30 junio 2006

Prevención moral al Capitán Diego Alatriste


Si no temo perder lo que poseo,
ni deseo tener lo que no gozo,
poco de la Fortuna en mí el destrozo
valdrá, cuando me elija actor o reo.

Si no es el mal ajeno mi recreo,
ni el bien mundano causa en mí alborozo,
venir podrá la muerte sin rebozo,
que no he de huirla, si ante mí la veo.

Y tú, a salvo también de las cadenas
con que el siglo cautiva corazones,
mantente, Diego, libre de pasiones.

Y lejos de los goces y las penas,
vive Alatriste solo, si pudieres,
pues sólo para ti, si mueres, mueres.


Atribuido a Don Francisco de Quevedo

25 junio 2006

Allons enfants de la Liberté

Allons enfants de la Patrie
Le jour de gloire est arrivé !
Contre nous de la tyrannie
L'étendard sanglant est levé ! (bis)
Entendez-vous dans nos campagnes,
Mugir ces féroces soldats ?
Ils viennent jusque dans nos bras,
Égorger vos fils, vos compagnes

Refrain:


Aux armes citoyens !
Formez vos bataillons !
Marchons! marchons !
qu'un sang impur
abreuve nos sillons !


Que veut cette horde d'esclaves,
De traîtres, de rois conjurés ?
Pour qui ces ignobles entraves,
Ces fers dès longtemps préparés ? (bis)
Français ! pour nous, ah ! quel outrage !
Quels transports il doit exciter !
C'est nous qu'on ose méditer
De rendre à l'antique esclavage !

Refrain


Quoi! ces cohortes étrangères !
Feraient la loi dans nos foyers !
Quoi! ces phalanges mercenaires
Terrasseraient nos fils guerriers ! (bis)
Grand Dieu! par des mains enchaînées
Nos fronts sous le joug se ploieraient !
De vils despotes deviendraient
Les maîtres des destinées !


Refrain


Tremblez, tyrans et vous perfides
L'opprobre de tous les partis
Tremblez ! vos projets parricides
Vont enfin recevoir leurs prix ! (bis)
Tout est soldat pour vous combattre
S'ils tombent, nos jeunes héros
La France en produit de nouveaux,
Contre vous tout prêts à se battre

Refrain


Français, en guerriers magnanimes,
Portez ou retenez vos coups !
Épargnez ces tristes victimes,
A regret s'armant contre nous. (bis)
Mais le despote sanguinaire,
Mais les complices de Bouillé
Tous ces tigres qui, sans pitié,
Déchirent le sein de leur mère !...


Refrain


Amour sacré de la Patrie,
Conduis, soutiens nos bras vengeurs !
Liberté, Liberté chérie,
Combats avec tes défenseurs ! (bis)
Sous nos drapeaux, que la victoire
Accoure à tes mâles accents !
Que tes ennemis expirants
Voient ton triomphe et notre gloire !



Refrain


("Couplet des enfants")
Nous entrerons dans la carrière
Quand nos aînés n'y seront plus,
Nous y trouverons leur poussière
Et la trace de leurs vertus (bis)
Bien moins jaloux de leur survivre
Que de partager leur cercueil,
Nous aurons le sublime orgueil
De les venger ou de les suivre !


Refrain


La Marsellesa ó Canción de los Ejércitos del Rhin

A universal pintura


Porem eu cos pilotos na arenosa
praia, por vermos em que parte estou,
me detenho em tomar do sol y altura
e compassar a universal pintura...


Fragmento de Os Luisíadas, Camoens

24 junio 2006

Galope


Las tierras, las tierras, las tierras de España,
las grandes, las solas, desiertas llanuras.
Galopa, caballo cuatralbo,
jinete del pueblo,
al sol y a la luna.

¡A galopar,
a galopar,
hasta enterrarlos en el mar!

A corazón suenan, resuenan, resuenan
las tierras de España en las herraduras.
Galopa, jinete del pueblo,
caballo cuatralbo,
caballo de espuma.

¡A galopar,
a galopar,
hasta enterrarlos en el mar!

Nadie, nadie, nadie, que enfrente no hay nadie;
que es nadie la muerte si va en tu montura.
Galopa, caballo cuatralbo,
jinete del pueblo
que la tierra es tuya.

¡A galopar,
a galopar,
hasta enterrarlos en el mar!


Rafael Alberti, De un momento a otro

20 junio 2006

Termópilas


Despuntaba el alba y el cielo se abría, límpido y claro, sobre el valle de las Termópilas. Los últimos retazos de oscuridad dejaban paso ya a una nueva jornada, y el sol apuntaba ya en el horizonte con sus tímidos rayos el luminoso día que nacía sobre esa áspera y dura tierra del norte de la Hélade. En el desfiladero, en lo alto de la peña sobre la cual se instalaba el exiguo campamento lacedemonio, Leónidas, el rey de Esparta, alzaba su vista cansada sobre sus exhaustas tropas. Fatigados y duramente castigados por la constante ofensiva persa, los valientes guerreros espartanos se mantenían en pie, erguidos orgullosamente, sólo sostenidos por su abnegado valor y la fidelidad inquebrantable hacia su rey. Tras el toque de diana, el campamento se levantaba y se preparaba, silenciosamente, para afrontar el quinto día, quizás el último, de su denodada resistencia en el desfiladero de las Termópilas.

Leónidas volvió la vista hacia el frente, al horizonte no muy lejano. Allá en lontananza se divisaba, con meridiana claridad, el renacer de la actividad en el campamento persa. El monarca lacedemonio admiraba, desde su posición elevada, el fantástico paisaje: el mayor ejército jamás concebido se ponía de nuevo en marcha para, de una vez por todas, asaltar el inexpugnable reducto griego. Guerreros de todas las razas que poblaban Asia formaban un exuberante crisol de estirpes, que con sus exóticos atavíos, yelmos, escudos, carros y casacas, representaban fielmente a todos los pueblos que habitaban el magnífico y extenso imperio de Jerjes I. Leónidas observó, en el flanco derecho del campamento persa, a los Inmortales. El cuerpo de élite del ejército de Jerjes, los más temibles guerreros de toda Asia, habían sido diezmados, como toda la imponente hueste persa, por los irreductibles espartanos, y sus aliados atenienses, amén del resto de tropas auxiliares griegas que componían el reducido pero valeroso ejército al mando de Leónidas de Esparta.
Habían resistido durante cuatro días los duros embates del arrogante ejército de Jerjes I. Después de que el mismo Leónidas invitara al rey persa a buscar personalmente las armas espartanas, los persas habían arremetido con todo su ímpetu contra los griegos que defendían el desfiladero de las Termópilas. Jerjes necesitaba cruzar este paso para llegar al centro de la Hélade y someter a las polis de Beocia y el Ática, y sobre todo para saldar la deuda pendiente de Maratón con Atenas. Por eso, los atenienses habían pedido a Esparta que defendiera el paso de Termópilas, y ésta sólo había mandado allí a trescientos soldados espartanos al mando de Leónidas en una misión imposible, sacrificando a su rey por la defensa del Peloponeso. Eso lo sabía Leónidas, lo había sabido desde el principio, y aún así acató las leyes espartanas y defendió hasta la extenuación el desfiladero, a pesar del enorme desequilibrio con respecto a las fuerzas persas. Y Leónidas sabía también que ése día que veía amanecer sería el último que presenciaría en esta tierra antes de rendir cuentas en el Hades. Estaba al tanto de la delación de Efialtes, y por eso había licenciado al contingente auxiliar griego. Se quedaba sólo con sus trescientos guerreros espartanos. Lo mejor y más granado de la juventud de Esparta sería sacrificado en las Termópilas en una causa imposible, en favor de Grecia y en cumplimiento de las leyes espartanas. Pero quizás no fuera en balde el sacrificio. Quizás, con su resistencia suicida y desesperada, hubieran conseguido regalar un tiempo precioso al resto de las polis griegas para que éstas reorganizaran sus defensas.

Todo esto lo reflexionó Leónidas mientras observaba pausadamente el campamento persa, y mientras bajaba al su propio campamento, ataviado ya para la lucha. Sabía que morirían, sabía que cualquier tipo de resistencia sería absurda ante el potencial persa. Sabía que Jerjes no negociaría una rendición honrosa después de las humillaciones que aquel grupo de obstinados espartanos les había infligido. Sabía que sus hombres lo sabían. Pero era su deber, el que le había encargado la Madre Esparta, y un hijo de Esparta debía cumplir con su deber, hasta el final, y volver a la patria encima del escudo, o no volver. Así debía de ser, y así lo creía Leónidas. Había que luchar aunque todo estuviera perdido, aunque sólo fuera por la propia dignidad. Por eso, cuando bajó al campamento, espetó a sus hombres:

-Tomad un buen desayuno, pues esta noche no habrá cena.

Fue entonces cuando un joven oficial espartano le indicó a Leónidas que la capacidad de los arqueros escitas era tan grande que cuando entraban en combate "sus flechas cubrían el sol y volvían el día noche". Entonces Leónidas, estoico, arengó:

-Entonces pelearemos a la sombra.

En ese preciso instante, el sol se alzaba sobre el cielo para iluminar definitivamente la llanura que precedía al desfiladero. El ejército persa avanzaba ya en formación, en dirección a las posiciones lacedemonias. Leónidas se giró, observó a sus hombres, miró al frente y contempló el espléndido paso de los persas. Entonces pensó en su hijo, que en aquel momento debería de estar corriendo alegremente por las praderas del Taigeto, en Esparta, disfrutando de la libertad por la que su padre iba a morir.

Mediterráneo


Quizá porque mi niñez
sigue jugando en tu playa,
y escondido tras las cañas
duerme mi primer amor,
llevo tu luz y tu olor
por donde quiera que vaya,

y amontonado en tu arena,
guardo amor, juegos y penas.
Yo, que en la piel tengo el sabor
amargo del llanto eterno
que han vertido en ti cien pueblos
de Algeciras a Estambul,
para que pintes de azul
sus largas noches de invierno.

A fuerza de desventuras,
tu alma es profunda y oscura.

A tus atardeceres rojos
se acostumbraron mis ojos,
como el recodo al camino...

Soy cantor, soy embustero,
me gusta el juego y el vino,
tengo alma de marinero...

Qué le voy a hacer si yo
nací en el Mediterráneo.

Y te acercas y te vas,
después de besar mi aldea.
Jugando con la marea,
te vas pensando en volver.
Eres como una mujer,
perfumadita de brea...

Que se añora y que se quiere,
que se conoce y se teme...

Ay, si un día, para mi mal
viene a buscarme la Parca.
Empujad al mar mi barca
con un levante otoñal,
y dejad que el temporal
desgüace sus alas blancas.

Y a mí enterradme sin duelo,
entre la playa y el cielo...

En la ladera de un monte,
más alto que el horizonte,
quiero tener buena vista.

Mi cuerpo será camino,
le daré verde a los pinos,
y amarillo a la genista...

Cerca del mar, por que yo
nací en el Mediterráneo.

Joan Manuel Serrat

12 junio 2006

La fiel infantería


Aún no se había inventado la fotografía; pero aquel tipo, Velázquez, recogió el momento. Estábamos allí, engalanados como para el Corpus, y a lo lejos Breda estaba en llamas. La verdad es que nos habíamos ganado a pulso el asunto, después de ocho meses dale que te pego, tragando miseria en los parapetos; cavando trincheras, zapa va y zapa viene, con los holandeses haciendo salidas y acuchillándonos en cuanto cerrábamos un ojo. Pero allá ondeaba, en el campanario, el lienzo blanco, grande como una sábana. Al final les habíamos roto el espinazo.

Nos alinearon en el centro, capitanes delante, guardia de piqueros y mosquetes a la derecha, más o menos en orden, aupándonos sobre la punta de los pies para verle la jeta a los holandeses. El capitán Urbieta nos puso en las filas delanteras a los que teníamos la ropa menos harapienta, empeñado como estaba en que impresionásemos al enemigo con nuestra marcial apariencia. La revista de la mañana había sido un calvario: diez azotes por cada falta de aseo y descuido en la vestimenta. Como dijo Antonio Muñoz, mi paisano, para qué puñetas queremos impresionarlos más, capitán, después de que los hemos fastidiado así de bien, que hasta se rinden, los herejes. Si eso no es impresionar a esos hideputas, que baje Cristo y lo vea. Y Urbieta, la mano en el pomo de la espada, mordiéndose el bigote para mantenerse serio, recetando cinco latigazos y medio rancho para el pobre Antonio, por bocazas y por meter al hijo de Dios en estos lances.

El caso es que allí estábamos, en aquel cerro que se llamaba Vangaast o Vandaart o algo por el estilo, con una treintena de picas y otros tantos mosquetes como guardia de honor, con las banderas de los tercios y toda la parafernalia. El resto de las compañías en línea ladera abajo, la cruz de San Andrés desplegada sobre los morriones de nuestros piqueros, lanzas y más lanzas, y mosquetes, que era un gusto mirarlos hasta el llano donde estaba la artillería apuntando al valle y la ciudad. Y al fondo, difuminada y azul entre el humo de los incendios, con manchas de sol que iban y venían entre las motas grises de las fortificaciones y los edificios, Breda a nuestros pies.

Sitúense ante el cuadro y miren a los holandeses, a la izquierda del lienzo. Observen sus caras. Habían subido la cuesta despacio, tomándose su tiempo, como si los que iban a rendirse fuéramos nosotros. Y Justino de Nassau endomingado como para una boda, bajándose del caballo con cara de asistir a su propio funeral, mirando alrededor como un sonámbulo, intentando digerir la humillación mientras procuraba mantener el porte digno. Al pobre diablo le temblaba la mano que sostenía la llave de la ciudad. Algunos de sus oficiales eran muy jóvenes, demasiado para emplearlos en negocio como la guerra, crecidos en campos fértiles, con llanuras y ríos y graneros bien abastecidos, comiendo caliente desde renacuajos. Burgueses cebados y con mucho que perder. Había uno de sus cachorros, rubio e imberbe, jovencito, con casaca blanca y manos de damisela que, aunque destocado por el protocolo, miraba con desprecio nuestras botas con remiendos, las barbas mal rapadas, nuestras caras de lobos flacos, peligrosos y arrogantes. Y hasta tal punto galleaba el mozo que mi capitán Urbieta, que tenía el genio vivo, empezó a retorcerse el mostacho y a acariciar el pomo de la espada, sugiriendo una sesión privada de esgrima. Un compañero del holandés captó el gesto y, poniendo la mano en el hombro del joven oficial, lo reconvino en voz baja hasta que éste bajó los ojos humillado y furioso, a punto de romper en lágrimas. Demasiado tierno, como casi todos ellos. Así les había ido la feria.

A la derecha estamos nosotros; mi lanza es la tercera por la izquierda. En torno sonaban redobles, cascos de cabalgaduras, capitanes dando órdenes como latigazos. Y allí, descabalgando, nuestro general, con media armadura negra rematada en oro, cuello de encaje y banda carmesí, el apunte de una sonrisa en los labios, Ambrosio Spínola, el viejo zorro. Con aire de circunstancias, pero disfrutando por dentro el espectáculo. Al fin y al cabo, aquélla era su fiesta.

Lo que son las cosas de la vida. Cuando la gente se para ante el cuadro, en el museo, son Spínola y el holandés, el jovencito imberbe y la plana mayor de nuestro general, quienes acaparan todas las miradas. Nosotros sólo somos el decorado, el telón de fondo de una escena en la que hasta el caballo de don Ambrosio, sus cuartos traseros, parece tener más importancia. Y sin embargo, allí en Breda como antes en Sagunto, Las Navas, Otumba o Pavía, o después en los Arapiles, Baler, Annual o Belchite, quienes en realidad hacíamos el trabajo duro éramos nosotros. Los nombres dan igual, porque durante siglos fuimos siempre los mismos: Antonio de Úbeda, Luis de Oñate, Álvaro de Valencia, Miguel de Jaca, Juan de Cartagena... Con la España que teníamos a la espalda, no había otra solución que huir hacia adelante. Por eso éramos, qué remedio, la mejor infantería del mundo. Secos y duros como la ingrata tierra que nos parió, hechos al hambre, al sufrimiento y la miseria. Crecidos sabiendo lo que cuesta un mendrugo de pan. Viendo al padre, y al abuelo, y a los hermanos mayores, dejarse las uñas en los terrones secos, regados con más sudor que agua. A la madre silenciosa y hosca, atizando el miserable fogón. Salidos de ocho siglos de acogotar moros o de acuchillarnos entre nosotros, crueles e inocentes a un tiempo, traídos y llevados a través del tiempo y de los libros de Historia so pretexto de tantas palabras huecas, de tantos mercachifles disfrazados de patriotas, de tantas banderas a cuánto la vara de paño de Tarrasa, de tantas fanfarrias compuestas por filarmónicos héroes de retaguardia. Fíjense en nosotros: siempre al fondo y muy atrás, perdidos, anónimos como siempre, como en todos los cuadros y todos los monumentos y todas las fotos de todas las guerras. Soldados sin rostro y sin nombre, carne de cañón, de bayoneta, de trinchera. La pobre, sudorosa y fiel infantería. Después, en los primeros planos y sobre los pedestales de las estatuas siempre aparecen otros: los Spínola que nunca se manchan el jubón, y que aún tienen humor y elegancia para decirle al holandés no, don Justino, faltaría más, no se incline. Estamos entre caballeros. El resto queda para nosotros: cruzar un río helado entre la niebla, en camisa para confundirnos con la nieve, la espada entre los dientes minados por el escorbuto. Levantarse y correr ladera arriba con la metralla zumbando por todas partes, porque al capitán, aunque es una mala bestia, nos da vergüenza dejarlo ir solo. Quedarte sin municiones en la Puerta del Carmen de Zaragoza y empalmar la navaja tarareando una jotica para tragarte el miedo, mientras los gabachos se acercan para el último asalto. Hacerse a la mar porque más vale honra sin barcos, dicen, en buques de madera ante los acorazados de acero yanquis. Morir de fiebre en la manigua, degollado en Monte Arruit por la ineptitud de espadones con charreteras. O cruzar el Ebro con diecisiete años mientras la artillería te da candela, el fusil en alto y el agua por la cintura, con los compañeros yéndose río abajo mientras en la orilla los generales y los políticos posan para los fotógrafos de la prensa extranjera.

Échenle un vistazo tranquilo al lienzo, sin prisas, e intenten reconocernos. Somos la humilde parcheada piel sobre la que redobla toda esa ilustre vitola de los generales y los reyes que posan de perfil para las monedas, los cuadros y la Historia. Y cuántas veces, en los últimos doscientos o trescientos años, no habremos visto ante nosotros, mirando con fijeza hacia el modesto rincón que ocupamos en el lienzo, un rostro de campesino, de esos arrugados y curtidos por el sol como cuero viejo. Un rostro parado ante el cuadro con aire tímido y paleto, dándole vueltas a la boina o el sombrero entre las manos nudosas, encallecidas, de uñas rotas. Los ojos de un hombre indiferente a la escena central del cuadro, buscando aquí atrás, en la modesta parte derecha de la composición, al fondo, bajo las lanzas, entre nosotros, una silueta confusa, familiar. Tal vez la de aquel hijo al que una vez acompañó un trecho por el sendero que conducía al pueblo, llevándole el hato de ropa o la maleta de cartón, liándole el primer cigarro. El hijo al que, ya parado en el último recodo, vio alejarse con su pelo al rape, las alpargatas y el traje de domingo, llamado a servir al rey. Hacia una guerra lejana e incomprensible de la que no habría de volver jamás. Fíjense en el cuadro de una maldita vez. Nosotros le dimos nombre y apenas se nos ve. Nos tapan, y no es casualidad, los generales, el caballo y la bandera.

Arturo Pérez-Reverte, El Semanal, 1992

05 junio 2006

Peregrino


¿Volver? Vuelva el que tenga,
tras largos años, tras un largo viaje,
cansancio del camino y la codicia
de su tierra, su casa, sus amigos,
del amor que al regreso fiel le espere.
Mas, ¿tú? ¿Volver? Regresar no piensas,
sino seguir libre adelante,
disponible por siempre, mozo o viejo,
sin hijo que te busque, como a Ulises,
sin Ítaca que aguarde y sin Penélope
sigue, sigue adelante y no regreses,
fiel hasta el fin del camino y tu vida,
no eches de menos un destino más fácil,
tus pies sobre la tierra antes no hollada,
tus ojos frente a lo antes nunca visto.

Luis Cernuda, Desolación de la quimera

De Breda a París...


Cerraba ya la noche sobre el cielo de París. Refrescaba un poco, a pesar de estar ya bien entrado junio, y el verano. Las calles del centro, como antes la de los arrabales de la periferia, recibían, desiertas y sepulcralmente silenciosas, a los blindados oruga de la Nueve, la IX Compañía del Regimiento del Chad. Cruzaban la capital de Francia aquel 24 de junio de 1944 firmes, sin prisa pero sin pausa, conscientes de ser la avanzadilla del tan deseado y esperado ejército Aliado que vendría a expulsar de París a los alemanes. Dentro de los tanques, apiñados y expectantes, tensionados ante un posible ataque, los soldados aliados sabían que estaban entrando en la Historia. La mayoría de los componentes de la Nueve, comandada por el Capitán Dronne, eran españoles, y habían luchado contra el fascismo en la Guerra Civil y luego, exiliados y sin nada que perder, habían conducido al ejército de la Francia Libre de De Gaulle desde el corazón de África hasta los Campos Elíseos a golpe de fusil, dejandose la vida en el empeño, luchando por la Libertad en Europa, la misma Libertad que habían perdido en su patria.

Llegaron, sin contratiempos, hasta la plaza del Ayuntamiento. Por allí, para asombro de los ciudadanos franceses que asistían esperanzados al acontecimiento desde sus casas, desfilaron los carros de combate Guadalajara, Madrid, Jarama, Ebro, Teruel, Belchite, Guernica, Brunete y Don Quijote. Formaban parte de las dotaciones correspondientes a la I, II y III secciones de la IX Compañía, mandadas por un zaragozano, un madrileño, y un andaluz. Con los nombres de las célebres batallas de la guerra española en el morro y los flancos de los tanques, los spaniards habían echo fortuna en la guerra mundial, obteniendo una fama de aguerridos, intrépidos y algo temerarios a la hora de entrar en combate.

A eso de las nueve y media de la noche, el oficial madrileño Federico Moreno, junto con el andaluz Monto y el aragonés Martín Bernal, además de sus segundos, parlamentaba sobre las nuevas órdenes recibidas. Según el Alto Mando, en la calle de los Archivos, muy cerca de donde se encontraban, había un nido de resistencia alemán que debía ser abatido. Hacia allí se encaminó el Guadalajara, con tripulación extremeña. Por las cercanías del Arco del Triunfo de Napoleón y por los aledaños de los Campos Elíseos patrullaban, a bordo del Fort Star, más combatientes republicanos españoles. El primer choque con las fuerzas nazis lo sostuvo el blindado Ebro, mandado por el canario Campos y conducido por el catalán Bullosa. Ésos fueron los primeros disparos de las fuerzas aliadas en París...

En las torretas de los tanques de la Nueve, banderas tricolor, de la República añorada y perdida, ondeaban en el cielo de París. Algo inusual, ya que en el ejército de la Francia Libre sólo se permitían banderas francesas. Pero, como afirmó el Capitán Dronne y el propio De Gaulle (a quién protegerían luego en Notre-Dame los mismos spaniards), ésa era la bandera de su patria, al fin y al cabo. Hombres duros, hoscos, soberbios y aguerridos. Hombres que fueron fruto de ocho siglos de degollar moros; hechos a pelear cada palmo de tierra, cada plaza y cada villa. Españoles arrogantes y soberbios, que lucharon en Flandes, en Italia, en América, en Filipinas,...nacidos en una tierra reseca y áspera. Hombres que todo lo aguantaban en cualquier asalto, pero que no soportaban que les hablaran alto...

Los parisinos que contemplaron el desfile del destacamento de los liberadores de París afirmaron que se oyó, desde los arrabales a la Torre Eiffel, una cancioncilla simple y sencilla, alegre, y por supuesto, en la lengua de Cervantes: ¡somos rojos españoles...