10 marzo 2007

Los Cuernos de Hattin, II

...ahora, lejos ya de su tierra y de sus recuerdos, servía en Tierra Santa bajo la bandera de Raimundo de Trípoli, defendiendo el agonizante Reino Latino de Jerusalén. No se había alistado por fe, ni por devoción. Su curiosidad por conocer Palestina y las lucrativas promesas de botín lo habían llevado hasta allí. Presto a luchar contra aquel ángel del demonio que había llegado desde donde se unen el Tigris y el Éufrates para expulsar al mar a los cristianos de Tierra Santa. El Sultán de Egipto lideraba el empuje musulmán y Jerusalén era su meta. Y allí, en medio de un terrible desfiladero, trampa mortal en la que habían caído los cristianos en su desesperación, se encontraba Lope Núñez, esperando la muerte segura con tranquilidad y resignación.

Alzó su mirada al cielo y a través de las rendijas del yelmo observó la bóveda celeste, fulgurante en su claridad, y quedó cegado por el resplandor brutal del sol que refulgía en las armaduras de los miles de soldados que allí se concentraban. Las cavernas y las rocosas paredes de la garganta de Hattin reverberaban bajo aquel calor infernal, y el cuadro, con las dos imponentes colinas a cada lado y las huestes sarracenas enfrente se le figuró a Lope como la representación viva del ángel vengador y justiciero que Dios enviaba para que, con su espada purificadora, exterminara a los hombres que en su nombre derramaban tanta sangre desde la I Cruzada. Todo era como natural, le pareció a Lope. Los hombres, el cielo refulgente, las arenas áridas, la muerte que aguardaba afilando su guadaña tras los riscos del desfiladero de Hattin, excitada ante el olor de la sangre cristiana. Porque no se engañaba, de allí no saldrían.

Cuando corrió entre las filas de la caballería la orden de ataque, Lope acarició el negro pelaje de su poderoso corcél, lo espoleó al lentamente, se ajustó el yelmo y empuñó su magnífico alfanje vizcaíno. Ahora sólo lo tenía a él. Dios hacía mucho que había abandonado aquel lugar yermo y abrasado. Miró a sus compañeros. Rostros serios y graves, miradas fieras. Gente de armas, veterana, hecha a sufrir y a batallar en el borde del abismo, con la Parca enfrente riéndo malévola, jugándose los cuartos con el filo de su espada.Puso su mente en blanco y se preparó para morir matando.

La caballería de Raimundo se lanzó al galope contra la vanguardia sarracena con la vana esperanza de abrir suficiente hueco para que el grueso del ejécito cruzado llegara a Tiberíades y la liberara. Lope entró en el fragor del combate gritando a voz en cuello el grito ibérico ancestral de ¡Santiago, Santiago, Castilla y Santiago! y rugió dando mandobles por doquier, batiendose como un león. Por un momento pareció que lo conseguían, pero pronto se percató Lope Núñez de que aquello era una estratagema de Saladino, que había ordenado a sus filas que se abrieran para luego encerrar a la caballería cruzada en una jaula mortal. Lope comprendió que aquellas ardientes arenas de Hattin serían su tumba, que Jerusalén estaba perdida, y con ella el destino de los cristianos de Tierra Santa. Que nunca más volverían a reinar en Palestina. Que nunca más vería salir el sol.

Pero antes, pensó Lope en un brevísimo lapso de reposo, se llevaría de invitados a unos cuantos sarracenos a la cena que el diablo le prepararía para esa noche.

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