta es la gran mentira, sobre la que se escudan para perpetrar semejante infamia. La única verdad es que van a destruir un patrimonio ecológico de un valor incalculable, para constuir pantalanes y nuevos puntos de atraques. Pero ¿para los pescadores chipioneros? ¿para que ellos tengan mejores condiciones laborales y puedan desarrollar su profesión y su vida? ¿para que puedan progresar en su trabajo y puedan seguir llevando el pan a sus casas?
NO
Para que niños de papá, adinerados, gente "bien", ricos sin escrúpulos y sinvergüenzas de la misma calaña aparquen sus bonitos veleros, para que éstos tengan todas las facilidades del mundo para convertir nuestro litoral y nuestra costa en su parque de atracciones y recreo particular. Para que sigan luciendo palmito, modelitos y estulticia en las esloras de los exquisitos barcos que les compran sus papás, o para que puedan practicar deportes tan populares y accesibles para la gran mayoría como el windsurf, la vela, y demás. Para que esta gente se siga riendo de nosotros.

Y semejante tropelía, será cometida con la connivencia y la aprobación de una sarta de traidores y ladrones que no hace mucho tiempo declararon esta playa de Micaela como bien de especial interés natural o ecológico o alguna frase por el estilo. Los mismos. Los que cuando le ponen delante una bolsa de basura repleta de billetes de curso legal (o no legal) se pasan por el arco del triunfo cualquier declaración pasada.
Desarrollo sostenible, progreso ecológico, protección de los espacios naturales....toda esta parrafada volverá a ser pregonada por los mismos delincuentes que ahora permiten la destrucción de la playa de Micaela cuando se acerquen las próximas elecciones.

Chipioneros, aunque sólo sea por orgullo y amor propio, despertad. No permitáis esto. Porque si permitimos que eliminen nuestro bien más preciado, nuestro tesoro natural, lo perderemos todo. Ya nos han quitado muchas cosas. Pero la especulación inmobiliaria puede con todo.

NO a la destrucción de Micaela.
NO a esta clase política podrida e infame.
NO al robo descarado del patrimonio público.
NO a la demolición de un lugar que está en la memoria colectiva de todo un pueblo.
NO al nuevo puerto deportivo.

SÍ a la conservación y protección de Micaela.
SÍ a la regeneración de la clase política de Chipiona. Gente nueva, joven e incorrupta.
FUERA los que permiten esto

¡¡¡Chipioneros, despertad!!! ¡¡¡Salvemos Micaela!!!

Porque si finalmente cae Micaela....¿Qué será lo siguiente? ¿El pinar, para construir pistas de padel?

Y sobre todo: ¿podremos dormir con la conciencia tranquila al permitir con nuestra indiferencia que se cometa esta injusticia?

04 agosto 2006

Comandante Ché Guevara



"He nacido en la Argentina; no es un secreto para nadie. Soy cubano y también soy argentino y, si no se ofenden las ilustrísimas señorías de Latinoamérica, me siento tan patriota de Latinoamérica, de cualquier país de Latinoamérica, como el que más y, en el momento en que fuera necesario, estaría dispuesto a entregar mi vida por la liberación de cualquiera de los países de Latinoamérica, sin pedirle nada a nadie, sin exigir nada, sin explotar a nadie."

Fragmento de su Intervención en la Asamblea General de las Naciones Unidas en uso del derecho de replica el 11 de diciembre de 1964.

«¿Qué es subdesarrollo? Un enano de cabeza enorme y tórax enchido es "subdesarrollado" en cuanto a que sus débiles piernas o sus cortos brazos no articulan con el resto de su economía, es el producto de un fenómeno teratológico que ha distorsionado su desarrollo. Eso es lo que en realidad somos nosotros, los suavemente llamados "subdesarrollados", en verdad países coloniales, semicoloniales o dependientes. Somos países de economía distorsionada por la acción imperial, que ha desarrollado anormalmente las ramas industriales o agrícolas necesarias para complementar su compleja economía.»

Revista Verde Olivo, 9 de abril de 1961


«El burocratismo, evidentemente, no nace con la sociedad socialista ni es un componente obligado de ella. La burocracia estatal existía en la época de los regímenes burgueses con su cortejo de prebendas y de lacayismo, ya que a la sombra del presupuesto medraba un gran número de aprovechados que constituían la "corte" del político de turno. En una sociedad capitalista, donde todo el aparato del Estado está puesto al servicio de la burguesía, su importancia como órgano dirigente es muy pequeña y lo fundamental resulta hacerlo lo suficientemente permeable como para permitir el tránsito de los aprovechados y lo suficientemente hermético como para apresar en sus mallas al pueblo.»

Revista Cuba Socialista, La Habana, febrero de 1963, año 3, no. 18

«El camino es largo y lleno de dificultades. A veces, por extraviar la ruta, hay que retroceder; otras, por caminar demasiado aprisa, nos separamos de las masas; en ocasiones por hacerlo lentamente, sentimos el aliento cercano de los que nos pisan los talones. En nuestra ambición de revolucionarios, tratamos de caminar tan aprisa como sea posible, abriendo caminos, pero sabemos que tenemos que nutrirnos de la masa y que ésta solo podrá avanzar más rápido si la alentamos con nuestro ejemplo.»

Marcha, Montevideo, 12 de marzo de 1965

«Toda nuestra acción es un grito de guerra contra el imperialismo y un clamor por la unidad de los pueblos contra el gran enemigo del género humano: los Estados Unidos de Norteamérica. En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo, y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria.»

Tricontinental, Suplemento especial, 16 de abril de 1967.

01 agosto 2006

Desapariciones


Que alguien me diga si ha visto a mi esposo,
preguntaba la doña.
Se llama Ernesto X, tiene cuarenta años.
Trabaja de celador, en un negocio de carros.
Llevaba camisa oscura y pantalón claro.
Salió anoche, y no ha regresado,
y no sé ya qué pensar,
pues esto antes no me había pasado
ooo...

Llevo tres días
buscando a mi hermana.
Se llama Altagracia,
igual que la abuela.
Salió del trabajo pa´la escuela.
Llevaba unos Jeans y una camisa clara.
No ha sido el novio, el tipo está en su casa.
No saben de ella en la PSN, ni en el hospital
ooo...

Que alguien me diga si han visto a mi hijo.
Es estudiante de pre-medicina.
Se llama Agustín y es un buen muchacho,
a veces es terco, cuando opina.
Lo han detenido, no sé qué fuerza.
Pantalón claro, camisa a rayas,
pasó anteayer.

A dónde van los desaparecidos,
busca en el agua y en los matorrales.
Y por qué es que se desaparecen,
porque no todos somos iguales.
Y cuándo vuelve el desaparecido,
cada vez que lo trae el pensamiento.
Cómo se le habla al desaparecido,
con la emoción apretando por dentro
oh...

Clara, Clara, Clara Quiñones se llama mi madre.
Ella es, ella es un alma de Dios,
no se mete con nadie.
Y se la han llevado de testigo,
por un asunto que es nada más conmigo.
Y fui a entregarme, hoy por la tarde,
y ahora dime que no saben quién se la llevó
del cuartel.

Anoche escuché varias explosiones
patún pata patún pete
tiro de escopeta de revólver.
Carros acelerados, frenos, gritos.
Eco de botas en la calle.
Toque de puertas, por dioses, platos rotos.
Estaban dando la telenovela
por eso nadie miró pa´fuera.

A dónde van los desaparecidos,
busca en el agua y en los matorrales.
Y por qué es que se desaparecen,
porque no todos somos iguales.
Y cuándo vuelve el desaparecido,
cada vez que lo trae el pensamiento.
Cómo se le habla al desaparecido,
con la emoción apretando por dentro...



Letra y música de Rubén Blades

31 julio 2006

El Subcomandante Marcos


"Marcos es gay en San Francisco, negro en Sudáfrica, asiático en Europa, chicano en San Isidro, anarquista en España, palestino en Israel, indígena en las calles de San Cristóbal, chavo banda en Neza, rockero en CU, judío en Alemania nazi, ombudsman en la Sedena, feminista en los partidos políticos, comunista en la posguerra fría, preso en Cintalapa, pacifista en Bosnia, mapuche en los Andes, maestro de la CNTE, artista sin galería ni portafolios, ama de casa un sábado por la noche en cualquier colonia de cualquier ciudad de cualquier México, guerrillero en el México de fin del siglo XX, huelguista en la bolsa de New York, reportero de nota de relleno en interiores, machista en el movimiento feminista, mujer sola en el metro a las 10 p.m., jubilado en plantón en el Zócalo, campesino sin tierra, editor marginal, obrero desempleado, médico sin plaza, estudiante inconforme, disidente en el neoliberalismo, escritor sin libros ni lectores, y, es seguro, zapatista en el Sureste mexicano. En fin, Marcos es un ser humano cualquiera en este mundo. Marcos es todas las minorías intoleradas, oprimidas, resistiendo, explotando, diciendo "¡ya basta!" Todas las minorías a la hora de hablar y mayorías a la hora de callar y aguantar. Todos los intolerados buscando una palabra, su palabra, lo que devuelva la mayoría a los eternos fragmentados, nosotros. Todo lo que incomoda al poder y a las buenas conciencias, eso es Marcos."




Subcomandante Marcos, Comunicado del 28 de mayo de 1994

28 julio 2006

La muerte de Héctor


-"Cerca tengo la muerte funesta y no puedo evitarla, mas no quiero morir de una forma cobarde y sin gloria, sino haciendo algo grande que admiren los hombres futuros"- dijo Héctor, blandiendo la espada afilada y potente.
Se agachó para dar un gran salto como águila rauda que cae desde una nube sombría sobre la llanura y arrebata la tierna cordera o la tímida liebre; pero el Pelida Aquiles, henchido de ira, le hizo frente.
Ondeaban las crines de oro, abundantes y bellas, que Hefesto fijara en el yelmo de cuatro bollones.
Como el Véspero, el astro más bello que hay en el cielo, resplandece de noche rodeado de miles de estrellas, tal brillaba la pica que Aquiles blandía en la diestra buscando un lugar vulnerable en el cuerpo de Héctor, que cubría la armadura de bronce que vistió Patroclo.
Donde el cuello se junta a los hombros es fácil al alma perderse, le hundió a Héctor la lanza Aquiles divino, y la punta pasó el fino cuello y salió por la nuca y el héroe troyano cayó a tierra, herido de muerte.



Fragmento de la Ilíada, Homero

26 julio 2006

Soldado, guerrero, persona


" Y siempre a punto de guerra
combatieron, siempre grandes,
en Alemania y en Flandes,
en Francia y en Inglaterra.
Y se posternó la tierra
estremecida a su paso;
y simples soldados rasos,
llevaron el sol de España
desde el Oriente al Ocaso."


" Por odio y contrario afán
calumniado torpemente,
fue soldado más valiente
que prudente capitán;
Osado y antojadizo
mató, atropelló cruel
mas por Dios que no fue él,
fue su tiempo quien lo hizo. "



Fragmentos de poemas de diversos autores

La Rebelión de los justos: Acuérdate de Bastidas

El viejo, recostado sobre el pequeño catre, leía, con la luz de la lámpara de la mesita de noche alumbrándolo de perfil. En las paredes del angosto cuarto se recortaban las sombras de los muebles que inundaban la habitación. El viejo miró la hora en el reloj de pared que colgaba frente suya. Profundas arrugas surcaban el rostro del viejo, producto del paso del tiempo y, sobre todo, de la preocupación. A menudo se removía, inquieto, entre las sábanas del catre al que se veía abocado desde su terrible percance. En ese preciso instante, la puerta principal de la casa se abría y Manuel Rodríguez observaba desde su catre como su hijo Juan entraba sigiloso en la estancia, intentando no hacer demasiado ruido. Juan, después de colgar la gabardina parda en el perchero del vestíbulo, entró en el cuarto de su padre y cerró la puerta tras de sí.

Manuel Rodríguez dejó la manida y barata edición de La Catedral de Blasco Ibáñez sobre la mesita de noche e interpeló a su hijo:

-¿Qué tal ha ido todo hijo? Escuché las alarmas de los de asalto, y he estado bastante inquieto.
-Bueno, la noche ha sido bastante movidita. La Cabra loca sigue igual que siempre, padre.
-Sin duda que ese bastardo no cambiará jamás....ten cuidado Juan, ya nos llevó una vez a la tragedia, y no quisiera que aquello se repitiera.

Manuel Rodríguez recordaba todavía, como si fuera ayer mismo, los terribles sucesos del verano de 2011. Asesinatos, tropelías de todo tipo, revueltas sangrientas sofocadas a hierro y fuego por la Guardia de Asalto, y finalmente, el silencio. El silencio y el abandono progresivo de La Torre por parte de visitantes y naturales, que se iban, o no venían, huyendo del férreo control policial, de la corrupción municipal y de la amenazante y callada sombra del pasado.

-Ahora es diferente, padre. Ahora hay más voluntad de cambiar las cosas entre la gente...y más hambre también.
-Ahora la situación es mucho peor, Juan. Ahora la necesidad ahoga a los agricultores, y ese malnacido de Bastidas juega con el tiempo a su favor. Si hace diez años consiguió provocar una revuelta entre una gente que no estaba ni la mitad de desesperada que ahora, imagínate lo que puede suceder si a ese traidor se le sigue escuchando.
-Es cierto que la gente está más necesitada, pero lo que pasó ha dejado mucha huella entre el pueblo de La Torre. Muchas familias no se han recuperado de aquel palo.

El lo recordaba también, aunque sólo fuera un niño. Recordaba a su padre, sucio y ensangrentado, llegar de noche, muy tarde, a su casa, y recoger furtivamente el hatillo con ropa y comida que su madre le preparaba para pasar varios días en el refugio. Recordaba el rostro, duro y fruncido de su padre, su mirada feroz, que a veces le asustaba. Recordaba su barba de semanas enteras sin afeitar. Sobre todo recordaba sus silencios, más que nada cuando todo acabó y su padre se llevó varios meses casi sin abrir la boca, y él lo encontraba, a veces, mirando al vacío con la mirada perdida. Recordaba el pueblo en llamas. Los coches destrozados, volcados en medio de las calles. Los comercios saqueados, los edificios desolados y ardiendo. Y recordaba los muertos, tirados en las calles, o apoyados en los zaguanes de las casas humeantes. Él los había visto desde su balcón. Había visto los duros enfrentamientos entre la policía y los campesinos, y cómo una facción de éstos, liderados por Martín Bastidas, habían tomado como rehenes a cientos de veraneantes y los habían matado, en una orgía de sangre y fuego, muertos la mayoría debido al fuego cruzado entre los hombres de Bastidas y los de Asalto. Todo esto lo supo después, oyendo conversaciones entre sus familiares. Él recordaba cuando el pueblo bullía de actividad en verano, aquellos tiempos donde La Torre era un destino frecuente entre los turistas. Ahora, después de aquella masacre, el pueblo casi era un lugar fantasma, habitado por silenciosos ciudadanos que asistían incrédulos a la batalla sigilosa entre los poderosos caciques locales de la flor cortada, apoyados por la autoridad, y el campesinado explotado y hambriento.

El padre de Juan rompió el silencio:
-El ayuntamiento nos culpó a todos de aquella matanza, cuando saben perfectamente que fue Bastidas, con su séquito de dementes, los que lo hicieron todo, y los que nos llevaron a aquella revuelta inútil.
-Sí, y desde entonces los de Asalto nos controlan, nos asfixian.
-Bastidas es un traidor, y apostaría mi cabeza a que aquel acto infame e incomprensible lo hizo en entendimiento con los empresarios, con Buñuel y Grandes, estoy seguro. Nos vendió, el muy desgraciado.
-¿Estás insinuando que...
-No lo insinuo, hijo. Lo afirmo. Martín Bastidas es un traidor, nos vendió entonces, dejandonos en esta situación desesperada, y no dudará en llevarnos de nuevo a una masacre como la de entonces. Y tú, Juan Rodríguez, tienes que impedirlo. Ve, escucha, observa y aprende. Y luego, gánate al pueblo. Entonces, guíalos hasta la victoria, guíalos hasta la misma puerta de Buñuel y Grandes.

En aquel momento, Manuel Rodríguez tocó la prótesis que sustituía a su pierna derecha, y recordando el momento en el que Bastidas descargó deliberadamente el cargador de su Colt sobre ella, le dijo a su hijo:

-Y cuando todo eso ocurra, elimina a Bastidas.



Continuará....

21 julio 2006

La Rebelión de los justos: La llama que nace

-¡No es justo! ¡Esto no puede seguir así!
-¡Estamos hartos, hartos ya de tanta explotación!
-¡Hay que tomar medidas ya! ¿Vamos a perder el tiempo, mientras nuestras familias no tienen con qué comer?
En la amplia taberna donde estaban reunidos los campesinos del pueblo, éstos y otras proclamas similares se oían desde hacía tiempo. Y no era para menos. La situación era bastante complicada en La Torre, pequeño pueblo costero donde la floricultura era la única vía de subsistencia. Los agricultores, hastiados ya de las malas artes de los empresarios que se encargaban de vender sus productos en los mercados internacionales, estaban a punto de explotar.
La taberna era un maremágnum de voces y alboroto. Todos querían hablar a la vez, y muchos gritaban para hacerse oir entre la algarabía.
De entre el vocerío incesante se alzó una voz clara y firme, que fue imponiendo el silencio a la vez que exponía sus argumentos. Era Juan Rodríguez, el hijo de La Clara, el estudiante, el universitario, el joven culto e instruido en el que muchos confiaban para que guiara a la mayoría vieja y analfabeta en su lucha contra los poderosos capos locales.

-Señores, ¡silencio por favor! Comprendo muy bien lo que sentís...
-¡Tú no sabes nada, nada! ¡En la universidad no pasaste hambre tú...

El que así hablaba era Martín Bastidas, La Cabra loca, como era conocido popularmente en La Torre por sus extravagantes locuras juveniles. Aunque más asentado, rozando ya la cuarentena, Bastidas representaba la otra facción en la que se dividían los campesinos. Contraria, en los medios pero no en el fin, a la que lideraba el hijo de La Clara. Bastidas pretendía acabar por la fuerza con el régimen de explotación impuesto por los empresarios y convertir a los floricultores en autónomos, capaces de vender sus productos en el extranjero sin necesidad de intermediarios. Como Juan Rodríguez, Bastidas abogaba por la emancipación de los agricultores, algo a lo que se oponían los empresarios que actuaban de intermediarios, ya que esto sería el fin de su actividad.
Desde la gran debacle del verano de hace 10 años, cuando el turismo en La Torre acabó de forma trágica y el sector pesquero terminó con su ocaso definitivo, la flor se había convertido en la tabla de salvación de La Torre, que veía como sus jóvenes morían irremisiblemente consumidos por el alcohol y las drogas en una ciudad sin futuro. Los intermediarios se habían hecho los amos del cotarro, vendiendo la flor a precios estratosféricos en el extranjero y pagandoles a los campesinos una auténtica miseria. Éste era el quid, la causa del malestar campesino. Bastidas creía que una insurrección popular armada, que levantara patas arriba el pueblo, era la única solución viable. Rodríguez, por contra, no renegaba de ésta solución, pero creía que había que hacerse según otros medios menos agresivos, aunque no desechaba esta opción como la última y definitiva. Pero había un serio obstáculo: la autoridad, férrea desde la tragedia de hace 10 años, estaba de parte del enemigo.

-Te equivocas, Martín, te equivocas. Recuerda que me crié en una familia igual que la tuya, con las mismas privaciones. Sólo quiero que este caudal humano no se desaproveche en enfrentamientos estériles contra enemigos más poderosos...

Los ánimos estaban caldeados, porque la situación estaba rozando lo insostenible: la gente pasaba verdaderas calamidades para subsistir, y la cara de los hijos pidiendo amargamente algo de comer era una imagen que todos los allí presentes tenían clavada en los más profundo de sus almas. Había que hacer algo.
Afuera, el relente caía sobre las casas y los coches de la ciudad que dormía, tranquila, en aquella fría noche invernal, ajena a la reunión tumultuosa que se celebraba en la céntrica taberna del Americano, la Peña del Águila.

De pronto, cuando ya el reloj de la parroquia cercana tocaba la medianoche, unas alarmas rompieron la quietud nocturna, y el familiar ruido de coches a toda velocidad se fue haciendo más nítido para los conspiradores reunidos en la taberna. Juan Rodríguez interrumpió bruscamente su discurso.

-¡Los de asalto! ¡Rápido, fuera todos de aquí!

En menos de un avemaría, la Guardia de Asalto hacía acto de presencia en el local, entrando a saco, pegando, rompiendo e intimadando con saña, mientras que los alborotadores huian como podían y el Americano habilitaba una puerta trasera, especialmente pensada para estos casos. Ya fuera, mientras oía el tumulto y los gritos de rabia y dolor de los que no pudieron huir a tiempo, Juan Rodríguez salía como alma que lleva el diablo y se perdía como una flecha por el laberinto de calles del centro. Con fuego en la mirada, Juan Rodríguez sabía lo que tenían que hacer.


Continuará...

17 julio 2006

Arenas movedizas

Verano. La estación odiosa y odiada. Adorada por las masas, deseosas de tostarse al sol, mañana y tarde, sin solución de continuidad. Borregos sin criterio, cuyo único objetivo en la vida es broncearse en la arena, lucir los músculos adquiridos con arduos sudores en los gimnasios y decir incoherencias que provoquen la risa (o el ridículo) de sus congéneres, igualmente dotados por la evolución de un coeficiente intelectual similar.
Verano. El tiempo del agobio, del calor bochornoso e ineludible. Una época en la que la rutina, la monótona y aburrida rutina, se convierte en una quimera sorprendentemente añorada con nostalgia cuando, tirado en la cama, con el ventilador a pleno rendimiento y el infierno cayéndo sobre las calles sólo tímidamente visibles desde las rendijas de la persiana, en penumbra y con el cuerpo empapado en sudor, veo como el tiempo, mi tiempo, se marcha, irremediablemente, a la basura, sin empleo alguno.
Verano. Las calles, atestadas de personas que deambulan, como en un enjambre demencial, de un lado para otro, mientras que los coches, las motos y los camiones hacen de cualquier intento de llegar al centro una odisea realmente insufrible. Y por si no fuera suficiente, todo esto transcurre mientras que un velo de calor, espeso y cargado, cae sin piedad sobre la ciudad, al tiempo que, de las entrañas mismas de la tierra, surge una flama fulgurante que convierte el asfalto en una pista del Averno.
Verano. Indeseable estación que convierte cualquier retazo de sombra, por mínimo que este sea, en un cotizado lugar de descanso y alivio. Las calles principales, en el centro, son definitivamente impracticables. La gente se echa a la calle, en masa, y es de una osadía suicida intentar pasear, a pie o no, por los lugares principales.
Verano. El tiempo de la invasión de foráneos. Foráneos de medio pelo, mayormente residuos de las grandes urbes cercanas, de baja estofa en el mayor de los casos. Gente dispuesta a pasar el tiempo molestando mucho y gastando poco. Individuos sin educación, que atropellan sin miramientos a los nativos (otros nativos se dejan atropellar, previo pago) a los que conceptos como cortesía, civismo, higiene, limpieza, solidaridad, respeto o dignidad les son tan ajenos como las enseñanzas del gran sabio chino Confucio, por decir algo. Gentuza que ocupa hasta el último rincón de esta ciénaga sin futuro, ya de por sí inhabitable, y convierte el verano en algo detestable.
Verano. El tiempo, como en una clepsidra, viene y se va, sin posibilidad alguna de retorno. No hay rutinas, no hay horarios, no hay nada. Sólo queda sobrevivir en este reducto cutre y vulgar, desaprovechado, y obvservar. Obvservar cómo la gente, las personas, no se rebelan contra lo (mal) establecido. Cómo la gente deja pasar cualquier oportunidad para cambiar. Cómo la gente no se cuestiona si las cosas van bien o mal y si pueden ir mejor. Ver cómo las personas no se inquietan en conocer cómo fue para intentar intuir cómo puede ir. Cómo todo no vale para nada. En vez de eso, en vez de reclamar derechos y exigir deberes, revertir situaciones adversas, o impedir que los de siempre nos sigan tratando como rebaño, dictándonos lo que hemos de hacer, decir, vestir, pensar y creer, las personas pierden su identidad, su ser individual, y se convierten en la canalla, en la masa inculta, borrega y manipulable que ha sido siempre y se postra, (aún hoy, a pesar de todo) ante una imagen de madera o ante famosos que no son tales.
Y es en verano cuando, en medio de la travesía por el desierto que supone sobrevivir en este lodazal hirviente, todo se ve aún con más claridad. El ser (humano¿?) en toda su miseria.