17 septiembre 2006

La vuelta a los orígenes

El discurrir de la Historia se asemeja singularmente a la trayectoria orbital de los planetas. Éstos, giran siguiendo su invisible e inescrutable órbita alrededor de un astro superior para, una vez terminado su recorrido, regresar al punto de partida y, inevitablemente, empezar de nuevo el cíclico viaje.
La Historia es cíclica. Hay hechos, casi siempre detalles nimios, triviales, que pasan inadvertidos para el ojo poco observador del común de los mortales. Imbuidos en una vertiginosa espiral de horarios, problemas, trabajo y locura, dejan pasar la ocasión de admirarse ante cosas que parecen del todo increíbles pero que demuestran que el ser humano forma parte de un todo inextricable, una estirpe natural dividida en un sinfín de linajes y razas que han sometido al mundo y al resto de sus habitantes, que se ha hartado de aniquilar y arrasar a sus propios congéneres, sin darse cuenta de que en el fondo todos somos los mismos, hijos de un mismo tronco, y hechos como el siguiente vienen a demostrar que, a pesar de todo, éste cúmulo de pasiones, locuras, razón, deseos, anhelos, frustaciones, fracasos, bondad y maldad que llamamos hombre quizá tenga todavía razones suficientes para seguir viviendo en este mundo.

Cuenta la leyenda que, allá por el año 1104 a.C., en el lugar en el cual Hércules venció a Gerión y separó África de Europa construyendo sus famosas Columnas, un grupo de navegantes fenicios procedentes de la lejana Tiro que lucían las enseñas de Tanit en sus velas fundaron una factoría comercial en aquel primitivo archipiélago que, siglos más tarde, se convertiría en pequeña penísula unida a tierra por un estrecho banco de arena. Los navegantes fenicios llamaron Gdr, "muro de piedra o recinto amurallado" en su lengua semita a aquella factoría. Con el paso de los años, y de los siglos, la pequeña colonia fenicia comenzó a emerger, al abrigo del floreciente comercio de estaño y cobre proveniente de las ricas rutas atlánticas y en vecindad con el mítico reino de Tartessos. Los fenicios, los mejores comerciantes del orbe y unos marinos excelentes, convirtieron a Gadir en su más esplendorosa colonia en el inexplorado y legendario territorio que los griegos llamaron Iberia, y la ciudad se fue convirtiendo paulatinamente en una referencia para griegos, romanos y cartagineses. Se irguieron templos en honor a Tanit, a Melkart... En su puerto descargaban las más necesarias y exóticas materias primas de la metrópoli, Tiro, de la que habían partido sus fundadores, y toda la colonia era un bullicioso y pintoresco microcosmos donde se podían escuchar a los marinos focenses hablar su griego asiático, a los hábiles comerciantes fenicios recontar sus mercancías en su semita particular, a los soldados de Cartago, hermanos de sangre de Fenicia, y así a representantes de todas las razas y estirpes que habitaban el fascinante Mediterráneo de la Antigüedad Clásica.

La fascinante Gadir atrajo a griegos, que la llamaron Gadeira, y luego pasaría a manos púnicas. Más tarde vendrían las poderosas águilas de Roma, y la herencia fenicia de Gades quedaría solapada por la de las diferentes culturas que se establecieron en las Columnas de Hércules, en el lugar donde el Mediterráneo se fundía con el Atlántico, pero quedando grabada de forma perenne e indeleble en el carácter y en la tradición de las gentes del sur de España.

Miles de años después, en septiembre de 2006, en la antigua metrópoli, Tiro, una guerra absurda ha destrozado el territorio de la antigua Fenicia. Una guerra entre hermanos. La ONU, como solución de emergencia, envió una fuerza internacional de interposición, los famosos cascos azules. Cientos de soldados de las naciones más poderosas de Occidente acudieron a la zona con el fin de pacificar el Líbano y amedrentar al grupo islámico Hiztbolá y controlar las acciones militares de Israel. A las playas, aeródromos y cuarteles del Líbano iban llegando progresivamente las distintas compañías y batallones de los ejércitos europeos.
Un día soleado de septiembre, todavía con los bañistas disfrutando de la calma relativa, apareció en el horizonte una flotilla de barcazas de desembarco. A medida que se iban acercando a la playa, de las barcazas descendían zodiacs, vehículos anfibios, tanquetas y soldados. Ondeando sobre todos ellos, una bandera rojigualda. Entre los cientos de soldados españoles que desembarcaban ese día en Tiro, rumbo al cuartel más próximo, se encontraba un batallón completo proveniente de San Fernando, en Cádiz. Miles de años después, los hijos de aquella tierra que fue visitada por los navegantes fenicios, los hijos de aquella ciudad nacida bajo el auspicio de Tanit, emergida de las aguas por un grupo de comerciantes semitas, volvían de nuevo a la antigua metrópolis. Mientras los soldados de Gadir, ahora Cádiz, hacían mediciones y descargaban en la playa el material de guerra bajo la atenta mirada de los habitantes de Tiro, seguramente ninguno de ellos se daría cuenta del singular detalle. Pero ahí estaban. Devolviendoles la visita, siglos más tarde, a sus padres fundadores. No podía ser de otra manera. Estaba escrito en el libro genético de la especie.
Seguramente ninguno de ellos sabe demasiado de Tiro, ni de Sidón, ni de Fenicia ni de Cartago. Pero en su carácter, en su forma de ser, en su idioma y en el fondo de su alma, la huella indeleble de aquellos hombres provenientes de las costas de Oriente Próximo está, escondida en el más inimaginable de los recodos de su ser.


Cuando aquel batallón de soldados españoles desembarcaba en Tiro, en el 2006, y los soldados saludaban a los niños libaneses más atrevidos, en el universo, allá donde mora el origen del orden natural de las cosas, un misterioso mecanismo cósmico, desconocido para todos, se puso de nuevo en movimiento.

1 comentario:

Michael Collins dijo...

Es cierto que la historia es cíclica y que se repite. Podemos observar que, también los errores son los que se repiten. Ojalá que ese encuentro de españoles y libaneses hubiera sido por otra circustancia y que la guerra no hubiera sido el motivo de ese encuentro.

Un saludo