02 febrero 2007

Orígenes


Año 100 a.C.

Una suave y agradable brisa le acarició el rostro al entrar en la amplia rada donde anclarían. El bajel se deslizaba ligero sobre las tranquilas aguas de aquella luminosa bahía, acercándose casi hasta la orilla. Marco Aurelio Ambrosio, apoyado en la borda, contemplaba extasiado el espléndido paisaje que se abría ante él. Playas interminables de arena finísima, multitud de cerros bajos llenos de retamas y dunas. Éste era el litoral que habían deleitado los ojos de Marco Aurelio desde que salió, con su unidad, embarcado en aquella pequeña nave comercial de la vieja Gades.

Habían puesto pie a tierra hacía un buen rato, y ahora Aurelio miraba con ojos curiosos a su alrededor. El bajel había anclado en una cala situada entre dos grandes corrales de pesca, cerca del promontorio rocoso donde se alzaba la Turris Caepionis: el pequeño y útil faro que, 40 años atrás, se había construido en aquel lugar casi deshabitado por orden del cónsul Quinto Servilio Caepión.
Era aquella cala una especie de puerto natural para aquel lugar, donde fondeaban los pocos barcos que llegaban, al abrigo de la punta donde se alzaba el faro. Aquella torre había sido construida para evitar los numerosos naufragios que desde antiguo provocaba un peligroso y traicionero islote pedregoso que se situaba a escasas leguas de la entrada del río Betis. Alrededor del faro se habían ido añadiendo varios barracones militares y unas destartaladas caballerizas, como alojamiento para el reducido destacamento militar que Roma mantenía en aquel lugar estratégico, privilegiado para controlar el tráfico marítimo en el principal río de la Bética.

Cuando los 50 hombres que componían la unidad de Marco Aurelio hubieron desembarcado todos sus pertrechos, el capitán ordenó que marcharan hacia el improvisado cuartel anejo a la torre. Subieron por un espacioso sendero desde la playa hacia los barracones de la Turris Caepionis. Llegaron, se distribuyeron en el campamento según las órdenes del capitán, y comieron en compañía de la unidad a la que relevaban. Aquellos hombres llevaban allí 5 meses, habían pasado el invierno en aquel lugar apartado, y se alegraban de marcharse de un sitio tan remoto. Les contaron que aquello era una aldea de pescadores que apenas se componía de una hilera de casas desperdigadas, una mísera plaza con algunos tenderetes y puestos donde vendían las viandas necesarias, un ínfimo templo y una casa de postas cerca de los frondosos bosques, hacia el norte.

Cuando, a la tarde, el oficial al mando les dio permiso para pasar el resto del día desocupados, Marco Aurelio quiso conocer más de cerca el diminuto poblado que se asentaba junto a la torre y el cuartel. Anduvo paseando y observaba las modestas casas, dispersadas entre sí, que regaban la costa. Tras recorrer el espacio habitado y conversar con algún vecino, se dirigió hacia el norte por el camino que conectaba con la calzada de Hispalis. Hacía un día maravilloso, típicamente primaveral, y el ambiente era agradable. Al llegar hasta la casa de postas que señalaba el límite del poblado, siguió adelante, internándose en un frondoso pinar. El camino se bifurcaba en angostas veredas, y Marco Aurelio tomó una de ellas, no sin temor a perderse y no saber encontrar el camino de regreso. Mientras andaba, reflexionaba sobre su inesperado destino.

Tras completar el preceptivo período de entrenamiento y adiestramiento en el ejercicio de las armas, el joven Marco Aurelio Ambrosio esperaba ansioso en su cuartel de Gades la plaza a la que sería destinado dentro del Ejército. Pasaba las horas en el muelle de la populosa ciudad, entre los exóticos barcos procedentes de Oriente, y hablaba a menudo con soldados que le contaban, en las variopintas tabernas del puerto, entre tientos a las jarras de vino, la fiereza de los indomables germanos del Limes, combates inciertos en la boscosa y húmeda Galia ante los belicosos celtas o esplendorosas batallas en las eternas y ardientes arenas de Siria contra los fabulosos partos. Y él soñaba con ser parte de ellas, con tomar al asalto y con un puñado de escogidos alguna fortaleza en Britania y ser recibido en Roma con honores de emperador.

Por eso le extrañó y decepcionó un tanto descubrir que pasaría sus 5 primeros meses como soldado raso del Ejército de Roma en Arx Gerontis, nombre con el que se conocía desde tiempos inmemoriales la zona arenosa y dunar que dominaba la desembocadura del gran río Betis, al noroeste de Gades, cerca de Onuba. La decepción duró poco cuando supo que aquella tierra cálida llena de pinares y retamas había sido la puerta del mítico y fabuloso reino de Tartessos, dominios del legendario Argantonio, de la cual había tomado posesión para el Senado y el Pueblo de Roma Quinto Servilio Caepión hacia el año 140 a.C. La mente de Marco Aurelio, despierta y dada a la fantasía, en seguida imaginó montañas de oro y bronce custodiadas en fortalezas ocultas entre la maleza de espesos pinares por invencibles guerreros tartésicos que aguardaban hostiles el momento de recuperar su reino milenario.

Ahora, caminando por aquellas hiniestas, perdido entre altos e imponentes pinos, Marco Aurelio reflexionaba sobre todo aquello. Respiró hondo el aire puro y limpio de aquel ambiente virgen, y se deleitó al escuchar el trinar de los pájaros, el rumor de la naturaleza perezosa que dormitaba debajo de la suave calidez de un sol radiante. De repente, creyó ver el reflejo broncíneo de una armadura, entre las palmas. Miró más detenidamente y le pareció creer que varios yelmos dorados se aupaban entre la arboleda. Se palpó el cinto, donde guardaba su gladio, pero al momento desaparecieron las visiones. Retrocedió, convencido de haber sido engañado por la mente, y buscó sus pasos hasta encontrar el camino de regreso a la aldea.

De vuelta, pasó por una loma alta desde donde se tenía una visión completa de la aldea. Desde allí podían admirarse en toda su plenitud aquellos singulares corrales de pesquería; espacios semicirculares, acotados por sólidos muros de piedra ostionera, donde en la bajamar las gentes del lugar recogían los peces que la pleamar atrapaba en ellos.
A su lado, unos obreros terminaban de recojer sus utensilios y se preparaban para marcharse. En el suelo, unas marcas de tiza y unas estacas delimitando el espacio delataban la construcción de un edificio. Preguntó a uno de aquellos hombres, y le dijeron que levantaban lo que sería una fábrica donde elaborarían el fruto de la pesca de los aldeanos, donde se haría garum, la famosa salsa de entrañas de pescado y otros condimentos, básica en la dieta romana. Marco Aurelio siguió caminando y llegó a las puertas del campamento cuando el sol se disponía a sumergirse en el mar.

Desde lo alto de la Turris Caepionis, oyendo el batir de las olas contra las lajas de piedra, observó el sugestivo ocaso del sol, y admiró la escena. Rememoró el sinfín de sensaciones que había percibido aquel día, el primero como legionario romano, en aquella tierra apartada y tranquila. Su juventud anhelaba acción, entrar en combate, para lo que había sido instruido. Pero se decidió a aprovechar la estancia que los dioses le habían otorgado en aquella misteriosa tierra donde la naturaleza mezclaba un mar celestial, playas eternas, pinares seculares, un cielo de nubes blancas y esponjosas, arena, luz, roca y sal. Un lugar de belleza indescripible, concluyó Marco Aurelio, bajando la escalera rumbo a su barracón.

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