09 noviembre 2006

Un relato onírico


La luz que la luna filtraba por las rendijas de la persiana, que no estaba bajada del todo, lo despertó. Se levantó dolorido, se frotó los ojos con desgana, y miró en derredor. Al principio no vio nada, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Fue hasta la silla que había cerca de la maltrecha cama, único mobiliario de la herrumbrosa habitación, y se vistió lenta y pesadamente con la ropa que colgaba de ella.
Luego, paseó por la habitación, aturdido aún por el sueño que antes había dormitado, y fue hasta el cuarto de baño. Allí se lavó la cara con agua helada, se secó y se miró el rostro, y le pareció que había envejecido cien años, con la barba de varios días que le daba un aspecto de dejadez que le pareció casi lastimero. Fue de nuevo hasta su habitación, levantó un poco la persiana y contempló absorto el paisaje de azoteas mohosas, tejados llenos de verdín y, cerca, el viejo campanario de la parroquia barroca que, impávido, dominaba los cielos de aquella noche invernal extrañamente luminosa.
Se apartó de la ventana y buscó en la cómoda la foto de su hijo, aquella en la que aparecía junto a sus padres, sonrientes todos, una tarde soleada de verano en una playa repleta de veraneantes. Aquella foto, y todo lo que en ella se representaba, le parecían tan lejanos, que casi no hubiera podido hubicarla en el tiempo. Sólo sabía que habían sido tiempos felices. Ahora, nada de aquella fascinante realidad existía. Su hijo murió, su mujer se fue y él, con sus recuerdos, su remordimiento y sus fantasmas, se fue hundiendo poco a poco en un abismo que, aquella noche, iba a conocer su fin. Metió la foto en el bolsillo trasero de su pantalón, atacado por la nostalgia. Hacía mucho que ya no lloraba.

Buscó a tientas -le habían cortado la luz hacía dos semanas por impago- la botella de ginebra que según sus cálculos debía estar en el mueble bar, que ahora, vacío, le mostraba las telarañas que evidenciaban la lejanía de tiempos sin duda mejores. No estaba allí, y siguió buscando, impasible, hasta que cayó en la cuenta de que la había dejado no hacía mucho en la desolada despensa. La agarró, se puso la única cazadora decente que todavía poseía, y se marchó, silencioso, del triste ático que habitaba en un céntrico edificio del casco antiguo de aquella ciudad costera. Bajó sigilosamente las escaleras -nunca le gustaron los ascensores, ataúdes de acero pendientes, literalmente de un hilo- y salió a la calle. Una bofetada de aire frío y cortante le pegó en pleno rostro, y un escalofrío le recorrió el espinazo. Anduvo unas cuantas calles, solitarias dadas las horas intempestivas, y llegó al pie de un monumento que coronaba la calle principal de aquella villa. Echó un vistazo de arriba abajo al oxidado monumento -una gran cruz de hierro, semejante a un aspa- y miró el mar, que se abría ante aquel balcón, tranquilo con su cadencioso oleaje.
Se sentó en el poyete, al pie de la gran cruz, sacó la botella de ginebra de su cazadora, y comenzó a beber a grandes sorbos. El primero le abrasó la garganta, al tiempo que una ráfaga de viento glacial le traía las campanadas de la cercana torre barroca que anunciaban la una de la mañana, o las dos. A cada trago que se lanzaba al coleto, pensaba. En lo que había sido su vida, exitosa y vacía hasta la muerte de su hijo, desgraciada y solitaria después de aquello. Pensaba en los sueños que una vez albergó. Viajar, viajar mucho, por todo el mundo. Salir y conocer, experimentar y vivir cosas que no le ofrecía aquel pueblucho. Eso soñaba. Soñó algún día, cuando todavía tenía ganas de soñar. Y de vivir. También quiso formar una famila, tener hijos. Lo consiguió, pero sólo artificialmente. Una felicidad virtual que se acabó cuando aquel grupo terrorista desconocido -luego supo que eran vulgares ladrones de bolsos metidos a sicarios de medio pelo- le robó la vida. Todo se vino abajo y su existencia se fue al garete. Y sus sueños comenzaron a diluirse en alcohol, como también su trabajo, y sus ahorros. Ahora nadie le quería, y los pocos amigos que le quedaban le mantenían a duras penas, entre todos, pagándole el ático que ocupaba. Eso era lo único que le quedaba, sus amigos, pero ya había decidido terminar con todo aquello.

Horas después, cuando la botella de ginebra ya sólo era una botella vacía, creyó escuchar cuatro campanadas en el reloj de la parroquia, o cinco. Sentado como estaba, intentándo mantener la verticalidad y con la vista borrosa, sacó un enorme puñal del bolsillo interior de la cazadora. Aquel puñal lo había comprado una vez, hacía mucho tiempo, en Marruecos, y no lo había usado nunca. Hasta hoy. Lo sostuvo en alto, lo observó, cerró los ojos, inclinó la cabeza al cielo y, mordiéndose los labios hasta sangrar, se lo hincó en el vientre.

En aquel preciso instante se despertó, sudoroso y sobresaltado. Respiraba trabajosamente, excitado como estaba ante aquella terrorífica pesadilla que había tenido. Se levantó y bebió un trago de agua de la botella que tenía en la cómoda. Ya estaba amaneciendo, entraba la luz del sol incipiente por las rendijas de la persiana. Se sobresaltó al ver la foto de su hijo y su mujer en la playa, la misma que había visto en sueños. De pronto oyó campanadas de la torre de la parroquia cercana. No estaban tocando las horas, era otra cosa. Le sonaba el tañido, aunque no recordaba de qué. De pronto entendió. Miró de reojo la foto que reposaba en la cómoda. Las campanas tocaban a duelo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Menos mal, un relato interesante que no se basa en la historia.
pero lo ke no e llegado a entender a sido lo de los terroristas? carteristas? o yokese....

Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...
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