05 julio 2006

El desastre del 98


Eran ya las cuatro de la tarde cuando la escuadra española enfilaba el camino hacia la angosta estrechura que formaba la bocana natural del puerto de Santiago de Cuba. Uno detrás de otro, los tres cruceros reforzados Infanta María Teresa, Vizcaya, Almirante Oquendo, el crucero acorazado Cristóbal Colón y los contra-torpederos Furor y Plutón marchaban, distanciados entre sí, hacia su terrible destino. En aquel desgraciado 3 de julio de 1898, el mundo contemplaría la última acción de guerra de la otrora gloriosa Marina de Guerra española.
En la madrugada de ese mismo día, fondeados en el muelle de Santiago y con la plaza sitiada por los insurrectos cubanos, el Almirante Cervera había recibido el telegrama definitivo del gobierno de la metrópoli. Había que salir y plantar batalla a la escuadra norteamericana que formaba, a la espera, detrás de la bocana del puerto, en la bahía de Santiago. Cervera comunicó de inmediato la orden a sus oficiales. La situación era desesperada. La escuadra española, vetusta y obsoleta, la componían barcos de madera, con una ínfima dotación de artillería, pobre y anticuada. Por contra, la flota estadounidense, moderna y debidamente preparada, estaba compuesta por unos magníficos buques de guerra totalmente abastecidos y pertrechados, y contaban con la más puntera artillería, con un alcance colosal. En definitiva, no había nada que hacer. Salir al combate era marchar hacia una muerte segura, y una derrota definitiva. Pero las órdenes eran ésas. Más vale honra sin barcos, que barcos sin honra. Además la situación se complicaba en Santiago, donde el cerco era cada vez más estrecho y la ciudad amenazaba con caer en manos enemigas. Así pues, el Almirante Cervera dispuso la salida en combate para el día siguiente. Alea Iacta Est. La suerte estaba echada para los últimos soldados que defenderían la bandera de la Patria en el Nuevo Mundo.

Fuera, en la bahía, preparados para la carnicería, se disponían, en perfecta línea de combate, los modernos acorazados de combate USS Iowa, USS Indiana y el USS Oregon, el crucero acorazado USS Texas, los cruceros reforzados USS Brooklyn y USS New York, el cañonero USS Ericksson y los tres cruceros auxiliares USS Gloucester, USS Resolute y USS Vixen. Todos comandados por el Comodoro Schley, en ausencia del Almirante Sampson, que se encontraba en tierra. Una impresionante flota preparada para aniquilar a la inferior pero orgullosa escuadra española.
El primero en salir fue el Teresa, el buque insignia, donde se encontraba Cervera. Uno a uno, los buques españoles, en clara inferioridad, se veían ametrallados sin piedad por los arrogantes acorazados yankees. La carnicería fue total. Entre amasijos de hierro y madera, los españoles aguantaban como buenamente podían el aluvión de metralla y fuego que le infligían los inalcanzables y poderosos buques americanos. Los barcos empezaban a arder, se deshacían entre los lamentos de unos hombres que nada podían hacer. Los restos del mayor Imperio que jamás vieron los tiempos, aquel donde nunca se ponía el sol, eran triturados por la nueva y orgullosa potencia, la joven y arrogante América, el nuevo imperio que nacía al norte del Nuevo Mundo. Uno tras otro, con numerosas vías de agua y enormes daños, los buques hispanos, los últimos guerreros del Imperio, orgullosos y duros, gloria de las Españas y amos del mundo durante siglos, empezaron a derivar hacia la costa, embarrancando, intentando la inexperta marinería alcanzar la playa y refugiarse en la espesura de la selva. El Cristóbal Colón, el más rápido y moderno de la flota española, consiguió escabullirse de la matanza y ganó varias leguas de distancia, debido al carbón inglés que utilizaba como combustible. Pero el carbón inglés se acabó, y con él la ventaja de Cristóbal Colón. Alcanzado por los buques americanos, rodeado y condenado, embarrancó, poniendo fin a la lamentable jornada bélica, fatídica en la Historia de España. El último día de España en América.

Horas después, tras la batalla, cientos de hombres consiguieron llegar a nado, o en botes , a las playas linderas a Santiago. Exhaustos, deshechos, hambrientos, doloridos, heridos, los tripulantes de la desgraciada escuadra del Almirante Cervera que no habían sido capturados por el enemigo se debatían ahora entre la vida y la muerte, algunos, y entre la amargura y la supervivencia, los más. Tirados en la playa, sentados bajo los árboles, doliéndose de las heridas, con la mirada perdida en el infinito, viendo cómo los despojos del Imperio que el viejo león hispano le había arrebatado sólo al mundo se perdían para siempre, los hombres allí presentes presenciaban el fin de una era. Campesinos, hijos del proletariado, provenientes de los más humildes y míseros estractos sociales de aquella desgraciada España, aquellos hombres estaban allí porque no habían tenido el dinero suficiente como para comprar la licencia que los eximiera de prestar el servicio en Cuba. Eran, como siempre había sido en la triste Historia de España, la carne de cañón de siempre. Los hijos del pueblo, los que defendían monarquías, fe y soberanías, conceptos sobre los que discutían los amantes de la retórica en salones acomodados, donde nunca faltaban los lujos y las comodidades. Conceptos que luego, el pueblo, el de siempre, tenía que defender con la vida de sus hijos en guerras lejanas, en batallas estériles donde nada se les había perdido.

Pronto, aquellos hombres que vestían harapos o simplemente iban desnudos, tendrían que internarse en la selva, soportando el infernal calor tropical, para no ser capturados como presos de guerra. Mientras, en España, los ministros, diputados y senadores que los habían mandado irresponsablemente a una muerte segura, los que habían ordenado a Cervera salir en busca de la escuadra norteamericana, disfrutaban de una exquisita corrida de toros en Madrid. Una tarde realmente espléndida, donde las familias de bien, las que no tenían que enviar a sus hijos a Cuba a defender a la Patria con la que se les llenaba la boca, disfrutaban de una gran tarde de toros, luciendo los nuevos modelos traídos desde la opulenta y moderna París. Lejos de allí, en las playas de Santiago, los leones de Iberia, humildes y analfabetos, pobres pero orgullosos, buscaban con la mirada angustiada, en el mar, el camino que les llevara de vuelta a España.

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