25 enero 2007

Domus non habemus

Constitución española, artículo 47:

Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación.

Lamentablemente, el escenario ideal descrito en nuestra Carta Magna está muy lejos de plasmarse en una realidad tangible. Miles de personas malviven en las calles y plazas de ciudades de toda España sin tener siquiera dinero suficiente para comer.

Caminando a diario vemos recostados sobre cartones y durmiendo en soportales y aceras a personas desnutridas, ajadas, desaliñadas y sucias. Gente que sobrevive a base de migajas, alcohol y de la caridad de algunos buenos samaritanos. Indigentes, a los que la vida, tras largas peripecias, los ha abandonado sin más, abocándolos a morar en parques y plazas. Expuestos al frío a menudo mortal del crudo invierno. Al calor bochornoso del despiadado verano meridional. A la lluvia y al viento. Y, para colmo, también expuestos al vandalismo de salvajes que se divierten apaleándolos, con nocturnidad y alevosía. Valientes que luego se pavonean de sus hazañas ante débiles e indefensos.

Muchos de estos mendigos son ciudadanos españoles que una vez tuvieron familia, amigos, trabajo y salud, y que lo perdieron todo por culpa del alcohol, el juego o las drogas. Personas que se arruinaron y en su descenso a los infiernos se lo fueron dejando todo. Otros son emigrantes, venidos de cualquier parte, que no tuvieron la suerte esperada y se ven sin nada y, peor aún, lejos de su tierra y sin ninguna posibilidad de regresar. También los hay trotamundos que perdieron un día la brújula y nunca más lo volvieron a encontrar. Distinto origen pero similar destino: la calle, la soledad, la vergüenza, la humillación y la perdición.

La mayoría, hundidos en su negra miseria, no ven más allá del alimento que reciben de las casas de acogida y de la solidaridad de los voluntarios que los sostienen cotidianamente. Resignados, bajan los brazos ante su destino. No cuentan con fuerzas suficientes para emprender su regreso a la vida, a la dignidad. Encontrar un trabajo y una vivienda decente para estos hombres es muy complicado, dada su situación. La calle es una universidad que muy pocos admiten en el currículum ajeno.

El Estado, al contrario de lo que ocurre con otros dos derechos fundamentales del ciudadano, la sanidad y la educación, no garantiza, como debiera hacerlo, la gratuidad de la vivienda para las personas imposibilitadas económicamente para acceder a ella. Como mucho, establece una serie de requisitos mínimos (trabajo, familia, etc) en sus promociones de vivienda oficial. Algo insuficiente para los millones de sin techo que existen en España.

Pero hay algo que puede llevar la esperanza a estas personas. En Francia, el Consejo de Ministros ha aprobado un proyecto de ley que garantiza que los indigentes a los que les es imposible acceder a una vivienda por sus propios medios, puedan reclamarla ante los tribunales. El Estado francés promoverá la construcción de 120.000 viviendas sociales cada año, destinadas a los millones de residentes en Francia que se encuentran en situación de desamparo, mendicidad, habitando en lugares insalubres, etc. Una comisión gubernamental tramitará las peticiones y evaluará las urgencias y necesidades de los demandantes, a fin de evitar aprovechamientos. De este modo, la República Francesa vuelve a situarse en cabeza de las democracias comprometidas con las demandas y necesidades del pueblo.

Ojalá saquen sus propias conclusiones los encargados de la res publica en la piel de toro, y dirijan su mirada hacia el pueblo, soberano, y atiendan sus necesidades en vez de gastar dinero público en naderías y estupideces identitarias que sólo a algunos complacen.


Un brindis por Francia, su República y su Revolución.

18 enero 2007

Clandestinos

Son las siete de la mañana de una día cualquiera. De un invierno cualquiera, de un año cualquiera, en un puerto de cualquier ciudad del sur de España. Hace frío, muchísimo frío. Un frío húmedo, cortante, glacial, que cala hasta los huesos y se adentra en lo más hondo del cuerpo. Donde por mucho hato con que uno se arrope, tiritará.
El muelle está vacío, sólo se nota movimiento en uno de los pantalanes más alejados. Un equipo de la Cruz Roja está atendiendo a unas personas que descansan sentados en el suelo, cubiertos por mantas que se antojan insuficientes ante el número de necesitados. Al fondo, entrando por la bocana, viene lentamente una patrullera de la Guardia Civil. Junto a los sanitarios hay varios agentes, gesto cansado y mirada tensa.
La Cruz Roja no da abasto. Por lo menos cincuenta emigrantes africanos se hacinaban en la pequeña patera que dos guardias amarran a un lado del pantalán. Ahora, esos cincuenta hombres, ateridos, hipotérmicos, cansados, temerosos, miran asustados a su alrededor sin saber qué será de ellos.
Sus miradas reflejan miedo. Miedo por lo que han pasado hasta venir a Europa, por el mar turbulento que han dejado atrás. Por sus familias hambrientas que se quedaron en sus países. Y por lo que les espera cuando se los lleven del muelle de esa ciudad costera española de la que no conocen el nombre pero a la que, eso sí lo tienen claro, llegaron vivos.

Ha comenzado un nuevo año, pero la vida sigue igual bajo el sol. El goteo incesante de emigrantes clandestinos desde África hacia Europa no cesa. Miles de personas siguen jugándosela ante el océano traicionero para alcanzar su meta, su sueño: El Dorado que para ellos es España. El paraíso donde el trabajo sobra, el dinero y las posibilidades abundan. Allí donde anida su salvación, y sobre todo, la de los suyos. La puerta hacia Francia, Alemania o Inglaterra.

Guerras civiles, tiranías oligárquicas, hambre, epidemias y miseria son las causas principales que empujan a los hombres a emigrar lejos de su tierra. Ven en Occidente el edén donde prosperar. La televisión les trae las imágenes de nuestras ciudades, modernas y avanzadas. Les lleva los anuncios de coches caros y ropa de moda. Desde la caja mágica observan las evoluciones de las estrellas de nuestra Liga de fútbol. Y al igual que los bárbaros del limes en la Antigüedad, ellos también quieren disfrutar del lujo de Roma. En sus países les espera un futuro paupérrimo, repleto de sufrimientos, miseria, frustraciones y muerte en el peor de los casos. Muchos estarán obligados a trabajar la tierra durante años, inermes ante las veleidades del clima, mientras ven pudrirse sus titulaciones universitarias en un cajón, ante la mirada resignada de su familia. Y claro, todo hombre tiene el legítimo derecho a prosperar. Más vale arriesgarse a cruzar el estrecho en una patera, o llegar a Canarias en cayuco, a malvivir en sus aldeas el resto de sus vidas.

En el camino, el más antiguo de los males del hombre hace su aparición. Los valientes que se aventuran hacia Europa deben de pagar un peaje infame pero inevitable: dar los ahorros de la familia a sabandijas sin escrúpulos que se aprovechan de la necesidad del prójimo para enriquecerse. Éstos los llevan a través del desierto, hasta Ceuta, y los embarcan en una patera para que cruzen el brazo de mar que les separa de España, a cambio de un dinero desorbitado. Luego los sueltan en el mar y se desentienden de ellos como si fueran ratas.

Cuando los más afortunados consiguen sobrevivir a los peligros de la travesía, y logran poner pie en tierra española, llega quizás lo más duro: el desengaño. Esperaban una nación ideal, que les acogiera con los brazos abiertos. Esperaban encontrar el trabajo con el que soñaban. Esperaban integrarse en la vida del país de acogida. Pero se encuentran con una barrera burocrática difícil de superar, con el recelo y, a veces, la abierta hostilidad del pueblo que los recibe, y sobre todo, contemplan pasmados la realidad de un Estado que es incapaz de poner en firme las mínimas medidas de aceptación e integración para los que vienen de fuera a buscarse la vida. Han cruzado el desierto, un mar imprevisible, salvado los más inimaginables de los escollos posibles, con el deseo de incorporarse a la vida diaria de la nación que les dará de comer, y se encuentran con una sociedad que no es capaz ni siquiera de ordenarse interiormente. Y ellos, al contrario de los que están en Francia o Alemania (naciones serias, democracias consolidadas donde los emigrantes se asientan y tienen hijos que aceptan y defienden como suyas las normas que regulan la patria donde sus padres llegaron y donde ellos nacieron) se aislan de todo, se apartan en su propio guetto. El Estado no pone al servicio de los jóvenes emigrantes los recursos necesarios para que éstos tengan una educación conforme a su situación, sino que los incluye en niveles educativos avanzados, donde no entienden nada, ni aprenden nuestra lengua, crean conflictos y aumentan la incomprensión a su alrededor.

Las soluciones son complicadas, pero más aún si no existe la voluntad clara de los que mandan de arreglarlo. La emigración es tan antigua como el hombre mismo. Pero es deber de los países de acogida el regularla. Una burocracia más práctica y flexible, unas normas de convivencia elementales, leyes claras y rotundas, un código penal firme y una educación rigurosa y eficaz son las bases sobre las cuales ha de asentarse esta nueva sociedad del siglo XXI. Dentro de dos décadas, España será, con matices, el crisol de razas y culturas que hoy es Francia. Aprendamos lo mejor que cada país europeo ha aplicado en esta materia, seamos una democracia seria y firme, eduquemos a nuestra sociedad en el respeto, la tolerancia, la justicia y la fraternidad y todo irá más o menos bien. Porque en las remotas aldeas de Senegal y en las rocosas cabilas del Rif, seguirá habiendo jóvenes que sueñen con instalarse en España.

In albis


¿Por qué me habéis abandonado?