21 marzo 2007

Eutanasia

Recientemente se han sucedido, en España y en el extranjero, algunos casos de personas que reclamaban morir con dignidad. Esto ha vuelto a poner encima de la mesa, si no lo estaba ya, la polémica sobre la legalización de la eutanasia. Favorables y contrarios a esta medida vuelven a esgrimir sus argumentos sobre un tema donde, a mi modesto parecer, hay poco que discutir.

En España, la eutanasia como tal, entendida como la aplicación de medidas médicas para conducir a la muerte a un enfermo terminal o irreversible de la forma más digna y humana posible evitando así sufrimientos y agonías inútiles, está penalizada. En en año 2002 se aprobó en España una medida que permite a cualquier ciudadano realizar, mientras posee íntegras sus capacidades mentales, un testamento vital, a través del cual puede dejar clara su voluntad sobre recibir o no determinados tratamientos o ayudas terapéuticas en el caso de sufrir una enfermedad incurable o cualquier dolencia irreversible. Gracias a esto, se abrió la puerta en nuestro país a la eutanasia pasiva.

Este tipo de eutanasia, la pasiva, es la única aceptada, por el momento, en España. A cualquier enfermo que en su testamento vital haya expresado su negativa a, por ejemplo, que se prolongue su vida de manera artificial, se le desconectaría del artefacto que lo mantuviese mecánicamente con vida, aplicándosele así la llamada eutanasia pasiva. Pero esto no es suficiente, ya que ni todos los pacientes han hecho su testamento vital antes de encontrarse en su situación, ni todos los enfermos padecen las mismas patologías, ni, evidentemente, necesitan de los mismos cuidados.

Así pues, cientos de personas que se encuentran postradas en una cama y que sólo mueven los párpados, o sufren agónicos e indecibles dolores, se ven abocadas a vivir una vida indigna e infame. Por no mencionar las personas que yacen años ha en estado vegetativo, pendientes de un respirador, ajenas a cualquier circunstancia, sumidas en un sueño cuasi eterno y oscuro. La muerte, pero respirando.
Una existencia completamente sesgada, incapaces de realizar lo más básico que puede hacer un ser humano. Accidentes, enfermedades degenerativas, cánceres, etc, desterraron a estas personas a la ignominia de una cama de hospital o de una silla de ruedas. Quizás lo más trágico es que estas personas, en sus agonías, arrastran tras de sí a sus seres más queridos, que sufren, en silencio, un dolor más profundo y atroz: la impotencia de observar la pasión de sus familiares sin que ellos puedan hacer nada más que animarles, consolarles con su compañía y cariño.

Lo que exigen estas personas, como ciudadanos de pleno derecho en una sociedad democrática, es el reconocimiento de un derecho civil fundamental. El hombre posee el derecho a pensar, opinar, escribir y circular libremente. Tiene reconocido el derecho a vivir en una casa digna, a ganarse el sustento diario mediante un trabajo honrado, a manifestarse contra lo que no considera justo. La democracia española reconoce la mayoría de los derechos fundamentales del hombre. Menos uno: el derecho a morir dignamente.

El ser humano no puede elegir el cuándo de su hora final, pero a veces puede escoger el cómo. Tener el absoluto dominio y control de los propios actos es la máxima aspiración del hombre, y el acto último no puede ser menos. La vida pertenece a cada cual, y cada cual debería ver recogido, en las leyes que rigen la sociedad en la que vive, el derecho a poner fin a su vida como mejor le convenga, sin perjuicio del prójimo, por supuesto.

A esto se opone el sector más conservador de la sociedad española, encabezado, como no podía ser de otra manera, por la Iglesia Católica. La Curia argumenta que la vida no pertenece al Hombre, sino a Dios, y que por tanto es éste el que decide cuándo, cómo y dónde ponerle fin. Propugnan que los enfermos terminales, vegetativos o incurables, deben soportar el dolor y el sufrimiento que Dios les ofrece hasta su muerte, y que sus allegados deben consolarlos y amarlos hasta el fin con recogimiento cristiano. No parecen darse cuenta que la Iglesia Católica influye decisivamente en millones de personas en todo el mundo, y que sus opiniones sobre ciertos y delicados temas pueden arrastrar a la muerte a miles de creyentes que rigen su vida mediante los preceptos católicos.

Es muy respetable la posición de la Iglesia. Como lo es también que quien sea creyente siga sus dogmas y normativas con devoción e inquebrantabilidad. Pero señores, se pasa por alto una cosa importantísima: esta es una sociedad regida por una democracia parlamentaria y aconfesional. Y aquí, ni Dios, ni Alá ni Jehová tienen cabida en la sociedad civil. Por lo tanto, es intolerable que cualquier confesión religiosa intente vetar tal o cual ley, o entorpezca con quejas morales el desarrollo de una legislación que afecta a todo un país.

Por ello, el Gobierno de la Nación, éste o el que venga, debería ponerse de inmediato a elaborar una ley que permita a estas personas, que sufren una existencia inhumana, poner fin a sus vidas de forma digna. Regular esta norma, establecer todos los parámetros legales posibles para que la aplicación de la eutanasia se haga de forma segura, concienciada y leal a la voluntad del paciente o, en caso extremo, de sus más próximos familiares. Debemos cubrir de una vez por todas este derecho fundamental del hombre. La vida de cada uno nos pertenece, y debemos tener derecho a ponerle fin cuando consideremos oportuno.

Por supuesto, como todos los derechos y libertades, el que no quiera que se le aplique la eutanasia tiene el mismo derecho a que se respete su voluntad que el que la anhela. En esto consiste la democracia.

1 comentario:

una madrileña dijo...

Marco, hablas de un tema que a mi me ha tocado muy de cerca. Tristemente he visto morir de emfermedades degenerativas a dos personas a las que quería mucho, mi madre y el hombre que yo amaba. Ninguno de los dos quería morir pero en ambos casos yo me he cuestionado largamente si merece la pena vivir de esa forma. Ambos fallecieron con la conciencia perdida, no pudieron elegir, pero si creo que es de canallas condenar a una persona a vivir cuando sus facultades están mermadas hasta el punto de no poder apenas ni pestañear. Me parece de inhumanos negarle a una persona en estas circunstancias el derecho a morir en paz.
Yo si estoy a favor de la eutanasia siempre y cuando la persona sea consciente de lo que pide y lo haga de forma voluntaria.
¿Realmente es de católicos castigar a una persona al sufrimiento simplemente por padecer una enfermedad incurable?
Un beso.