Verano. La estación odiosa y odiada. Adorada por las masas, deseosas de tostarse al sol, mañana y tarde, sin solución de continuidad. Borregos sin criterio, cuyo único objetivo en la vida es broncearse en la arena, lucir los músculos adquiridos con arduos sudores en los gimnasios y decir incoherencias que provoquen la risa (o el ridículo) de sus congéneres, igualmente dotados por la evolución de un coeficiente intelectual similar.
Verano. El tiempo del agobio, del calor bochornoso e ineludible. Una época en la que la rutina, la monótona y aburrida rutina, se convierte en una quimera sorprendentemente añorada con nostalgia cuando, tirado en la cama, con el ventilador a pleno rendimiento y el infierno cayéndo sobre las calles sólo tímidamente visibles desde las rendijas de la persiana, en penumbra y con el cuerpo empapado en sudor, veo como el tiempo, mi tiempo, se marcha, irremediablemente, a la basura, sin empleo alguno.
Verano. Las calles, atestadas de personas que deambulan, como en un enjambre demencial, de un lado para otro, mientras que los coches, las motos y los camiones hacen de cualquier intento de llegar al centro una odisea realmente insufrible. Y por si no fuera suficiente, todo esto transcurre mientras que un velo de calor, espeso y cargado, cae sin piedad sobre la ciudad, al tiempo que, de las entrañas mismas de la tierra, surge una flama fulgurante que convierte el asfalto en una pista del Averno.
Verano. Indeseable estación que convierte cualquier retazo de sombra, por mínimo que este sea, en un cotizado lugar de descanso y alivio. Las calles principales, en el centro, son definitivamente impracticables. La gente se echa a la calle, en masa, y es de una osadía suicida intentar pasear, a pie o no, por los lugares principales.
Verano. El tiempo de la invasión de foráneos. Foráneos de medio pelo, mayormente residuos de las grandes urbes cercanas, de baja estofa en el mayor de los casos. Gente dispuesta a pasar el tiempo molestando mucho y gastando poco. Individuos sin educación, que atropellan sin miramientos a los nativos (otros nativos se dejan atropellar, previo pago) a los que conceptos como cortesía, civismo, higiene, limpieza, solidaridad, respeto o dignidad les son tan ajenos como las enseñanzas del gran sabio chino Confucio, por decir algo. Gentuza que ocupa hasta el último rincón de esta ciénaga sin futuro, ya de por sí inhabitable, y convierte el verano en algo detestable.
Verano. El tiempo, como en una clepsidra, viene y se va, sin posibilidad alguna de retorno. No hay rutinas, no hay horarios, no hay nada. Sólo queda sobrevivir en este reducto cutre y vulgar, desaprovechado, y obvservar. Obvservar cómo la gente, las personas, no se rebelan contra lo (mal) establecido. Cómo la gente deja pasar cualquier oportunidad para cambiar. Cómo la gente no se cuestiona si las cosas van bien o mal y si pueden ir mejor. Ver cómo las personas no se inquietan en conocer cómo fue para intentar intuir cómo puede ir. Cómo todo no vale para nada. En vez de eso, en vez de reclamar derechos y exigir deberes, revertir situaciones adversas, o impedir que los de siempre nos sigan tratando como rebaño, dictándonos lo que hemos de hacer, decir, vestir, pensar y creer, las personas pierden su identidad, su ser individual, y se convierten en la canalla, en la masa inculta, borrega y manipulable que ha sido siempre y se postra, (aún hoy, a pesar de todo) ante una imagen de madera o ante famosos que no son tales.
Y es en verano cuando, en medio de la travesía por el desierto que supone sobrevivir en este lodazal hirviente, todo se ve aún con más claridad. El ser (humano¿?) en toda su miseria.
17 julio 2006
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2 comentarios:
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