20 junio 2006

Termópilas


Despuntaba el alba y el cielo se abría, límpido y claro, sobre el valle de las Termópilas. Los últimos retazos de oscuridad dejaban paso ya a una nueva jornada, y el sol apuntaba ya en el horizonte con sus tímidos rayos el luminoso día que nacía sobre esa áspera y dura tierra del norte de la Hélade. En el desfiladero, en lo alto de la peña sobre la cual se instalaba el exiguo campamento lacedemonio, Leónidas, el rey de Esparta, alzaba su vista cansada sobre sus exhaustas tropas. Fatigados y duramente castigados por la constante ofensiva persa, los valientes guerreros espartanos se mantenían en pie, erguidos orgullosamente, sólo sostenidos por su abnegado valor y la fidelidad inquebrantable hacia su rey. Tras el toque de diana, el campamento se levantaba y se preparaba, silenciosamente, para afrontar el quinto día, quizás el último, de su denodada resistencia en el desfiladero de las Termópilas.

Leónidas volvió la vista hacia el frente, al horizonte no muy lejano. Allá en lontananza se divisaba, con meridiana claridad, el renacer de la actividad en el campamento persa. El monarca lacedemonio admiraba, desde su posición elevada, el fantástico paisaje: el mayor ejército jamás concebido se ponía de nuevo en marcha para, de una vez por todas, asaltar el inexpugnable reducto griego. Guerreros de todas las razas que poblaban Asia formaban un exuberante crisol de estirpes, que con sus exóticos atavíos, yelmos, escudos, carros y casacas, representaban fielmente a todos los pueblos que habitaban el magnífico y extenso imperio de Jerjes I. Leónidas observó, en el flanco derecho del campamento persa, a los Inmortales. El cuerpo de élite del ejército de Jerjes, los más temibles guerreros de toda Asia, habían sido diezmados, como toda la imponente hueste persa, por los irreductibles espartanos, y sus aliados atenienses, amén del resto de tropas auxiliares griegas que componían el reducido pero valeroso ejército al mando de Leónidas de Esparta.
Habían resistido durante cuatro días los duros embates del arrogante ejército de Jerjes I. Después de que el mismo Leónidas invitara al rey persa a buscar personalmente las armas espartanas, los persas habían arremetido con todo su ímpetu contra los griegos que defendían el desfiladero de las Termópilas. Jerjes necesitaba cruzar este paso para llegar al centro de la Hélade y someter a las polis de Beocia y el Ática, y sobre todo para saldar la deuda pendiente de Maratón con Atenas. Por eso, los atenienses habían pedido a Esparta que defendiera el paso de Termópilas, y ésta sólo había mandado allí a trescientos soldados espartanos al mando de Leónidas en una misión imposible, sacrificando a su rey por la defensa del Peloponeso. Eso lo sabía Leónidas, lo había sabido desde el principio, y aún así acató las leyes espartanas y defendió hasta la extenuación el desfiladero, a pesar del enorme desequilibrio con respecto a las fuerzas persas. Y Leónidas sabía también que ése día que veía amanecer sería el último que presenciaría en esta tierra antes de rendir cuentas en el Hades. Estaba al tanto de la delación de Efialtes, y por eso había licenciado al contingente auxiliar griego. Se quedaba sólo con sus trescientos guerreros espartanos. Lo mejor y más granado de la juventud de Esparta sería sacrificado en las Termópilas en una causa imposible, en favor de Grecia y en cumplimiento de las leyes espartanas. Pero quizás no fuera en balde el sacrificio. Quizás, con su resistencia suicida y desesperada, hubieran conseguido regalar un tiempo precioso al resto de las polis griegas para que éstas reorganizaran sus defensas.

Todo esto lo reflexionó Leónidas mientras observaba pausadamente el campamento persa, y mientras bajaba al su propio campamento, ataviado ya para la lucha. Sabía que morirían, sabía que cualquier tipo de resistencia sería absurda ante el potencial persa. Sabía que Jerjes no negociaría una rendición honrosa después de las humillaciones que aquel grupo de obstinados espartanos les había infligido. Sabía que sus hombres lo sabían. Pero era su deber, el que le había encargado la Madre Esparta, y un hijo de Esparta debía cumplir con su deber, hasta el final, y volver a la patria encima del escudo, o no volver. Así debía de ser, y así lo creía Leónidas. Había que luchar aunque todo estuviera perdido, aunque sólo fuera por la propia dignidad. Por eso, cuando bajó al campamento, espetó a sus hombres:

-Tomad un buen desayuno, pues esta noche no habrá cena.

Fue entonces cuando un joven oficial espartano le indicó a Leónidas que la capacidad de los arqueros escitas era tan grande que cuando entraban en combate "sus flechas cubrían el sol y volvían el día noche". Entonces Leónidas, estoico, arengó:

-Entonces pelearemos a la sombra.

En ese preciso instante, el sol se alzaba sobre el cielo para iluminar definitivamente la llanura que precedía al desfiladero. El ejército persa avanzaba ya en formación, en dirección a las posiciones lacedemonias. Leónidas se giró, observó a sus hombres, miró al frente y contempló el espléndido paso de los persas. Entonces pensó en su hijo, que en aquel momento debería de estar corriendo alegremente por las praderas del Taigeto, en Esparta, disfrutando de la libertad por la que su padre iba a morir.

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