18 noviembre 2006

In Memoriam



Ha muerto el gran Ferenc Puskas. La noticia no me ha sorprendido demasiado puesto que ayer mismo conté en La Palestra del Deporte el empeoramiento en la salud del queridísimo "cañoncito pum", líder de aquella mítica orquesta húngara que revolucionara el fútbol de la época con el novedoso 4-2-4 que, entre otras cosas, desarboló a Inglaterra en Wembley por 3 goles a 6 en lo que después bautizaría The Times como "the match of the century" ("el partido del siglo"). La noticia no me ha sorprendido, pero tampoco me ha dolido menos conocerla. Puskas era un personaje realmente entrañable, un hombre con un gran sentido del humor y que solía relatar su habilidad para jugar al fútbol de forma muy parecida a como lo haría un superhéroe de la Marvel que acaba de descubrir de repente sus poderes.

Con todos mis respetos hacia la interminable pléyade de grandiosos jugadores que han pasado a lo largo de la centenaria historia madridista, Puskas ("escopeta" en húngaro) me parece uno de los componentes del triunvirato que, junto a Di Stéfano y Francisco Gento, convirtió al Real Madrid en lo que es hoy en día, un mito. A finales de los años cincuenta empezó a circular por la ciudad una leyenda según la cual Alfredo di Stéfano y "cañoncito pum" cruzaban apuestas, después de los entrenamientos y con la puerta cerrada a cal y canto, con el simple objeto de dilucidar cual de los dos era capaz de lanzar un libre directo y golpear más veces con el balón en la escuadra. Los pocos privilegiados que asistieron a aquellas memorables timbas deportivas aseguran que, aunque por poco, casi siempre ganaba Puskas con el consiguiente enfado de la "saeta rubia", a quien no gustaba perder ni a las canicas.

Cuando Puskas llegó al Madrid llevaba mucho tiempo sin jugar, demasiado. Estaba excesivamente grueso y era propietario de lo que hoy conoceríamos vulgarmente como una "tripita cervecera", pero en cuanto pilló de nuevo el tono físico la máquina empezó a carburar otra vez. Era un goleador envidiable y un futbolista de muy mal genio, de ahí que sintonizara rápidamente con el otro gran cascarrabias del equipo, Alfredo di Stéfano. Don Alfredo cuenta en sus memorias que Puskas, que no hablaba ni una gota de español, no hacía más que repetir "¡motor, motor, motor!", que quería decir correr: "como no hablaba, protestaba mucho. Hacía ademanes con la mano que eran muy comunes en los países centroeuropeos, pero que aquí sentaban muy mal a los árbitros. Yo le dije mil veces que no hiciera ese gesto con la mano, que aquí significaba mandar a alguien a tomar por..., o a freír puñetas, pero no me hacía ni caso".

No creo que sea posible volver a pasar por el estadio Santiago Bernabéu sin que alguna de sus piedras reboten el eco de aquellas palabras de Ferenc Puskas... "¡Motor, motor, motor!" Su pierna izquierda dominó durante tantos años el "planeta fútbol" que hoy resultaría imposible explicarlo sin hacer referencia a él. The Times habló del "partido del siglo" cuando Hungría desarboló a Inglaterra en el estadio de Wembley; no exagero en absoluto al afirmar que esta madrugada, en una clínica de Budapest, ha muerto el futbolista del siglo XX. La enfermedad que roba la memoria se ha llevado también al hombre, y con él se ha ido el futbolista. Hace algunos años una expedición del Madrid encabezada por Di Stéfano fue a Budapest a rendirle un homenaje a Puskas. Dijeron que a Ferenc ya le costaba mucho recordar quién había sido, qué había hecho para merecer aquello, por qué tanto alboroto. El lo habrá olvidado, pero aquí estamos nosotros para recordarlo siempre. Si es cierto eso que dicen de que un hombre no muere del todo hasta que ya nadie le recuerda, Ferenc Puskas vivirá eternamente.


Juan Manuel Rodríguez, en Libertad Digital



Homenaje del madridismo a una leyenda

09 noviembre 2006

Un relato onírico


La luz que la luna filtraba por las rendijas de la persiana, que no estaba bajada del todo, lo despertó. Se levantó dolorido, se frotó los ojos con desgana, y miró en derredor. Al principio no vio nada, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Fue hasta la silla que había cerca de la maltrecha cama, único mobiliario de la herrumbrosa habitación, y se vistió lenta y pesadamente con la ropa que colgaba de ella.
Luego, paseó por la habitación, aturdido aún por el sueño que antes había dormitado, y fue hasta el cuarto de baño. Allí se lavó la cara con agua helada, se secó y se miró el rostro, y le pareció que había envejecido cien años, con la barba de varios días que le daba un aspecto de dejadez que le pareció casi lastimero. Fue de nuevo hasta su habitación, levantó un poco la persiana y contempló absorto el paisaje de azoteas mohosas, tejados llenos de verdín y, cerca, el viejo campanario de la parroquia barroca que, impávido, dominaba los cielos de aquella noche invernal extrañamente luminosa.
Se apartó de la ventana y buscó en la cómoda la foto de su hijo, aquella en la que aparecía junto a sus padres, sonrientes todos, una tarde soleada de verano en una playa repleta de veraneantes. Aquella foto, y todo lo que en ella se representaba, le parecían tan lejanos, que casi no hubiera podido hubicarla en el tiempo. Sólo sabía que habían sido tiempos felices. Ahora, nada de aquella fascinante realidad existía. Su hijo murió, su mujer se fue y él, con sus recuerdos, su remordimiento y sus fantasmas, se fue hundiendo poco a poco en un abismo que, aquella noche, iba a conocer su fin. Metió la foto en el bolsillo trasero de su pantalón, atacado por la nostalgia. Hacía mucho que ya no lloraba.

Buscó a tientas -le habían cortado la luz hacía dos semanas por impago- la botella de ginebra que según sus cálculos debía estar en el mueble bar, que ahora, vacío, le mostraba las telarañas que evidenciaban la lejanía de tiempos sin duda mejores. No estaba allí, y siguió buscando, impasible, hasta que cayó en la cuenta de que la había dejado no hacía mucho en la desolada despensa. La agarró, se puso la única cazadora decente que todavía poseía, y se marchó, silencioso, del triste ático que habitaba en un céntrico edificio del casco antiguo de aquella ciudad costera. Bajó sigilosamente las escaleras -nunca le gustaron los ascensores, ataúdes de acero pendientes, literalmente de un hilo- y salió a la calle. Una bofetada de aire frío y cortante le pegó en pleno rostro, y un escalofrío le recorrió el espinazo. Anduvo unas cuantas calles, solitarias dadas las horas intempestivas, y llegó al pie de un monumento que coronaba la calle principal de aquella villa. Echó un vistazo de arriba abajo al oxidado monumento -una gran cruz de hierro, semejante a un aspa- y miró el mar, que se abría ante aquel balcón, tranquilo con su cadencioso oleaje.
Se sentó en el poyete, al pie de la gran cruz, sacó la botella de ginebra de su cazadora, y comenzó a beber a grandes sorbos. El primero le abrasó la garganta, al tiempo que una ráfaga de viento glacial le traía las campanadas de la cercana torre barroca que anunciaban la una de la mañana, o las dos. A cada trago que se lanzaba al coleto, pensaba. En lo que había sido su vida, exitosa y vacía hasta la muerte de su hijo, desgraciada y solitaria después de aquello. Pensaba en los sueños que una vez albergó. Viajar, viajar mucho, por todo el mundo. Salir y conocer, experimentar y vivir cosas que no le ofrecía aquel pueblucho. Eso soñaba. Soñó algún día, cuando todavía tenía ganas de soñar. Y de vivir. También quiso formar una famila, tener hijos. Lo consiguió, pero sólo artificialmente. Una felicidad virtual que se acabó cuando aquel grupo terrorista desconocido -luego supo que eran vulgares ladrones de bolsos metidos a sicarios de medio pelo- le robó la vida. Todo se vino abajo y su existencia se fue al garete. Y sus sueños comenzaron a diluirse en alcohol, como también su trabajo, y sus ahorros. Ahora nadie le quería, y los pocos amigos que le quedaban le mantenían a duras penas, entre todos, pagándole el ático que ocupaba. Eso era lo único que le quedaba, sus amigos, pero ya había decidido terminar con todo aquello.

Horas después, cuando la botella de ginebra ya sólo era una botella vacía, creyó escuchar cuatro campanadas en el reloj de la parroquia, o cinco. Sentado como estaba, intentándo mantener la verticalidad y con la vista borrosa, sacó un enorme puñal del bolsillo interior de la cazadora. Aquel puñal lo había comprado una vez, hacía mucho tiempo, en Marruecos, y no lo había usado nunca. Hasta hoy. Lo sostuvo en alto, lo observó, cerró los ojos, inclinó la cabeza al cielo y, mordiéndose los labios hasta sangrar, se lo hincó en el vientre.

En aquel preciso instante se despertó, sudoroso y sobresaltado. Respiraba trabajosamente, excitado como estaba ante aquella terrorífica pesadilla que había tenido. Se levantó y bebió un trago de agua de la botella que tenía en la cómoda. Ya estaba amaneciendo, entraba la luz del sol incipiente por las rendijas de la persiana. Se sobresaltó al ver la foto de su hijo y su mujer en la playa, la misma que había visto en sueños. De pronto oyó campanadas de la torre de la parroquia cercana. No estaban tocando las horas, era otra cosa. Le sonaba el tañido, aunque no recordaba de qué. De pronto entendió. Miró de reojo la foto que reposaba en la cómoda. Las campanas tocaban a duelo.

02 noviembre 2006

La vida es sueño


-Segismundo

¡Ay mísero de mí! ¡Y ay infelice!
Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así,
qué delito cometí
contra vosotros naciendo;
aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido.
Bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor;
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.
Sólo quisiera saber,
para apurar mis desvelos
(dejando a una parte, cielos,
el delito de nacer),
qué más os pude ofender,
para castigarme más.
¿No nacieron los demás?
Pues si los demás nacieron,
¿qué privilegios tuvieron
que yo no gocé jamás?
Nace el ave, y con las galas
que le dan belleza suma,
apenas es flor de pluma
o ramillete con alas,
cuando las etéreas salas
corta con velocidad,
negándose a la piedad
del nido que deja en calma:
¿y teniendo yo más alma, tengo menos libertad?
Nace el bruto, y con la piel
que dibujan manchas bellas,
apenas signo es de estrella,
gracias al docto pincel,
cuando, atrevido y cruel,
la humana necesidad
le enseña a tener crueldad
monstruo de su laberinto:
¿y yo, con mejor distinto,
tengo menos libertad?
Nace el pez, que no respira,
aborto de ovas y lamas,
y apenas, bajel de escamas,
sobre las ondas se mira,
cuando a todas partes gira,
midiendo la inmensidad
de tanta capacidad
como le da el centro frío:
¿y yo, con más albedrío,
tengo menos libertad?
Nace el arroyo, culebra
que entre flores se desata,
y apenas, sierpe de plata,
entre las flores se quiebra,
cuando músico celebra
de los cielos la piedad
que le dan la majestad,
el campo abierto a su ida;
¿y teniendo yo más vida, tengo menos libertad?
En llegando a esta pasión,
un volcán, un Etna hecho,
quisiera sacar del pecho
pedazos del corazón.
¿Qué ley, justicia o razón
negar a los hombres sabe,
privilegio tan süave,
excepción tan principal
que Dios le ha dado a un cristal,
a un pez, a un bruto y a un ave?

Monólogo de Segismundo, La vida es sueño, Pedro Calderón de la Barca