10 octubre 2006

12 de octubre de 1492

Juan Rodríguez Bermejo, conocido por todos en la expedición como Rodrigo de Triana, acababa de acomodarse en el puesto de vigía de La Pinta cuando una extraña sombra en el horizonte lo sobresaltó. Trató de matar un bostezo prolongado y de aclararse la vista para observar mejor aquello. Eran las dos de la madrugadadel día 12 de octubre de 1492, sesenta y nueve días después de haber zarpado de España.
El sevillano, oriundo de Los Molinos, se colocó el catalejo en su ojo derecho y lo ajustó debidamente. Tras unos segundos de espera, soltó una exclamación de júbilo que resonó en toda la cubierta del silencioso barco. No podía ser. Tenía que estar seguro de que lo que estaba viendo era cierto. Se ajustó de nuevo el catalejo en su ojo y volvió a mirar para cerciorarse. Instantes después, ya no tenía dudas. La delgada línea brumosa que su fina vista divisaba desde el puesto de vigía de La Pinta era, sin lugar a dudas, una estrecha franja de tierra. Enseguida llenó de aire sus pulmones y su gritó se oyó como un ansiado trueno en mitad de la noche atlántica:

-¡Tierra!

De repente, desde los restantes puestos de vigilancia de las otras dos naves, los vigías repetían como un eco sinfónico la palabra que todos habían esperado desde hacía tres meses:

-¡Tierra! ¡Tierra a la vista!

Las cubiertas de La Niña, La Pinta y La Santa María se llenaron de marineros que, tras comprobar por boca de sus compañeros la buena nueva, saltaban, brincaban y chillaban de júbilo por toda la cubierta de las carabelas. Los hombres se arrodillaban en la madera de los barcos y daban gracias al cielo y a Dios. Otros descorchaban las escasas botellas de vino que quedaban en las bodegas. De todas partes se oían cánticos de jolgorio y alegría. El Almirante, tras comprobar concienzudamente con su catalejo que la franja de tierra se hacía cada vez más visible, sonrió y besó, discretamente, su medalla de la Virgen que siempre llevaba consigo. Los hermanos Pinzón, después de haber llegado en chalupa a la nao capitana desde sus barcos y tras haber conversado con el Almirante de la Mar Océana, ordenaban a los marineros que disparasen las lombardas. Con el ruido y el olor de la pólvora de las salves, algunos marineros se quedaron mirando a aquel genovés extraño y misterioso. Habían estado a punto de amotinarse contra él y tomar por la fuerza el control de la expedición, días atrás, cuando habían caído presa de la agitación y la desesperación por la escasez de víveres y la falta de resultados del viaje. Ninguno de ellos había navegado tanto tiempo sin divisar tierra. Pero ahora admiraban a aquel loco, Cristóbal Colón, que los había llevado, cumpliendo su palabra, a tierra firme.

Ajeno a la algarabía de sus hombres, y ya en su camarote, Cristóbal Colón no podía dejar de pensar en la Divina Providencia que le había puesto en su camino aquella tierra y que le había dado la oportunidad de lograr su propósito. Durante algún tiempo había llegado incluso a dudar de sí mismo y de su proyecto. Oía las murmuraciones de la marinería y, aunque tenía por seguro el apoyo de los Pinzones, le inquietaba la posibilidad de estar en un error. Se había jugado mucho, el todo por el todo, en este descabellado proyecto. Había convencido a unos reyes que acababan de conquistar Granada a los moros, después de una Reconquista de casi 800 años, y reunificar su reino para que le apoyasen en su idea de llegar a Oriente por el oeste, sin tener que doblar el cabo de Buena Esperanza ni tener que vérselas con el Turco en Costantinopla. Muchos lo habían tildado de loco. Cruzar el Mar Tenebroso.....ningún cristiano había osado adentrarse en el Atlántico más allá de las Azores. Sin embargo él sabía que había algo más. Sabía que había una tierra inmensa y fabulosa detrás de las tinieblas del océano, y él, Cristóbal Colón, iba a conquistar la gloria de su descubrimiento. Se corrigió cuando miraba por la ventana de su camarote. Ya la había conquistado.

Por la mañana, apenas el sol despuntó, el Almirante ordenó anclar muy cerca de lo que se descubrió una exhuberante bahía paradisíaca. Cuando Colón descendió a la playa junto a un grupo escogido de marineros, entre los que estaban los Pinzones, los españoles se asombraron ante la visión de un paisaje propio del edén. Recorrieron la luminosa playa de arena muy fina y blanquísima, llengado a un cerro preñado de exóticas y ladeadas palmeras y cocoteros. Allí se encontraron con un amplio grupo de indígenas, nativos de la isla que ellos llamaban Guanahaní. El Almirante de la Mar Océana parlamentó amistosamente con los indios, se intercambiaron regalos y bienes y se impresionaron los indígenas con los enormes "castillos flotantes" de los castellanos. Éstos, a su vez, se asombraron de la calidez del lugar y de la singularidad de sus gentes. Aquellos osados aventureros españoles y los tímidos y educados nativos sólo podían intuir que aquel era el fascinante y mágico momento en el que dos civilizaciones separadas por miles de leguas de océano y tierra se daban la mano por primera vez.

Delante de los indios, el Almirante hizo leer las prerrogativas por las cuales él era investido, en cumplimiento de lo acordado con Isabel y Fernando de Castilla y Aragón en las Capitulaciones de Santa Fe, Almirante de la Mar Océana y gobernador de todos los territorios por descubrir, él, y sus herederos. Allí mismo, en el mismo cerro luminoso, junto a la paradisíaca playa, hizo alzar el pendón de los Reyes de Castilla y Aragón, junto al estandarte con la cruz verde y las iniciales F e Y. Tomó posesión de la isla para el Reino de Castilla y la rebautizó con el nombre de San Salvador. A partir de ahí, todo es Historia. Nuestra Historia.


Dentro de dos días se cumplirán 514 años del Descubrimiento de América. Sirva esto como modesto homenaje a unos hombres que desafiaron a toda lógica y realizaron la mayor empresa descubridora jamás conseguida. Descubrieron un Nuevo Mundo, poniendo a disposición de Europa un territorio inexplorado, salvaje, fabuloso y rico, y abrieron la puerta de la gloria y la fama a hombres valientes y atrevidos, que, ávidos de oro y fortuna, abandonaron una vida sin futuro ni esperanza para cruzar el tenebroso océano y buscar la gloria. Derribaron imperios milenarios, exploraron selvas y ríos anchos como la mar, atravesaron desiertos, cruzaron cordilleras nevadas, conquistaron, arrasaron, descubrieron, evangelizaron y se mezclaron con los nativos, convirtieron a España en un inmenso y vasto imperio donde nunca se ponía el sol y, sobre todo, expandieron la cultura y las costumbres de nuestro país por un fascinante Nuevo Mundo.

No hay comentarios: