26 febrero 2007

Carnavalia

Don Carnal ha vuelto a vencer a Doña Cuaresma, un año más, antes de caer derrotado, ebrio de vino, alegría y carne. Ha arrastrado, como siempre, en su vértigo festivo, a miles de mortales que, embriagados con el lascivo aroma de la primavera naciente, se han dado al ruido y al jolgorio con desenfreno.
Luego, como un pelele vencido por la fatiga del baile y la danza sin fin, Don Carnal se ha postrado inerme ante la enlutada presencia cuaresmal. No ha sido su católica señoría quien lo ha vencido. No. Fue el viento, la música y la algarada. El vino y la carne.

Existe un lugar, al sur del sur, donde cada año, puntual, Dionisio vuelve a apostarse en las esquinas, con la copa de fino en la mano y la máscara tapándole el rostro, para deleitarse con las coplas y popurríes que donosas comparsas y chirigotas inventan en las plazas, encima de los tablados, o en las peñas y bares, congregado junto a su pueblo. Se emociona cuando un coro o una comparsa le toca la fibra, y se ríe a mandíbula batiente con los más ingeniosos chascarrillos de cualquier osada chirigota. Dionisio asiente, con irónica sonrisa, cuando satirizan a los que mandan.

Porque sabe que esta es la fiesta del pueblo, donde éste se pronuncia, y dicta sentencia.

Otras veces se disimula, bajo cualquier disfraz, entre la marabunta de personas que, entregadas a los efluvios carnavalescos, baten cajas y bombos con furia desmedida, con alborozo renovado. Convulsiona su cuerpo al rítmico son de los instrumentos, ajeno a todo, locuaz y gallardo con todo aquel con el que se cruza.

Porque en carnaval la gente se abraza, habla, baila alegremente, unos con otros, aun siendo desconocidos. Es la magia dionisíaca del tiempo de la risa, y de la sonrisa. La esencia de un pueblo que se entrega a la antigua Saturnalia y la convierte en su razón de existencia.

Después, luego de haber recibido el pertinente e inevitable acuse de recibo del vino en su zarandeado cuerpo, se dipone animoso a contemplar y participar en la fabulosa cabalgata de luces, sonidos, colores, imágenes, disfraces, máscaras, carrozas e ingenio que cierra este lapso de tiempo maravilloso en aquel lugar, al sur del sur.

Dionisio, Don Carnal, o como prefieran, mira con malicia de pícaro los rostros graves y serios de los hombres de Dios que, desde sus atalayas sagradas, desaprueban desdeñosamente tanta algarada, tanto ruido y tanta alegría popular. Esperan ansiosos la Cuaresma, el Miércoles de Ceniza, el preludio de la Semana Santa. El tiempo y la hora de hacer purgar a los hombres tanto exceso carnavalesco.

Déle Dios la penitencia a quien la quiera.

Pero no saben que en carnaval todo el mundo se abraza, ríe y baila junto al prójimo, compartiendo su alegría. No hay un porqué para esto. Ninguna razón lógica. Pero es así.
O quizás sí la haya. ¿No es suficiente motivo el estar vivo, el poder celebrar un año más el auge y dominio de Don Carnal?

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