El cielo, claro, límpido, azul refulgente, con el sol en lo alto. Abajo, un patio de colegio, lleno de niños que saltan, ríen, lloran y juegan. Al lado, tras el muro bajo y la valla de metal, abierta por debajo por los niños que se colaban por ella para evitarse el rodeo largo, el campo de fútbol. La vasta extensión de albero, moteada de porterías de fútbol, de metal viejo, oxidado y endeble. Y en el albero, niños. Niños que juegan. Que corren detrás de un balón. Y ése balón. A veces remendado, parcheado, descosido. A veces nuevo e impoluto, fruto de una colecta infantil muy sufrida. A veces, simplemente, bola blanca en la que se notan las rayas ya descoloridas de lo que fuera una pelota de diseño, igual que las que los ídolos de aquellos niños usaban en la Liga cuando aquellos chiquillos se sentaban en la televisión soñando que eran estrellas de fútbol.
El día es perfecto. De postal. Cuando la sirena tocó a recreo, aquellos niños adormilados y aburridos despertaron de su letargo y salieron fulgurantes a la carrera por ver quién llegaba antes al campo de fútbol. Los bocadillos se convirtieron en frugal alimento, y antes de que hubieran pasado cinco minutos, ya estaba el balón rodando. Y ahí están ellos. Los que un día serían mayores y dejaran de jugar, y de verse. Y se olvidaran de que ése día, como tantos otros, estuvieron allí, en el patio de su colegio, jugando al fútbol. Y que corrieron, chillaron, marcaron, se tiraron al suelo, ingrávidos, despreocupados, tan sólo jugando. Libres de preocupaciones, de responsabilidades. Libres de problemas. Con la inocencia a flor de piel, con el pelo revuelto, con la cara llena de tierra, con los pantalones nuevos llenos de albero y rotos, por las rodillas, por donde ya se habían roto tantas otras veces. Con los zapatos nuevos, los que fueron comprados el día anterior por una madre harta de las súplicas de su hijo (las botas de Zidane mamá...) y que sustituían a las antiguas botas, igualmente puestas de moda por otro astro del balón, que acabaron destrozadas, reventadas por los lados y con la puntera descosida de tanto golpear aquel fabuloso objeto llamado balón, alma esencial del divino invento denominado por los hombres como Fútbol y que nos unía a todos en un sentimiento de diversión, goce y compañerismo. Divididos en equipos, con una división instintiva, natural. Cada uno se juntaba con los que la inercia les llevaba a juntarse. Sin más.
Y claro. Siempre había unos que perdían por norma, los que se partían la cara corriendo detrás de los del otro equipo, detrás de los buenos. Y los buenos casi siempre ganaban, porque eran mejores. Y los otros corrían, se lanzaban con flexibilidad de mono delante de los buenos pero era para nada. Sin embargo había otras veces, las menos, en las que los otros, los mataos, ganaban. A pesar de los fallos, de las trifulcas, de las infantiles peleas y reprimendas. Y cuando eso pasaba, al igual que cuando no, todos, en conjunto, chillándonos y retándonos para luego, nos íbamos tan contentos.
Había otras veces en las que el día era nuboso, negro como la noche, y el campo de albero aparecía ante sus ojos como un inmenso barrizal. Entonces, a pesar de las advertencias de los maestros, siempre había algunos intrépidos (casi siempre éramos los mismos) que nos lanzábamos a la aventura de intentar jugar en el barro, en el agua, en la tierra mojada y húmeda, para acabar enfangados, mojados y resfridados, pero contentos por haberlo intentado.
O aquellos otros días, de junio bien entrado, cuando a las dos de la tarde y desafiando al sol y al sentido común, nos reventábamos en unos partidos interminables bajo el calor y el sol de justicia, bañados en sudor y en la fría agua de la fuente más cercana.
O si no, aquellas tardes eternas, cuando terminaban las clases, en las que unos pocos enfermos del balón nos quedábamos para jugar esas memorables pachangas, alemanas, eliminatorias, y tantos y tantos juegos. Podría rememorar miles de recuerdos añorados, momentos igualmente perdidos, y seguramente me dejo muchos. Seguramente. Pero también, igual de seguro estoy de que todas estas vivencias han forjado, para bien o para mal, mi carácter.
Ahora, lejanos ya en el tiempo aquellos años, los recuerdos vuelven a aflorar. El olor a albero, el polvo de tierra suspenso en nubes entre nosotros, las amistades perdidas, los momentos de compañerismo y camaradería inigualables, el balón rodando entre una melé de piernas, aquellas carreras gloriosas en busca de goles imposibles, de remontadas épicas, de victorias maravillosas, todo ello vuelve a mí con fuerza. Y seguirán perviviendo en lo más recóndito de mi memoria esas tardes de invierno, de verano, de primavera y otoño, y todos los compañeros con los que alguna vez tuve la suerte de jugar a aquel deporte que nos liberaba de todo y que constituía nuestra mayor fuente de placer y diversión. Porque revivir aquellos momentos de la vida en los que corría, gritaba, ganaba y perdía (todo por nada y a la vez por todo) junto a mis amigos de la infancia y del colegio, trae hasta mí el agridulce sabor de la infancia perdida y el goze siempre añorado de la felicidad.
15 septiembre 2006
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2 comentarios:
La infancia nunca se pierde del todo, se queda expectante en un recondito rincón de nuestra memoria y cuando menos lo pensamos vuelve a nosotros en forma de recuerdos que rememoran la época en que nuestra única responsabilidad era la de disfrutar del albero, del sol, del barro, de los compañeros y de la inconsciencia de la niñez.
Hola, te he encontrado navegando entre blogs y el tuyo me parece interesante. En el mío solo tengo dos post de recuerdos aunque tengo varios escritos (tiempo atrás colgados) y te aseguro que cuando los escribo disfruto muchisimo.
Bueno, encantada de conocerte, te seguiré.
Besos.
Te he dejado otro comentario en el post del Siglo de Oro.
Bss.
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