31 octubre 2006

Las cadenas montañesas

La espesa bruma que manaba aquella primaveral mañana de 1248 desde las aguas del río Guadalquivir era cortada por los afilados cascos de las naves de la poderosa escuadra castellana comandada por Ramón Bonifaz. La escuadra, compuesta por 5 galeras construidas en los astilleros de Santander y por 13 naos procedentes de varias villas de la costa cantábrica, completaba el último tramo del río al que los romanos llamaron Betis antes de llegar a Sevilla, o Isbilya, según la toponimia árabe. La flota, que era la punta de lanza del ejército del rey Fernando III de Castilla y León, tenía por misión cortar la única vía de suministros y ayuda de la ciudad asediada.

El rey Fernando, luego llamado El Santo, había rendido Córdoba, la gran capital musulmana, el símbolo del poder perdido de Al-Andalus. Había llegado como un rayo de esperanza para unificar Castilla y León y unir bajo su cetro a todas las fuerzas activas de la nobleza castellana en la lucha contra el Islam. Había reclutado un imponente ejército y había avanzado hacia el sur conquistando importantes plazas y villas en su camino hacia Córdoba y Sevilla, sus grandes objetivos. Durante todo su reinado había conquistado más tierras a los musulmanes que todos los reyes cristianos de la península desde que comenzara la Reconquista, allá por los tiempos de Don Pelayo. Ahora ansiaba dominar el valle del Guadalquivir y llegar al mar, conquistar la bahía de Cádiz y alzarse en el estrecho para cruzar las aguas hasta África y combatir a los musulmanes allende de las Columnas de Hércules. Pero para eso necesitaba ocupar Sevilla, y para eso, era necesario Ramón Bonifaz.
Oriundo de Laredo, Ramón Bonifaz era alcalde de Burgos cuando, en Jaén, se unió a la empresa conquistadora del rey Fernando. Éste, consciente de que la única manera de someter Sevilla era cortando sus comunicaciones fluviales con otros reinos musulmanes de África, le ordenó crear la Marina de Castilla para éste fin. Así pues, mientras Fernando III cercaba la ciudad por tierra y la hostigaba con escaramuzas esporádicas, Ramón Bonifaz disponía la construcción de la flota castellana en su Cantabria natal. Y para la marinería, Bonifaz levantó la leva en su tierra y reclutó a hábiles y experimentados marineros montañeses para su arriesgada empresa. Cuando todo estuvo listo, a finales de 1247, la primera escuadra real de Castilla emprendió rumbo al sur.

Allí, en el estrecho de Gibraltar, junto al peñón, le esperaba una flota musulmana costeada por el rey de Sevilla y sus aliados norteafricanos, a la cual vencieron gracias al arrojo y veteranía de los marineros cántabros. Luego remontaron el indefenso río y subieron, sin encontrar apenas resistencia, hacia las mismísimas puertas de Sevilla.

Allí se encontraban ahora, con Ramón Bonifaz a la cabeza, prestos a ejecutar el plan de ataque que el valeroso guerrero de Laredo había preparado para asestar el golpe mortal al Reino de Sevilla. En tierra, el rey Fernando esperaba ansioso con sus huestes, ansiosos por entrar en combate de una vez por todas. Antes del ataque final, y según la leyenda, el rey Fernando, un atrevido noble castellano y Ramón Bonifaz cometieron la osadía de entrar en la plaza fortificada por un portillo mal defendido, de noche y sigilosos, para recorrer la ciudad ante las narices de sus defensores y admirarse ante el magnífico alminar de la mezquita mayor de Sevilla, similar, según las crónicas, al de la mezquita de Marrakech, en Marruecos.

Tras esta proeza temeraria y heroica, Bonifaz volvió al mando de la escuadra. En Sevilla existían dos torres de vigilancia a la entrada del río en la ciudad. Una era la llamada Torre del Oro y otra, situada en la otra orilla justo en frente. Entre ambas torres, unido por unas enormes cadenas de hierro, se encontraba un inmenso puente de barcas, que los defensores musulmanes habían emplazado allí para defender la ciudad de un ataque por el río. Ante esta situación, Ramón Bonifaz, en una decisión arriesgada y temeraria, resolvió atacar con toda su flota al puente de barcas, no sin antes haber reforzado los cascos de sus barcos para el impacto con las cadenas. Los musulmanes, que no esperaban esta respuesta, asistieron atónitos al sublime impacto de la escuadra castellana contra su puente de barcas, y a la destrucción del punto más débil de su entramado defensivo.

Asediada por tierra y por el río, cercada y sin posibilidad de ser ayudada, la ciudad recibión continuas incursiones y ataque castellanos, que cada vez llegaban más lejos viendo la debilidad de sus defensores. El 23 de noviembre de 1248, el rey de Sevilla capitulaba ante Fernando III de Castilla y León y la ciudad y el valle del Guadalquivir, así como muchas villas aledañas y cercanas del Aljarafe sevillano caían en manos cristianas, siglos después. Los defensores engrosaron las filas del reino nazarí de Granada, o fueron deportados a África, o simplemente, se convirtieron en esclavos.

Ramón Bonifaz fue investido por el rey Santo como Almirante de Castilla y hoy en día, en un tiempo en el que el pueblo ha olvidado su Historia y a sus héroes, una estatua recuerda a Ramón Bonifaz, oriundo de Laredo y alcalde de Burgos, junto al rey Fernando y otros héroes olvidados frente a la gran catedral de la ciudad que conquistaron, Sevilla.

Las cadenas rotas, la flota montañesa que conquistó el Guadalquivir y la Torre del Oro, como homenaje a los intrépidos marineros cántabros, forman parte del escudo de Cantabria, de Santander y de su Historia.

17 octubre 2006

Cittá di Dio

"Fagamos un templo tal e tan grande, que los que la vieren acabada, nos tengan por locos"


Palabras del Maestro Carlí, el viernes 8 de julio de 1401, al finalizar el cabildo que decidió comenzar las obras de la Catedral de Sevilla.

10 octubre 2006

12 de octubre de 1492

Juan Rodríguez Bermejo, conocido por todos en la expedición como Rodrigo de Triana, acababa de acomodarse en el puesto de vigía de La Pinta cuando una extraña sombra en el horizonte lo sobresaltó. Trató de matar un bostezo prolongado y de aclararse la vista para observar mejor aquello. Eran las dos de la madrugadadel día 12 de octubre de 1492, sesenta y nueve días después de haber zarpado de España.
El sevillano, oriundo de Los Molinos, se colocó el catalejo en su ojo derecho y lo ajustó debidamente. Tras unos segundos de espera, soltó una exclamación de júbilo que resonó en toda la cubierta del silencioso barco. No podía ser. Tenía que estar seguro de que lo que estaba viendo era cierto. Se ajustó de nuevo el catalejo en su ojo y volvió a mirar para cerciorarse. Instantes después, ya no tenía dudas. La delgada línea brumosa que su fina vista divisaba desde el puesto de vigía de La Pinta era, sin lugar a dudas, una estrecha franja de tierra. Enseguida llenó de aire sus pulmones y su gritó se oyó como un ansiado trueno en mitad de la noche atlántica:

-¡Tierra!

De repente, desde los restantes puestos de vigilancia de las otras dos naves, los vigías repetían como un eco sinfónico la palabra que todos habían esperado desde hacía tres meses:

-¡Tierra! ¡Tierra a la vista!

Las cubiertas de La Niña, La Pinta y La Santa María se llenaron de marineros que, tras comprobar por boca de sus compañeros la buena nueva, saltaban, brincaban y chillaban de júbilo por toda la cubierta de las carabelas. Los hombres se arrodillaban en la madera de los barcos y daban gracias al cielo y a Dios. Otros descorchaban las escasas botellas de vino que quedaban en las bodegas. De todas partes se oían cánticos de jolgorio y alegría. El Almirante, tras comprobar concienzudamente con su catalejo que la franja de tierra se hacía cada vez más visible, sonrió y besó, discretamente, su medalla de la Virgen que siempre llevaba consigo. Los hermanos Pinzón, después de haber llegado en chalupa a la nao capitana desde sus barcos y tras haber conversado con el Almirante de la Mar Océana, ordenaban a los marineros que disparasen las lombardas. Con el ruido y el olor de la pólvora de las salves, algunos marineros se quedaron mirando a aquel genovés extraño y misterioso. Habían estado a punto de amotinarse contra él y tomar por la fuerza el control de la expedición, días atrás, cuando habían caído presa de la agitación y la desesperación por la escasez de víveres y la falta de resultados del viaje. Ninguno de ellos había navegado tanto tiempo sin divisar tierra. Pero ahora admiraban a aquel loco, Cristóbal Colón, que los había llevado, cumpliendo su palabra, a tierra firme.

Ajeno a la algarabía de sus hombres, y ya en su camarote, Cristóbal Colón no podía dejar de pensar en la Divina Providencia que le había puesto en su camino aquella tierra y que le había dado la oportunidad de lograr su propósito. Durante algún tiempo había llegado incluso a dudar de sí mismo y de su proyecto. Oía las murmuraciones de la marinería y, aunque tenía por seguro el apoyo de los Pinzones, le inquietaba la posibilidad de estar en un error. Se había jugado mucho, el todo por el todo, en este descabellado proyecto. Había convencido a unos reyes que acababan de conquistar Granada a los moros, después de una Reconquista de casi 800 años, y reunificar su reino para que le apoyasen en su idea de llegar a Oriente por el oeste, sin tener que doblar el cabo de Buena Esperanza ni tener que vérselas con el Turco en Costantinopla. Muchos lo habían tildado de loco. Cruzar el Mar Tenebroso.....ningún cristiano había osado adentrarse en el Atlántico más allá de las Azores. Sin embargo él sabía que había algo más. Sabía que había una tierra inmensa y fabulosa detrás de las tinieblas del océano, y él, Cristóbal Colón, iba a conquistar la gloria de su descubrimiento. Se corrigió cuando miraba por la ventana de su camarote. Ya la había conquistado.

Por la mañana, apenas el sol despuntó, el Almirante ordenó anclar muy cerca de lo que se descubrió una exhuberante bahía paradisíaca. Cuando Colón descendió a la playa junto a un grupo escogido de marineros, entre los que estaban los Pinzones, los españoles se asombraron ante la visión de un paisaje propio del edén. Recorrieron la luminosa playa de arena muy fina y blanquísima, llengado a un cerro preñado de exóticas y ladeadas palmeras y cocoteros. Allí se encontraron con un amplio grupo de indígenas, nativos de la isla que ellos llamaban Guanahaní. El Almirante de la Mar Océana parlamentó amistosamente con los indios, se intercambiaron regalos y bienes y se impresionaron los indígenas con los enormes "castillos flotantes" de los castellanos. Éstos, a su vez, se asombraron de la calidez del lugar y de la singularidad de sus gentes. Aquellos osados aventureros españoles y los tímidos y educados nativos sólo podían intuir que aquel era el fascinante y mágico momento en el que dos civilizaciones separadas por miles de leguas de océano y tierra se daban la mano por primera vez.

Delante de los indios, el Almirante hizo leer las prerrogativas por las cuales él era investido, en cumplimiento de lo acordado con Isabel y Fernando de Castilla y Aragón en las Capitulaciones de Santa Fe, Almirante de la Mar Océana y gobernador de todos los territorios por descubrir, él, y sus herederos. Allí mismo, en el mismo cerro luminoso, junto a la paradisíaca playa, hizo alzar el pendón de los Reyes de Castilla y Aragón, junto al estandarte con la cruz verde y las iniciales F e Y. Tomó posesión de la isla para el Reino de Castilla y la rebautizó con el nombre de San Salvador. A partir de ahí, todo es Historia. Nuestra Historia.


Dentro de dos días se cumplirán 514 años del Descubrimiento de América. Sirva esto como modesto homenaje a unos hombres que desafiaron a toda lógica y realizaron la mayor empresa descubridora jamás conseguida. Descubrieron un Nuevo Mundo, poniendo a disposición de Europa un territorio inexplorado, salvaje, fabuloso y rico, y abrieron la puerta de la gloria y la fama a hombres valientes y atrevidos, que, ávidos de oro y fortuna, abandonaron una vida sin futuro ni esperanza para cruzar el tenebroso océano y buscar la gloria. Derribaron imperios milenarios, exploraron selvas y ríos anchos como la mar, atravesaron desiertos, cruzaron cordilleras nevadas, conquistaron, arrasaron, descubrieron, evangelizaron y se mezclaron con los nativos, convirtieron a España en un inmenso y vasto imperio donde nunca se ponía el sol y, sobre todo, expandieron la cultura y las costumbres de nuestro país por un fascinante Nuevo Mundo.

05 octubre 2006

Un ágora fascinante llamado España


En Tot Escríuer aguestes linhes pensi que fòrça gent, ath lieger-ac, pòt considerar ésto coma ua necior. Non ei eth mèn propòsit pavonearme d'ua sapiencia que, desgraciadament, non possedisqui, ne fòrça mens. Era mia intencion ara escríuer aquiu en quauques ues de's parles e lengües dera Península la condarè mès tard ena mia lengua mairau, eth castelhan. Ara m'exprimisqui en aranés. Aguesta lengua romanç se parle ena Val d'Arán, ena Catalonha pirenaica, ena termièra damb França. Fòrça influïda peth catalan e eth castelhan, aperten ara branca des lengües occitanas, e possedís caractèr oficiau. Ei polit e agradable exprimir-se en ua lengua antica, fraia deth castelhan.


Jo vaig néixer en Chipiona, un petit poble de la costa gaditana. La meva llengua materna és el castellà, la qual jo orgullosamente considero com la "llengua més bella del món". Però això no lleva que, de cap manera, m'apassioni el coneixement d'altres llengües, sobretot si aquestes es parlen en el meu país. Atès que Espanya posseeix, gràcies a que durant gran part de la seva Història va ser plaça comuna de diverses cultures, un extens i divers acervo cultural, em sembla gairebé una obligació conèixer, almenys superficialmente, les altres llengües espanyoles. Una de les quals més em fascinen és el català. En una època polarizada i de crispació, d'auge de nacionalismes necios, ésto pot sonar a herejía, almenys per a aquells que segresten paraules massa rellevants perquè les escupin en les seves proclames pseudo-patriotas. El català, fill del llatí, és una llengua romanç que es va desenvolupar en el nord-oest d'Espanya, influïda pel francès, el castellà i l'àrab, especialment. Parlada a Balears, València i Alguer, a Sardenya, l'expansió aragonesa en el Medievo li va donar rellevància internacional.

España é fascinante. Unha mestura de paisaxes, territorios e costumes unidos por unha cultura e unha Historia común. Eu vivo no sur, en territorio andalusí. Territorio romanizado, arabizado e conquistado e repoboado polos cristiáns do norte. Pero de entre as moitas terras fabulosas e místicas do meu país, hai no norte unha terra húmida, boscosa e máxica. Poboada de druidas e meigas, unha terra onde a herdanza celta convive e nútrese do legado romano que impregna o seu territorio. Unha terra dura e fermosa, sacudida por tormentas e temporais, dedicada á pesca nas súas afiadas e agrestes costas. Un lugar que desenvolveu unha lingua románica, sibilante, ambigua como as súas xentes e bela na pronunciación. Unha lingua, a galega, que colinda coas fablas leonesas, que se separou do portugués na Idade Media e que constitúe un dos maiores patrimonios de España, e por suposto, da súa terra, Galicia.

Iparrari Areago, lur menditsu batean, helezin eta misteriotsua, vascones indomales-en lurra aurkitzen du.Bizkaia eta Gipuzkoari dagokiona zein bertako biztanlea probintziak, débilmente-a romanizar-a, zapaldu zuten inoiz ez bereber soldadu edo arabiar ez.Mendeak Lehenaldiak, Condado De Castilla-ri Reconquista-ren bastioian lurralde honi convirtiño-a haren eranste, ohorearekin sotil lerden eta adoretsuen zerbitzatu ziren habia eta ohorea, herri hispaniarren gainerakoaren haren gainerako herrikideen ondoan, batailetan, gerrak, lorpenak, porrotak eta abenturak Espainiaren izena nahasi zuen.Vascones-en mihia ia ulertezin zerbait da espainiarren gainerakoarentzat eta haren jatorria, gezurra: izan iruditzen du antzak dituen áfrico-aren iparraren bereber dialektoren batzuk, Zalantzarik Gabe araztasun etnikoaren buruzagientzat neketsu zerbait eta hatz iraingarri hori deitu arrazismo kulturala nazionalismoa.Hartatik Ez du uzten izan euskaldun izatera, edo euskara euskara, areago bitxi bat, areago misteriotsua beharbada, espainiarren altxor kulturalaren.

Finalmente, ainda que não pertença a Espanha, escrevo em português porque, além de ser a língua de um país irmão de cultura, História, venturas e desventuras, é uma língua muito influída pelo castelhano e que a sua vez determinou em grande parte a forma actual do galego, com o que compartilha um tronco comum. Língua romance, avançou, junto ao castelhano e o catalão, Península abaixo, cavalgando junto aos caballeros cristãos em sua luta contra o Islão, até chegar ao Atlántico e assentar-se na margem direita da Pele de Touro. Levada nos lábios dos conquistadores portugueses em Brasil, África e a Índia, foi falada nas trincheras de Breda e hoje em dia é um precioso veículo de comunicação entre milhões de pessoas de todo mundo.

Mi propósito al escribir en algunas de las lenguas de España, además del portugués, no es otro que reivindicar la hermosa pluralidad cultural de la que gozamos en España y que, desgraciadamente, el cainismo, analfabetismo y cerrazón de unos pocos de subnormales, nacionalistas periféricos y del pollo con alas, con el permiso de una clase política infame y ruin, está obligando al destierro paulatino. Además, es para mí un auténtico gozo asombrarme y admirar los requiebros y sorpresas que esconden estas lenguas, donde, si uno mira con el espíritu adecuado y con el ojo sagaz de la curiosidad, aún se pueden atisbar los reflejos de épocas pasadas y apasionantes, de mezclas, invasiones, temores, alegrías y desgracias, que el pueblo, en su infinita sabiduría, ha plasmado en la evolución de sus lenguas.
El castellano, el vasco, el catalán, el gallego...son lenguas españolas, patrimonio de nosotros mismos, fruto de la mezcla de culturas y razas que se citaron en este ágora común, este zoco mágico del sur de Europa, que debemos cultivar y conservar, desde el respeto y la admiración.
Y me olvido de muchos otros: la fabla aragonesa, el asturiano o bable, el navarro-aragonés, el perdido y añorado romance andalusí...

Siglos de mestizaje nos convirtieron en lo que somos, y luego nosotros lo llevamos a América, legando nuestra propia herencia cultural a aquellas mágicas y fabulosas tierras, enriqueciéndo nuestra propia cultura con el aporte ingente de un mundo nuevo. Tenemos un valioso tesoro. No dejemos que la incompetencia, la necedad, la incultura y el fanatismo acaben con él.

04 octubre 2006

Non omnis moriar



Desde los albores de la Historia, cuando el hombre nómada empezó a ser consciente de su condición racional y empezó a plasmar sus inquietudes y sensaciones en las paredes de remotas cuevas con barro y arcilla, el ser humano se viene planteando, de forma continua y metafísica, cuestiones que se revuelven inquietas e inciertas en su mente. Desde tiempo inmemorial, en cualquier época y situación, en todas las civilizaciones y en cada una de las culturas propias de la diversidad de razas y estirpes en que se divide el ser humano, preguntas sin respuesta acucian al hombre: ¿quiénes somos? ¿de donde venimos? ¿porqué estamos aquí? ¿hacia dónde vamos?

La certeza de una muerte inexorable e ineludible ha marcado al hombre siempre, y ha orientado sus pasos en la vida de forma que, en casi todas las culturas, la experiencia vital del hombre ha estado encaminada hacia una posterior vida eterna al lado de los dioses inmortales. De una forma u otra, con los preceptivos matices, ésta ha sido la idea general que ha guiado la existencia de la mayor parte de los hombres durante toda la Historia. Así pues, la muerte ha sido la referencia, el hecho natural en torno al cual el hombre lo ha vertebrado todo, en la tierra, con la esperanza de obtener la recompensa futura en los cielos.

Pero al mismo tiempo, y sobretodo cuando el hombre se encamina hacia la recta final de su vida, surge, indefectiblemente, la sensación, el deseo, el anhelo, de mirar hacia atrás y comprobar la huella que se deja en el mundo. Anida en el espíritu humano el sueño de perdurar en la memoria colectiva después de la muerte. Es algo consustancial e inherente a la condición humana. Desde la vejez, el hombre reflexiona sobre lo que deja, sobre su vida y su obra, sobre lo que hizo y pudo hacer. Alcanzar la posteridad, ser recordado de forma perenne en el imaginario colectivo de su país, o, ambición para los más osados, permanecer indeleblemente en el recuerdo, sobresalir en el caudaloso río de la Historia. Vencer a la muerte. Éste es el sueño de todo ser humano, desde la más humilde condición hasta los más altos y principales hombres de la sociedad.

Ante esta quimera, se planta, cual muralla inaccesible, la ignominia que conlleva pertenecer al común de los mortales. De los millones de habitantes del planeta tierra, sólo unos miles alcanzan una fama más o menos efímera. Y de éstos, tan sólo unos pocos alcanzan la categoría de grandes hombre, la fama universal e imperecedera. En la época actual es mucho más complicado si cabe alcanzar esa gloria eterna, ya que el tiempo de las grandes gestas, de las heroicidades épicas, de las batallas gloriosas y de las conquistas trascendentales ya pasó hace mucho. Durante el transcurso de la Historia, gentes de la más baja condición tuvieron la oportunidad de ganar guerras, liderar ejércitos, conquistar la gloria y la fama asaltando imperios a punta de lanza.

Ahora, el hombre moderno siente la resignación propia de los más humildes que durante todas las épcoas veían que, subyugados ante los privilegiados, la gloria jamás les pertenecería. Pero a diferencia de éstos, el final de la lucha entre clases como motor de la Historia les ha cerrado el paso hacia la fama imperecedera. La certeza de que, cuando la muerte nos alcanze, tan sólo seremos fríos números y nuestra memoria será olvidada en dos o tres generaciones, es inevitable. Nada de nuestra vida, nada de nuestras obras, buenas o malas, nada de lo que somos, hemos sido o seremos, será recordado cuando la última palada de tierra caiga sobre nuestra tumba. Polvo eres, y en polvo te convertirás.

Por este motivo, emperadores, reyes, emires, califas, generales, gobernantes, cardenales, obispos, conquistadores, erigieron monumentos, estatuas y lápidas conmemoratorias de sus victorias y gestas. Pero sólo a unos pocos, hombres irrepetibles y grandiosos, en sus miserias y en sus gestas, les está otorgado el don de la perpetuidad. Hombres que forjaron algo más que imperios o reinos; sentaron las bases de unas culturas, de unos caracteres propios, expandieron unas formas de vida que han perdurado per secula seculorum en la organización y en los sustratos más básicos de las naciones modernas. Por eso son y serán recordados siempre, y en los libros y en las leyendas que manan del imaginario y la memoria colectiva de la gente, perdurarán. Por los siglos de los siglos.

Pero el resto, los millones de personas anónimas, cifras y números en las estadísticas, mano de obras y carne de consumismo, tenemos el derecho de soñar. Soñar que, en algún lugar perdido del orbe, en algún confuso rincón de la memoria evolutiva de nuestra especie, en una apartada dimensión desconocida de la realidad, quizás en otra época, algo de lo que somos y hemos dejado como testimonio de nuestra presencia fugaz en esta tierra quede impreso, en el fabuloso libro de la vida.

Como escribió Horacio, non omnis moriar. Mi obra me sobrevivirá. No moriré del todo.