31 julio 2006
El Subcomandante Marcos
"Marcos es gay en San Francisco, negro en Sudáfrica, asiático en Europa, chicano en San Isidro, anarquista en España, palestino en Israel, indígena en las calles de San Cristóbal, chavo banda en Neza, rockero en CU, judío en Alemania nazi, ombudsman en la Sedena, feminista en los partidos políticos, comunista en la posguerra fría, preso en Cintalapa, pacifista en Bosnia, mapuche en los Andes, maestro de la CNTE, artista sin galería ni portafolios, ama de casa un sábado por la noche en cualquier colonia de cualquier ciudad de cualquier México, guerrillero en el México de fin del siglo XX, huelguista en la bolsa de New York, reportero de nota de relleno en interiores, machista en el movimiento feminista, mujer sola en el metro a las 10 p.m., jubilado en plantón en el Zócalo, campesino sin tierra, editor marginal, obrero desempleado, médico sin plaza, estudiante inconforme, disidente en el neoliberalismo, escritor sin libros ni lectores, y, es seguro, zapatista en el Sureste mexicano. En fin, Marcos es un ser humano cualquiera en este mundo. Marcos es todas las minorías intoleradas, oprimidas, resistiendo, explotando, diciendo "¡ya basta!" Todas las minorías a la hora de hablar y mayorías a la hora de callar y aguantar. Todos los intolerados buscando una palabra, su palabra, lo que devuelva la mayoría a los eternos fragmentados, nosotros. Todo lo que incomoda al poder y a las buenas conciencias, eso es Marcos."
Subcomandante Marcos, Comunicado del 28 de mayo de 1994
28 julio 2006
La muerte de Héctor
-"Cerca tengo la muerte funesta y no puedo evitarla, mas no quiero morir de una forma cobarde y sin gloria, sino haciendo algo grande que admiren los hombres futuros"- dijo Héctor, blandiendo la espada afilada y potente.
Se agachó para dar un gran salto como águila rauda que cae desde una nube sombría sobre la llanura y arrebata la tierna cordera o la tímida liebre; pero el Pelida Aquiles, henchido de ira, le hizo frente.
Ondeaban las crines de oro, abundantes y bellas, que Hefesto fijara en el yelmo de cuatro bollones.
Como el Véspero, el astro más bello que hay en el cielo, resplandece de noche rodeado de miles de estrellas, tal brillaba la pica que Aquiles blandía en la diestra buscando un lugar vulnerable en el cuerpo de Héctor, que cubría la armadura de bronce que vistió Patroclo.
Donde el cuello se junta a los hombros es fácil al alma perderse, le hundió a Héctor la lanza Aquiles divino, y la punta pasó el fino cuello y salió por la nuca y el héroe troyano cayó a tierra, herido de muerte.
Fragmento de la Ilíada, Homero
26 julio 2006
Soldado, guerrero, persona
" Y siempre a punto de guerra
combatieron, siempre grandes,
en Alemania y en Flandes,
en Francia y en Inglaterra.
Y se posternó la tierra
estremecida a su paso;
y simples soldados rasos,
llevaron el sol de España
desde el Oriente al Ocaso."
" Por odio y contrario afán
calumniado torpemente,
fue soldado más valiente
que prudente capitán;
Osado y antojadizo
mató, atropelló cruel
mas por Dios que no fue él,
fue su tiempo quien lo hizo. "
Fragmentos de poemas de diversos autores
La Rebelión de los justos: Acuérdate de Bastidas
El viejo, recostado sobre el pequeño catre, leía, con la luz de la lámpara de la mesita de noche alumbrándolo de perfil. En las paredes del angosto cuarto se recortaban las sombras de los muebles que inundaban la habitación. El viejo miró la hora en el reloj de pared que colgaba frente suya. Profundas arrugas surcaban el rostro del viejo, producto del paso del tiempo y, sobre todo, de la preocupación. A menudo se removía, inquieto, entre las sábanas del catre al que se veía abocado desde su terrible percance. En ese preciso instante, la puerta principal de la casa se abría y Manuel Rodríguez observaba desde su catre como su hijo Juan entraba sigiloso en la estancia, intentando no hacer demasiado ruido. Juan, después de colgar la gabardina parda en el perchero del vestíbulo, entró en el cuarto de su padre y cerró la puerta tras de sí.
Manuel Rodríguez dejó la manida y barata edición de La Catedral de Blasco Ibáñez sobre la mesita de noche e interpeló a su hijo:
-¿Qué tal ha ido todo hijo? Escuché las alarmas de los de asalto, y he estado bastante inquieto.
-Bueno, la noche ha sido bastante movidita. La Cabra loca sigue igual que siempre, padre.
-Sin duda que ese bastardo no cambiará jamás....ten cuidado Juan, ya nos llevó una vez a la tragedia, y no quisiera que aquello se repitiera.
Manuel Rodríguez recordaba todavía, como si fuera ayer mismo, los terribles sucesos del verano de 2011. Asesinatos, tropelías de todo tipo, revueltas sangrientas sofocadas a hierro y fuego por la Guardia de Asalto, y finalmente, el silencio. El silencio y el abandono progresivo de La Torre por parte de visitantes y naturales, que se iban, o no venían, huyendo del férreo control policial, de la corrupción municipal y de la amenazante y callada sombra del pasado.
-Ahora es diferente, padre. Ahora hay más voluntad de cambiar las cosas entre la gente...y más hambre también.
-Ahora la situación es mucho peor, Juan. Ahora la necesidad ahoga a los agricultores, y ese malnacido de Bastidas juega con el tiempo a su favor. Si hace diez años consiguió provocar una revuelta entre una gente que no estaba ni la mitad de desesperada que ahora, imagínate lo que puede suceder si a ese traidor se le sigue escuchando.
-Es cierto que la gente está más necesitada, pero lo que pasó ha dejado mucha huella entre el pueblo de La Torre. Muchas familias no se han recuperado de aquel palo.
El lo recordaba también, aunque sólo fuera un niño. Recordaba a su padre, sucio y ensangrentado, llegar de noche, muy tarde, a su casa, y recoger furtivamente el hatillo con ropa y comida que su madre le preparaba para pasar varios días en el refugio. Recordaba el rostro, duro y fruncido de su padre, su mirada feroz, que a veces le asustaba. Recordaba su barba de semanas enteras sin afeitar. Sobre todo recordaba sus silencios, más que nada cuando todo acabó y su padre se llevó varios meses casi sin abrir la boca, y él lo encontraba, a veces, mirando al vacío con la mirada perdida. Recordaba el pueblo en llamas. Los coches destrozados, volcados en medio de las calles. Los comercios saqueados, los edificios desolados y ardiendo. Y recordaba los muertos, tirados en las calles, o apoyados en los zaguanes de las casas humeantes. Él los había visto desde su balcón. Había visto los duros enfrentamientos entre la policía y los campesinos, y cómo una facción de éstos, liderados por Martín Bastidas, habían tomado como rehenes a cientos de veraneantes y los habían matado, en una orgía de sangre y fuego, muertos la mayoría debido al fuego cruzado entre los hombres de Bastidas y los de Asalto. Todo esto lo supo después, oyendo conversaciones entre sus familiares. Él recordaba cuando el pueblo bullía de actividad en verano, aquellos tiempos donde La Torre era un destino frecuente entre los turistas. Ahora, después de aquella masacre, el pueblo casi era un lugar fantasma, habitado por silenciosos ciudadanos que asistían incrédulos a la batalla sigilosa entre los poderosos caciques locales de la flor cortada, apoyados por la autoridad, y el campesinado explotado y hambriento.
El padre de Juan rompió el silencio:
-El ayuntamiento nos culpó a todos de aquella matanza, cuando saben perfectamente que fue Bastidas, con su séquito de dementes, los que lo hicieron todo, y los que nos llevaron a aquella revuelta inútil.
-Sí, y desde entonces los de Asalto nos controlan, nos asfixian.
-Bastidas es un traidor, y apostaría mi cabeza a que aquel acto infame e incomprensible lo hizo en entendimiento con los empresarios, con Buñuel y Grandes, estoy seguro. Nos vendió, el muy desgraciado.
-¿Estás insinuando que...
-No lo insinuo, hijo. Lo afirmo. Martín Bastidas es un traidor, nos vendió entonces, dejandonos en esta situación desesperada, y no dudará en llevarnos de nuevo a una masacre como la de entonces. Y tú, Juan Rodríguez, tienes que impedirlo. Ve, escucha, observa y aprende. Y luego, gánate al pueblo. Entonces, guíalos hasta la victoria, guíalos hasta la misma puerta de Buñuel y Grandes.
En aquel momento, Manuel Rodríguez tocó la prótesis que sustituía a su pierna derecha, y recordando el momento en el que Bastidas descargó deliberadamente el cargador de su Colt sobre ella, le dijo a su hijo:
-Y cuando todo eso ocurra, elimina a Bastidas.
Continuará....
Manuel Rodríguez dejó la manida y barata edición de La Catedral de Blasco Ibáñez sobre la mesita de noche e interpeló a su hijo:
-¿Qué tal ha ido todo hijo? Escuché las alarmas de los de asalto, y he estado bastante inquieto.
-Bueno, la noche ha sido bastante movidita. La Cabra loca sigue igual que siempre, padre.
-Sin duda que ese bastardo no cambiará jamás....ten cuidado Juan, ya nos llevó una vez a la tragedia, y no quisiera que aquello se repitiera.
Manuel Rodríguez recordaba todavía, como si fuera ayer mismo, los terribles sucesos del verano de 2011. Asesinatos, tropelías de todo tipo, revueltas sangrientas sofocadas a hierro y fuego por la Guardia de Asalto, y finalmente, el silencio. El silencio y el abandono progresivo de La Torre por parte de visitantes y naturales, que se iban, o no venían, huyendo del férreo control policial, de la corrupción municipal y de la amenazante y callada sombra del pasado.
-Ahora es diferente, padre. Ahora hay más voluntad de cambiar las cosas entre la gente...y más hambre también.
-Ahora la situación es mucho peor, Juan. Ahora la necesidad ahoga a los agricultores, y ese malnacido de Bastidas juega con el tiempo a su favor. Si hace diez años consiguió provocar una revuelta entre una gente que no estaba ni la mitad de desesperada que ahora, imagínate lo que puede suceder si a ese traidor se le sigue escuchando.
-Es cierto que la gente está más necesitada, pero lo que pasó ha dejado mucha huella entre el pueblo de La Torre. Muchas familias no se han recuperado de aquel palo.
El lo recordaba también, aunque sólo fuera un niño. Recordaba a su padre, sucio y ensangrentado, llegar de noche, muy tarde, a su casa, y recoger furtivamente el hatillo con ropa y comida que su madre le preparaba para pasar varios días en el refugio. Recordaba el rostro, duro y fruncido de su padre, su mirada feroz, que a veces le asustaba. Recordaba su barba de semanas enteras sin afeitar. Sobre todo recordaba sus silencios, más que nada cuando todo acabó y su padre se llevó varios meses casi sin abrir la boca, y él lo encontraba, a veces, mirando al vacío con la mirada perdida. Recordaba el pueblo en llamas. Los coches destrozados, volcados en medio de las calles. Los comercios saqueados, los edificios desolados y ardiendo. Y recordaba los muertos, tirados en las calles, o apoyados en los zaguanes de las casas humeantes. Él los había visto desde su balcón. Había visto los duros enfrentamientos entre la policía y los campesinos, y cómo una facción de éstos, liderados por Martín Bastidas, habían tomado como rehenes a cientos de veraneantes y los habían matado, en una orgía de sangre y fuego, muertos la mayoría debido al fuego cruzado entre los hombres de Bastidas y los de Asalto. Todo esto lo supo después, oyendo conversaciones entre sus familiares. Él recordaba cuando el pueblo bullía de actividad en verano, aquellos tiempos donde La Torre era un destino frecuente entre los turistas. Ahora, después de aquella masacre, el pueblo casi era un lugar fantasma, habitado por silenciosos ciudadanos que asistían incrédulos a la batalla sigilosa entre los poderosos caciques locales de la flor cortada, apoyados por la autoridad, y el campesinado explotado y hambriento.
El padre de Juan rompió el silencio:
-El ayuntamiento nos culpó a todos de aquella matanza, cuando saben perfectamente que fue Bastidas, con su séquito de dementes, los que lo hicieron todo, y los que nos llevaron a aquella revuelta inútil.
-Sí, y desde entonces los de Asalto nos controlan, nos asfixian.
-Bastidas es un traidor, y apostaría mi cabeza a que aquel acto infame e incomprensible lo hizo en entendimiento con los empresarios, con Buñuel y Grandes, estoy seguro. Nos vendió, el muy desgraciado.
-¿Estás insinuando que...
-No lo insinuo, hijo. Lo afirmo. Martín Bastidas es un traidor, nos vendió entonces, dejandonos en esta situación desesperada, y no dudará en llevarnos de nuevo a una masacre como la de entonces. Y tú, Juan Rodríguez, tienes que impedirlo. Ve, escucha, observa y aprende. Y luego, gánate al pueblo. Entonces, guíalos hasta la victoria, guíalos hasta la misma puerta de Buñuel y Grandes.
En aquel momento, Manuel Rodríguez tocó la prótesis que sustituía a su pierna derecha, y recordando el momento en el que Bastidas descargó deliberadamente el cargador de su Colt sobre ella, le dijo a su hijo:
-Y cuando todo eso ocurra, elimina a Bastidas.
Continuará....
21 julio 2006
La Rebelión de los justos: La llama que nace
-¡No es justo! ¡Esto no puede seguir así!
-¡Estamos hartos, hartos ya de tanta explotación!
-¡Hay que tomar medidas ya! ¿Vamos a perder el tiempo, mientras nuestras familias no tienen con qué comer?
En la amplia taberna donde estaban reunidos los campesinos del pueblo, éstos y otras proclamas similares se oían desde hacía tiempo. Y no era para menos. La situación era bastante complicada en La Torre, pequeño pueblo costero donde la floricultura era la única vía de subsistencia. Los agricultores, hastiados ya de las malas artes de los empresarios que se encargaban de vender sus productos en los mercados internacionales, estaban a punto de explotar.
La taberna era un maremágnum de voces y alboroto. Todos querían hablar a la vez, y muchos gritaban para hacerse oir entre la algarabía.
De entre el vocerío incesante se alzó una voz clara y firme, que fue imponiendo el silencio a la vez que exponía sus argumentos. Era Juan Rodríguez, el hijo de La Clara, el estudiante, el universitario, el joven culto e instruido en el que muchos confiaban para que guiara a la mayoría vieja y analfabeta en su lucha contra los poderosos capos locales.
-Señores, ¡silencio por favor! Comprendo muy bien lo que sentís...
-¡Tú no sabes nada, nada! ¡En la universidad no pasaste hambre tú...
El que así hablaba era Martín Bastidas, La Cabra loca, como era conocido popularmente en La Torre por sus extravagantes locuras juveniles. Aunque más asentado, rozando ya la cuarentena, Bastidas representaba la otra facción en la que se dividían los campesinos. Contraria, en los medios pero no en el fin, a la que lideraba el hijo de La Clara. Bastidas pretendía acabar por la fuerza con el régimen de explotación impuesto por los empresarios y convertir a los floricultores en autónomos, capaces de vender sus productos en el extranjero sin necesidad de intermediarios. Como Juan Rodríguez, Bastidas abogaba por la emancipación de los agricultores, algo a lo que se oponían los empresarios que actuaban de intermediarios, ya que esto sería el fin de su actividad.
Desde la gran debacle del verano de hace 10 años, cuando el turismo en La Torre acabó de forma trágica y el sector pesquero terminó con su ocaso definitivo, la flor se había convertido en la tabla de salvación de La Torre, que veía como sus jóvenes morían irremisiblemente consumidos por el alcohol y las drogas en una ciudad sin futuro. Los intermediarios se habían hecho los amos del cotarro, vendiendo la flor a precios estratosféricos en el extranjero y pagandoles a los campesinos una auténtica miseria. Éste era el quid, la causa del malestar campesino. Bastidas creía que una insurrección popular armada, que levantara patas arriba el pueblo, era la única solución viable. Rodríguez, por contra, no renegaba de ésta solución, pero creía que había que hacerse según otros medios menos agresivos, aunque no desechaba esta opción como la última y definitiva. Pero había un serio obstáculo: la autoridad, férrea desde la tragedia de hace 10 años, estaba de parte del enemigo.
-Te equivocas, Martín, te equivocas. Recuerda que me crié en una familia igual que la tuya, con las mismas privaciones. Sólo quiero que este caudal humano no se desaproveche en enfrentamientos estériles contra enemigos más poderosos...
Los ánimos estaban caldeados, porque la situación estaba rozando lo insostenible: la gente pasaba verdaderas calamidades para subsistir, y la cara de los hijos pidiendo amargamente algo de comer era una imagen que todos los allí presentes tenían clavada en los más profundo de sus almas. Había que hacer algo.
Afuera, el relente caía sobre las casas y los coches de la ciudad que dormía, tranquila, en aquella fría noche invernal, ajena a la reunión tumultuosa que se celebraba en la céntrica taberna del Americano, la Peña del Águila.
De pronto, cuando ya el reloj de la parroquia cercana tocaba la medianoche, unas alarmas rompieron la quietud nocturna, y el familiar ruido de coches a toda velocidad se fue haciendo más nítido para los conspiradores reunidos en la taberna. Juan Rodríguez interrumpió bruscamente su discurso.
-¡Los de asalto! ¡Rápido, fuera todos de aquí!
En menos de un avemaría, la Guardia de Asalto hacía acto de presencia en el local, entrando a saco, pegando, rompiendo e intimadando con saña, mientras que los alborotadores huian como podían y el Americano habilitaba una puerta trasera, especialmente pensada para estos casos. Ya fuera, mientras oía el tumulto y los gritos de rabia y dolor de los que no pudieron huir a tiempo, Juan Rodríguez salía como alma que lleva el diablo y se perdía como una flecha por el laberinto de calles del centro. Con fuego en la mirada, Juan Rodríguez sabía lo que tenían que hacer.
Continuará...
-¡Estamos hartos, hartos ya de tanta explotación!
-¡Hay que tomar medidas ya! ¿Vamos a perder el tiempo, mientras nuestras familias no tienen con qué comer?
En la amplia taberna donde estaban reunidos los campesinos del pueblo, éstos y otras proclamas similares se oían desde hacía tiempo. Y no era para menos. La situación era bastante complicada en La Torre, pequeño pueblo costero donde la floricultura era la única vía de subsistencia. Los agricultores, hastiados ya de las malas artes de los empresarios que se encargaban de vender sus productos en los mercados internacionales, estaban a punto de explotar.
La taberna era un maremágnum de voces y alboroto. Todos querían hablar a la vez, y muchos gritaban para hacerse oir entre la algarabía.
De entre el vocerío incesante se alzó una voz clara y firme, que fue imponiendo el silencio a la vez que exponía sus argumentos. Era Juan Rodríguez, el hijo de La Clara, el estudiante, el universitario, el joven culto e instruido en el que muchos confiaban para que guiara a la mayoría vieja y analfabeta en su lucha contra los poderosos capos locales.
-Señores, ¡silencio por favor! Comprendo muy bien lo que sentís...
-¡Tú no sabes nada, nada! ¡En la universidad no pasaste hambre tú...
El que así hablaba era Martín Bastidas, La Cabra loca, como era conocido popularmente en La Torre por sus extravagantes locuras juveniles. Aunque más asentado, rozando ya la cuarentena, Bastidas representaba la otra facción en la que se dividían los campesinos. Contraria, en los medios pero no en el fin, a la que lideraba el hijo de La Clara. Bastidas pretendía acabar por la fuerza con el régimen de explotación impuesto por los empresarios y convertir a los floricultores en autónomos, capaces de vender sus productos en el extranjero sin necesidad de intermediarios. Como Juan Rodríguez, Bastidas abogaba por la emancipación de los agricultores, algo a lo que se oponían los empresarios que actuaban de intermediarios, ya que esto sería el fin de su actividad.
Desde la gran debacle del verano de hace 10 años, cuando el turismo en La Torre acabó de forma trágica y el sector pesquero terminó con su ocaso definitivo, la flor se había convertido en la tabla de salvación de La Torre, que veía como sus jóvenes morían irremisiblemente consumidos por el alcohol y las drogas en una ciudad sin futuro. Los intermediarios se habían hecho los amos del cotarro, vendiendo la flor a precios estratosféricos en el extranjero y pagandoles a los campesinos una auténtica miseria. Éste era el quid, la causa del malestar campesino. Bastidas creía que una insurrección popular armada, que levantara patas arriba el pueblo, era la única solución viable. Rodríguez, por contra, no renegaba de ésta solución, pero creía que había que hacerse según otros medios menos agresivos, aunque no desechaba esta opción como la última y definitiva. Pero había un serio obstáculo: la autoridad, férrea desde la tragedia de hace 10 años, estaba de parte del enemigo.
-Te equivocas, Martín, te equivocas. Recuerda que me crié en una familia igual que la tuya, con las mismas privaciones. Sólo quiero que este caudal humano no se desaproveche en enfrentamientos estériles contra enemigos más poderosos...
Los ánimos estaban caldeados, porque la situación estaba rozando lo insostenible: la gente pasaba verdaderas calamidades para subsistir, y la cara de los hijos pidiendo amargamente algo de comer era una imagen que todos los allí presentes tenían clavada en los más profundo de sus almas. Había que hacer algo.
Afuera, el relente caía sobre las casas y los coches de la ciudad que dormía, tranquila, en aquella fría noche invernal, ajena a la reunión tumultuosa que se celebraba en la céntrica taberna del Americano, la Peña del Águila.
De pronto, cuando ya el reloj de la parroquia cercana tocaba la medianoche, unas alarmas rompieron la quietud nocturna, y el familiar ruido de coches a toda velocidad se fue haciendo más nítido para los conspiradores reunidos en la taberna. Juan Rodríguez interrumpió bruscamente su discurso.
-¡Los de asalto! ¡Rápido, fuera todos de aquí!
En menos de un avemaría, la Guardia de Asalto hacía acto de presencia en el local, entrando a saco, pegando, rompiendo e intimadando con saña, mientras que los alborotadores huian como podían y el Americano habilitaba una puerta trasera, especialmente pensada para estos casos. Ya fuera, mientras oía el tumulto y los gritos de rabia y dolor de los que no pudieron huir a tiempo, Juan Rodríguez salía como alma que lleva el diablo y se perdía como una flecha por el laberinto de calles del centro. Con fuego en la mirada, Juan Rodríguez sabía lo que tenían que hacer.
Continuará...
17 julio 2006
Arenas movedizas
Verano. La estación odiosa y odiada. Adorada por las masas, deseosas de tostarse al sol, mañana y tarde, sin solución de continuidad. Borregos sin criterio, cuyo único objetivo en la vida es broncearse en la arena, lucir los músculos adquiridos con arduos sudores en los gimnasios y decir incoherencias que provoquen la risa (o el ridículo) de sus congéneres, igualmente dotados por la evolución de un coeficiente intelectual similar.
Verano. El tiempo del agobio, del calor bochornoso e ineludible. Una época en la que la rutina, la monótona y aburrida rutina, se convierte en una quimera sorprendentemente añorada con nostalgia cuando, tirado en la cama, con el ventilador a pleno rendimiento y el infierno cayéndo sobre las calles sólo tímidamente visibles desde las rendijas de la persiana, en penumbra y con el cuerpo empapado en sudor, veo como el tiempo, mi tiempo, se marcha, irremediablemente, a la basura, sin empleo alguno.
Verano. Las calles, atestadas de personas que deambulan, como en un enjambre demencial, de un lado para otro, mientras que los coches, las motos y los camiones hacen de cualquier intento de llegar al centro una odisea realmente insufrible. Y por si no fuera suficiente, todo esto transcurre mientras que un velo de calor, espeso y cargado, cae sin piedad sobre la ciudad, al tiempo que, de las entrañas mismas de la tierra, surge una flama fulgurante que convierte el asfalto en una pista del Averno.
Verano. Indeseable estación que convierte cualquier retazo de sombra, por mínimo que este sea, en un cotizado lugar de descanso y alivio. Las calles principales, en el centro, son definitivamente impracticables. La gente se echa a la calle, en masa, y es de una osadía suicida intentar pasear, a pie o no, por los lugares principales.
Verano. El tiempo de la invasión de foráneos. Foráneos de medio pelo, mayormente residuos de las grandes urbes cercanas, de baja estofa en el mayor de los casos. Gente dispuesta a pasar el tiempo molestando mucho y gastando poco. Individuos sin educación, que atropellan sin miramientos a los nativos (otros nativos se dejan atropellar, previo pago) a los que conceptos como cortesía, civismo, higiene, limpieza, solidaridad, respeto o dignidad les son tan ajenos como las enseñanzas del gran sabio chino Confucio, por decir algo. Gentuza que ocupa hasta el último rincón de esta ciénaga sin futuro, ya de por sí inhabitable, y convierte el verano en algo detestable.
Verano. El tiempo, como en una clepsidra, viene y se va, sin posibilidad alguna de retorno. No hay rutinas, no hay horarios, no hay nada. Sólo queda sobrevivir en este reducto cutre y vulgar, desaprovechado, y obvservar. Obvservar cómo la gente, las personas, no se rebelan contra lo (mal) establecido. Cómo la gente deja pasar cualquier oportunidad para cambiar. Cómo la gente no se cuestiona si las cosas van bien o mal y si pueden ir mejor. Ver cómo las personas no se inquietan en conocer cómo fue para intentar intuir cómo puede ir. Cómo todo no vale para nada. En vez de eso, en vez de reclamar derechos y exigir deberes, revertir situaciones adversas, o impedir que los de siempre nos sigan tratando como rebaño, dictándonos lo que hemos de hacer, decir, vestir, pensar y creer, las personas pierden su identidad, su ser individual, y se convierten en la canalla, en la masa inculta, borrega y manipulable que ha sido siempre y se postra, (aún hoy, a pesar de todo) ante una imagen de madera o ante famosos que no son tales.
Y es en verano cuando, en medio de la travesía por el desierto que supone sobrevivir en este lodazal hirviente, todo se ve aún con más claridad. El ser (humano¿?) en toda su miseria.
Verano. El tiempo del agobio, del calor bochornoso e ineludible. Una época en la que la rutina, la monótona y aburrida rutina, se convierte en una quimera sorprendentemente añorada con nostalgia cuando, tirado en la cama, con el ventilador a pleno rendimiento y el infierno cayéndo sobre las calles sólo tímidamente visibles desde las rendijas de la persiana, en penumbra y con el cuerpo empapado en sudor, veo como el tiempo, mi tiempo, se marcha, irremediablemente, a la basura, sin empleo alguno.
Verano. Las calles, atestadas de personas que deambulan, como en un enjambre demencial, de un lado para otro, mientras que los coches, las motos y los camiones hacen de cualquier intento de llegar al centro una odisea realmente insufrible. Y por si no fuera suficiente, todo esto transcurre mientras que un velo de calor, espeso y cargado, cae sin piedad sobre la ciudad, al tiempo que, de las entrañas mismas de la tierra, surge una flama fulgurante que convierte el asfalto en una pista del Averno.
Verano. Indeseable estación que convierte cualquier retazo de sombra, por mínimo que este sea, en un cotizado lugar de descanso y alivio. Las calles principales, en el centro, son definitivamente impracticables. La gente se echa a la calle, en masa, y es de una osadía suicida intentar pasear, a pie o no, por los lugares principales.
Verano. El tiempo de la invasión de foráneos. Foráneos de medio pelo, mayormente residuos de las grandes urbes cercanas, de baja estofa en el mayor de los casos. Gente dispuesta a pasar el tiempo molestando mucho y gastando poco. Individuos sin educación, que atropellan sin miramientos a los nativos (otros nativos se dejan atropellar, previo pago) a los que conceptos como cortesía, civismo, higiene, limpieza, solidaridad, respeto o dignidad les son tan ajenos como las enseñanzas del gran sabio chino Confucio, por decir algo. Gentuza que ocupa hasta el último rincón de esta ciénaga sin futuro, ya de por sí inhabitable, y convierte el verano en algo detestable.
Verano. El tiempo, como en una clepsidra, viene y se va, sin posibilidad alguna de retorno. No hay rutinas, no hay horarios, no hay nada. Sólo queda sobrevivir en este reducto cutre y vulgar, desaprovechado, y obvservar. Obvservar cómo la gente, las personas, no se rebelan contra lo (mal) establecido. Cómo la gente deja pasar cualquier oportunidad para cambiar. Cómo la gente no se cuestiona si las cosas van bien o mal y si pueden ir mejor. Ver cómo las personas no se inquietan en conocer cómo fue para intentar intuir cómo puede ir. Cómo todo no vale para nada. En vez de eso, en vez de reclamar derechos y exigir deberes, revertir situaciones adversas, o impedir que los de siempre nos sigan tratando como rebaño, dictándonos lo que hemos de hacer, decir, vestir, pensar y creer, las personas pierden su identidad, su ser individual, y se convierten en la canalla, en la masa inculta, borrega y manipulable que ha sido siempre y se postra, (aún hoy, a pesar de todo) ante una imagen de madera o ante famosos que no son tales.
Y es en verano cuando, en medio de la travesía por el desierto que supone sobrevivir en este lodazal hirviente, todo se ve aún con más claridad. El ser (humano¿?) en toda su miseria.
15 julio 2006
Viento del Pueblo
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.
Los bueyes doblan la frente,
imponentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.
No soy de un pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que
embargan
yacimiento de leones,
desfiladero de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.
¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas,
ni quién al rayo detuvo
prisionero en una jaula?
Asturianos de braveza.
Vascos de piedra blindada,
valencianos de alegría
y castellanos de alma,
labrados como la tierra
y airosos como las alas;
andaluces de relámpagos,
nacidos entre guitarras
y forjados en los yunques
torrenciales de las lágrimas;
extremeños de centeno,
gallegos de lluvia y calma,
catalanes de firmeza,
aragoneses de casta,
murcianos de dinamita
frutalmente propagada,
leoneses, navarros, dueños
del hambre, el sudor y el hacha,
reyes de la manera,
señores de la labranza.
Hombres que entre las raíces,
como las raíces gallardas,
vais de la vida a la muerte,
vais de la nada a la nada:
yugos os quieren poner
gentes de hierba mala,
yugos que habréis de dejar
rotos sobre sus espaldas.
Crepúsculo de los bueyes
está despuntando el alba.
Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra:
las águilas, los leones
y los toros de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal varón
toda la creación agranda.
Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.
Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.
Miguel Hernández, Viento del Pueblo (1937)
14 julio 2006
Toma de la Bastilla
14 de julio de 1789, el pueblo de París, harto de los abusos de los privilegiados, toma al asalto la prisión real de La Bastilla, símbolo del absolutismo borbónico, para obtener armas que le permitieran liberar a sus representantes, retenidos en Versalles por el ejército real. Era la primera piedra, el alzamiento popular contra el Antiguo Régimen. Francia ardía, y se levantaba en llamas contra sus opresores seculares. El pueblo francés cambió para siempre la Historia...
13 julio 2006
Una de almogávares
De ese centenario se ha hablado poco, pues nadie puede hacerse fotos a su costa. Hace setecientos años justos, además de salvar el imperio bizantino del avance turco, los almogávares arrasaron Grecia. Fue un episodio sólo comparable a la conquista de América por bandas de aventureros sin nada que perder salvo el pellejo –que se cotizaba a la baja– y con todo por ganar si salían vivos. Pero en esta España donde los libros escolares no los determina la memoria, sino el pesebre donde trinca tanto sinvergüenza periférico y central, esas historias han sido eliminadas, o manipuladas en beneficio de los golfos que organizan el negocio en plazos de cuatro años: los que van de una urna a otra. El resto importa un carajo. De los almogávares, como de lo demás, no se acuerda casi nadie. Eran políticamente incorrectos.
Madrugando el siglo XIV, el emperador de Bizancio pidió ayuda para frenar el avance de los turcos, y la corona de Aragón envió sus temibles Compañías Catalanas. Lo hizo para quitárselas de encima. Estaban integradas por almogávares: mercenarios endurecidos en las guerras de la Reconquista y en el sur de Italia. Sus oficiales, de mayoría catalana, eran también aragoneses, navarros, valencianos y mallorquines. En cuanto a la tropa, el núcleo principal procedía de las montañas de Aragón y Cataluña; pero las relaciones mencionan apellidos de Granada, Navarra, Asturias y Galicia. Feroces y rápidos, armados con equipo ligero, combatían a pie en orden abierto, con extrema crueldad, y entraban en combate bajo la señera cuatribarrada de Aragón. Sus gritos de guerra eran Aragón, Aragón, y el terrible, legendario, Desperta, ferro.
La historia es larga, tremenda, difícil de resumir. Seis mil quinientos almogávares recién desembarcados en Grecia destrozaron a fuerzas turcas muy superiores, matando en la primera batalla a trece mil enemigos, sin dejar con vida –eran tiempos ajenos al talante, al buen rollito y al diálogo entre civilizaciones– a ningún varón mayor de diez años. En la segunda vuelta, de veinte mil turcos sólo escaparon mil quinientos. Y, tras escaramuzas menores, en una tercera escabechina los almogávares se cepillaron a dieciocho mil más. Eran letales como guadañas. Además, entre batalla y batalla –españoles a fin de cuentas– pasaban el rato apuñalándose entre sí por disputas internas, o despachando a terceros en plan chulito, como los tres mil genoveses a los que por un quítame allá esas pajas acuchillaron en Constantinopla, durante una especie de botellón que terminó como el rosario de la aurora.
A esas alturas, claro, el emperador Andrónico II se preguntaba, con los huevos por corbata, si había hecho bien contratando a semejantes bestias. Así que su hijo Miguel invitó a cenar a Roger de Flor, que era el jefe, y a los postres hizo que mercenarios alanos los degollaran a él y a un centenar largo de oficiales. Fue el 4 de abril de 1305. Después de aquello los griegos creyeron que la tropa almogávar, sin jefes, pediría cuartel. Pero eso era desconocer al personal. Cuando apareció el inmenso ejército bizantino para someterlos, aquellos matarifes oyeron misa y comulgaron. Luego gritaron: Desperta ferro, Aragón, Aragón, y se lanzaron contra el enemigo, pasándose por la piedra a veintiséis mil bizantinos en un abrir y cerrar de ojos. Lo cuenta Ramón Muntaner, que estuvo allí: no se alzaba mano para herir que no diera en carne.
No quedó sólo en eso. Enterados los almogávares de que nueve mil mercenarios alanos –los que aliñaron a Roger de Flor– volvían a su tierra licenciados y con familia, les salieron al paso, hicieron picadillo a ocho mil setecientos y se quedaron con sus mujeres. Después, durante una larga temporada y pese a estar rodeados de enemigos, se pasearon por Grecia saqueando y arrasando, por la patilla, cuanto se les puso por delante. Fue la famosa venganza catalana. Y cuando no quedó nada por robar o quemar, fundaron los ducados de Atenas y Neopatría: estados catalano-aragoneses leales al rey de Aragón, que aguantaron durante tres generaciones hasta que con el tiempo, el sedentarismo y el confort, se fueron amariconando –hijo caballero, nieto pordiosero– y quedaron engullidos, como el resto de Grecia, por la creciente marea turca que había de culminar con la caída de Constantinopla.
Y ésa, colorín colorado, es la historia de los almogávares. Admitan que es una buena historia. Vive Dios.
Arturo Pérez-Reverte, El Semanal, 30 de mayo de 2005
Madrugando el siglo XIV, el emperador de Bizancio pidió ayuda para frenar el avance de los turcos, y la corona de Aragón envió sus temibles Compañías Catalanas. Lo hizo para quitárselas de encima. Estaban integradas por almogávares: mercenarios endurecidos en las guerras de la Reconquista y en el sur de Italia. Sus oficiales, de mayoría catalana, eran también aragoneses, navarros, valencianos y mallorquines. En cuanto a la tropa, el núcleo principal procedía de las montañas de Aragón y Cataluña; pero las relaciones mencionan apellidos de Granada, Navarra, Asturias y Galicia. Feroces y rápidos, armados con equipo ligero, combatían a pie en orden abierto, con extrema crueldad, y entraban en combate bajo la señera cuatribarrada de Aragón. Sus gritos de guerra eran Aragón, Aragón, y el terrible, legendario, Desperta, ferro.
La historia es larga, tremenda, difícil de resumir. Seis mil quinientos almogávares recién desembarcados en Grecia destrozaron a fuerzas turcas muy superiores, matando en la primera batalla a trece mil enemigos, sin dejar con vida –eran tiempos ajenos al talante, al buen rollito y al diálogo entre civilizaciones– a ningún varón mayor de diez años. En la segunda vuelta, de veinte mil turcos sólo escaparon mil quinientos. Y, tras escaramuzas menores, en una tercera escabechina los almogávares se cepillaron a dieciocho mil más. Eran letales como guadañas. Además, entre batalla y batalla –españoles a fin de cuentas– pasaban el rato apuñalándose entre sí por disputas internas, o despachando a terceros en plan chulito, como los tres mil genoveses a los que por un quítame allá esas pajas acuchillaron en Constantinopla, durante una especie de botellón que terminó como el rosario de la aurora.
A esas alturas, claro, el emperador Andrónico II se preguntaba, con los huevos por corbata, si había hecho bien contratando a semejantes bestias. Así que su hijo Miguel invitó a cenar a Roger de Flor, que era el jefe, y a los postres hizo que mercenarios alanos los degollaran a él y a un centenar largo de oficiales. Fue el 4 de abril de 1305. Después de aquello los griegos creyeron que la tropa almogávar, sin jefes, pediría cuartel. Pero eso era desconocer al personal. Cuando apareció el inmenso ejército bizantino para someterlos, aquellos matarifes oyeron misa y comulgaron. Luego gritaron: Desperta ferro, Aragón, Aragón, y se lanzaron contra el enemigo, pasándose por la piedra a veintiséis mil bizantinos en un abrir y cerrar de ojos. Lo cuenta Ramón Muntaner, que estuvo allí: no se alzaba mano para herir que no diera en carne.
No quedó sólo en eso. Enterados los almogávares de que nueve mil mercenarios alanos –los que aliñaron a Roger de Flor– volvían a su tierra licenciados y con familia, les salieron al paso, hicieron picadillo a ocho mil setecientos y se quedaron con sus mujeres. Después, durante una larga temporada y pese a estar rodeados de enemigos, se pasearon por Grecia saqueando y arrasando, por la patilla, cuanto se les puso por delante. Fue la famosa venganza catalana. Y cuando no quedó nada por robar o quemar, fundaron los ducados de Atenas y Neopatría: estados catalano-aragoneses leales al rey de Aragón, que aguantaron durante tres generaciones hasta que con el tiempo, el sedentarismo y el confort, se fueron amariconando –hijo caballero, nieto pordiosero– y quedaron engullidos, como el resto de Grecia, por la creciente marea turca que había de culminar con la caída de Constantinopla.
Y ésa, colorín colorado, es la historia de los almogávares. Admitan que es una buena historia. Vive Dios.
Arturo Pérez-Reverte, El Semanal, 30 de mayo de 2005
10 julio 2006
Duelo en la Taberna del Turco, II
(......)
MALATESTA
¿Alguna vez habéis pensado en lo mucho que nos parecemos?
ALATRISTE
Hay diferencias. Yo sólo soy un hijoputa. Vos sois un hijo de la gran puta.
MALATESTA
Bueno. Matices aparte, el mismo oficio. La única diferencia es que vuestra merced juega según ciertas reglas, y yo no.
ALATRISTE
Cada uno tiene una reputación que mantener.
MALATESTA
Sí. Y reconozco que la mía es más cómoda. No aprecio más rey que el de la baraja, ni conozco a otro Dios fuera del que uso para blasfemar. Alivia mucho que la vida y los años te despojen de ciertas cosas... Todo es más simple. Más práctico. ¿No opináis vos lo mismo?... Ah, claro. Olvidaba que sois soldado. Al menos de boquilla, para ir tirando y creerse digna, la gente como vos aún necesita esas reglas de las que hablábamos. Palabras como rey, verdadera religión, patria y todo eso... Parece mentira, con vuestra biografía, y a estas alturas.
ALATRISTE
¿Y qué sabéis de mi biografía? No tengo más que una hoja de servicios que a nadie importa un ochavo, y la espada de la que vivo... La uso para ganarme la vida; y cuando soy soldado, para cumplir con el rey, que es quien me paga... cuando me paga... En cuanto a mi honra y mi reputación, no son asunto vuestro. De eso cuido yo.
MALATESTA
Vaya. Ya salió la honra... La honra, señor capitán, es complicada de adquirir, difícil de conservar y peligrosa de llevar. Sobre todo, cuando uno empeña su vida malgastándola en defender a alguien como vuestro rey.
Un rey indigno de vos.
ALATRISTE
Mi rey es mi rey. Es el que me tocó en suerte, y no tengo otro.
MALATESTA
Pobre capitán Alatriste. Y pobre España. Reyes incapaces, ministros corruptos y frailes fanáticos os han llenado de cicatrices. Y Francia, Inglaterra, Holanda, Venecia, el turco y hasta el mismo papa os rondan como lobos hambrientos. Os vais al carajo.
ALATRISTE
Sin duda. Pero antes los vamos a joder a todos bien.
MALATESTA
Ahora lo habéis dicho. No os batís por España, sino por vos mismo. Lo de España es un pretexto.
ALATRISTE
Todo soldado necesita una bandera.
MALATESTA
El oro, por ejemplo. Ésa es buena, y es la mía
ALATRISTE
Triste bandera es ésa. Y fijaos en la paradoja: a este siglo infame lo llaman Siglo de Oro.
MALATESTA
Pues no es el oro lo que os sobra. Y plata, tenéis la justa. Sacrificio estéril, gloriosas derrotas, corrupción, picaresca, miseria y poca vergüenza, de eso sí que tenéis los españoles a espuertas.
ALATRISTE
Ya. Lo que pasa es que luego uno va y mira un cuadro de Diego Velázquez, oye unos versos de Lope o de Calderón, lee un soneto de don Francisco de Quevedo, piensa en nuestros tercios teniendo agarrada a toda Europa por los huevos, y se dice que bueno. Que tal vez algo haya merecido la pena.
MALATESTA
Es un punto de vista. Pero al final, entre todos quitarán a España lo que supo ganar ella sola.
ALATRISTE
Será que no merecemos conservarlo. En cuanto a mí, nadie puede quitarme otra cosa que la vida.
MALATESTA
¿Veis como algo nos parecemos?... Pardiez, el día que por fin os despache me sentiré un poco más huérfano.
ALATRISTE
¿Huérfano vos? ¿Acaso un bellaco como vos tuvo madre y padre?
MALATESTA
Por una temporada, sí. Al cabo, mi madre se fue con otro hombre. Luego, una noche como ésta maté a mi padre. Hoy hace veinticinco años.
ALATRISTE
Uno de vuestros puntos débiles, Malatesta, es que habláis demasiado y abrís huecos en vuestra defensa. Ahora sé que os puedo llamar hijo de la gran puta, y no sólo en sentido figurado, como antes.
MALATESTA
Hacedlo, voto a Cristo, y la tregua cesará ahora mismo.
ALATRISTE
No os impacientéis, que mi jarra aún está mediada. Dejadme apurarla y luego, si os place, podremos trocar las palabras por los aceros.
MALATESTA
Esta noche no me acomoda. Lo de matar debe hacerse de cerca, con esmero, mirando al otro a los ojos. Hoy vengo demasiado melancólico, y cuando estoy así me vuelvo torpe. Mato fatal.
ALATRISTE
Otra vez será, entonces.
MALATESTA
Tal vez en la próxima novela de ese fulano, Reverte.
ALATRISTE
En ella os espero. Buena suerte, Malatesta.
MALATESTA
Buena suerte, capitán Alatriste.
Gualterio Malatesta se levanta y abandona la escena. El capitán apura su jarra y vocea, hacia el interior del escenario: "¡Caridad, más vino!" Finalmente, revela:
ALATRISTE
Tiene razón Malatesta. Quien mata de lejos no aprende nada de la vida. Ni arriesga, ni se mancha las manos de sangre, ni escucha la respiración del adversario, ni lee el espanto, el valor o la indiferencia en los ojos del otro. Quien mata de lejos no crea fantasmas que luego acudirán de noche, puntuales a la cita, durante el resto de su vida. Quien mata de lejos es peor que los otros hombres, porque ignora la cólera, y el odio, y la venganza; pero también ignora la piedad y el remordimiento. Quien mata de lejos no sabe lo que se pierde.
Adaptación de Leandro Pérez Miguel sobre los textos de Arturo Pérez-Reverte
09 julio 2006
Duelo en la Taberna del Turco, I
ÍÑIGO BALBOA
"No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios viejos en las guerras de Flandes..." Como saben vuestras mercedes, me llamo Íñigo Balboa y así comencé a relatar las aventuras del capitán Alatriste hace ya unos cuantos años.
En dichos lances, que ocurrieron durante la primera mitad de este siglo XVII, han aparecido varios de los hombres notables de la época, como el conde-duque de Olivares; Ambrosio de Spínola, el expugnador de Breda, o Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina; pero también nos hemos enfrentado a poderosos y crueles enemigos, como el inquisidor Fray Emilio Bocanegra, y Luis de Alquézar, secretario del rey nuestro señor y tío de la malvada Angélica de Alquézar, de quien a los trece años me enamoré como un becerro y para siempre.
Pero el enemigo natural del capitán Alatriste se llama Gualterio Malatesta: un siniestro italiano, un espadachín callado y peligroso, tan acostumbrado a matar por la espalda que cuando por azar lo hace de frente se sume en profundas depresiones, imaginando que pierde facultades.
Diego Alatriste cruzó varias veces los aceros con Malatesta, y ahora ambos vuelven a enfrentarse en el episodio de El Caballero del jubón amarillo. Pero dicen que, poco antes del comienzo de esa aventura, Diego Alatriste y Gualterio Malatesta volvieron a verse en una taberna de Madrid: la taberna del Turco.
Mientras Iñigo abandona la escena, la mesa del capitán Alatriste y Malatesta deja de estar en penumbra. Actitudes tranquilas pero no exentas de recelo. Manos que rozan con frecuencia el puño de la espada o la daga. Miradas suspicaces.
MALATESTA
Buenas noches, señor capitán. ¿Os importa que apure mi jarra en vuestra distinguida compañía?
ALATRISTE
Dejaos de ceremonias, Malatesta, y decidme qué diablos estáis haciendo aquí, y por qué aún no habéis desenvainado.
MALATESTA
¿Aquí? ¿En "vuestra" taberna del Turco? ¿En el lugar donde pasáis los días con el joven Iñigo y con don Francisco de Quevedo... y las noches con Caridad la Lebrijana? No. Por una vez, y sin que sirva de precedente, vengo en son de paz. ¿No creéis que debemos celebrarlo?
ALATRISTE
Con vos sólo celebraré vuestro funeral. La última vez que nos vimos teníamos espadas en las manos, en vez de jarras.
MALATESTA
En Sanlúcar, cuando lo del oro del rey.
ALATRISTE
Ahí os fastidié bien.
MALATESTA
Sí. Pero pienso tomarme el desquite, de aquí a nada.
ALATRISTE
Dejadme acabar esta jarra y soy todo vuestro.
MALATESTA
Tranquilo, señor capitán. Hay tiempo. Esta noche no quiero matar a nadie. Ni siquiera a vuestra merced.
ALATRISTE
¿Vos sin ganas de matar?... Imposible.
MALATESTA
Lo juro por el infierno en el que arderé.
ALATRISTE
En el que arderemos.
MALATESTA
Voy a haceros una confidencia, señor capitán. Esta noche he caminado sin rumbo por las calles de Madrid mientras recordaba las de Palermo, mi ciudad, donde una noche como ésta, hace veinticinco años, me cobré mi primer fiambre.
ALATRISTE
Me conmovéis, Malatesta, tanto como la viuda de un usurero. Si no queríais batiros en fecha tan insigne, ¿qué carajo hacéis aquí?
MALATESTA
Os repito que vengo en son de paz. Bebed tranquilo, que no ha llegado vuestra hora, ni la mía. Nos encontraremos de nuevo, y en esa ocasión espero darme más arte. Quiero acuchillar a vuestra merced con calma, espacio y tiempo. Se trata de una cuestión personal. Profesional, incluso. Y de profesional a profesional ajustaremos cuentas.
ALATRISTE
Se hará como os plazca. Siempre seréis mi enemigo predilecto. Mi ojito derecho.
MALATESTA
Yo no soy un enemigo. Soy un adversario. ¿Advertís la diferencia?... Un adversario os respeta, aunque os mate por la espalda. Los enemigos son otra cosa... Un enemigo os detesta, aunque os halague y abrace.
ALATRISTE
Dejaos de bachillerías. Os gustaría degollarme como a un perro.
MALATESTA
Lo del perro puede valer. Pero si algo va a gustarme cuando os mate, es que nadie podrá decir que despacho a un inocente, o a un imbécil. Además, reconozco que tenéis... ¿cómo se dice en España?... Dos cojones.
ALATRISTE
Lo mismo digo de vos. En tiempos como éstos, cuando se compra y vende todo, desde las banderas hasta la vida eterna, el valor es lo único que no puede comprarse. Es lo único que le queda a gente como nosotros. Por eso ni vos ni yo moriremos en la cama
(......)
Adaptación de Leandro Pérez Miguel sobre los textos de Arturo Pérez-Reverte
06 julio 2006
El gol de todos los tiempos
22 de junio de 1986, Estadio Azteca de México, Cuartos de final de la Copa del Mundo de fútbol, Argentina vs Inglaterra...
"...ahí la tiene Maradona. Le marcan dos...Pisa la pelota Maradona. Arranca por la derecha el genio del fútbol mundial. Puede tocar para Burruchaga...
Siempre Maradona...genio, genio, genio...tá, tá, tá, tá,...gooooooooooooooool.....goooooooooooooooool....quiero llorar....
Dios santo, viva el fútbol...golaaaaaaaaaaaaaaaaazo.....Diegooooooooooooooooool....
Maradona....es para llorar, perdónenme....Maradona, en recorrida memorable, en la jugada de todos los tiempos...barrilete cósmico....¿de qué planeta viniste...para dejar en el camino a tanto inglés?....Para que el país sea un puño apretado, gritando por Argentina...
Argentina 2, Inglaterra 0...Diegol, Diegol....Diego Armando Maradona...
Gracias Dios. Por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas...por este, Argentina 2, Inglaterra 0."
Narración del mejor gol de la Historia del fútbol realizada por el locutor Víctor Hugo Morales para la radio argentina
05 julio 2006
El desastre del 98
Eran ya las cuatro de la tarde cuando la escuadra española enfilaba el camino hacia la angosta estrechura que formaba la bocana natural del puerto de Santiago de Cuba. Uno detrás de otro, los tres cruceros reforzados Infanta María Teresa, Vizcaya, Almirante Oquendo, el crucero acorazado Cristóbal Colón y los contra-torpederos Furor y Plutón marchaban, distanciados entre sí, hacia su terrible destino. En aquel desgraciado 3 de julio de 1898, el mundo contemplaría la última acción de guerra de la otrora gloriosa Marina de Guerra española.
En la madrugada de ese mismo día, fondeados en el muelle de Santiago y con la plaza sitiada por los insurrectos cubanos, el Almirante Cervera había recibido el telegrama definitivo del gobierno de la metrópoli. Había que salir y plantar batalla a la escuadra norteamericana que formaba, a la espera, detrás de la bocana del puerto, en la bahía de Santiago. Cervera comunicó de inmediato la orden a sus oficiales. La situación era desesperada. La escuadra española, vetusta y obsoleta, la componían barcos de madera, con una ínfima dotación de artillería, pobre y anticuada. Por contra, la flota estadounidense, moderna y debidamente preparada, estaba compuesta por unos magníficos buques de guerra totalmente abastecidos y pertrechados, y contaban con la más puntera artillería, con un alcance colosal. En definitiva, no había nada que hacer. Salir al combate era marchar hacia una muerte segura, y una derrota definitiva. Pero las órdenes eran ésas. Más vale honra sin barcos, que barcos sin honra. Además la situación se complicaba en Santiago, donde el cerco era cada vez más estrecho y la ciudad amenazaba con caer en manos enemigas. Así pues, el Almirante Cervera dispuso la salida en combate para el día siguiente. Alea Iacta Est. La suerte estaba echada para los últimos soldados que defenderían la bandera de la Patria en el Nuevo Mundo.
Fuera, en la bahía, preparados para la carnicería, se disponían, en perfecta línea de combate, los modernos acorazados de combate USS Iowa, USS Indiana y el USS Oregon, el crucero acorazado USS Texas, los cruceros reforzados USS Brooklyn y USS New York, el cañonero USS Ericksson y los tres cruceros auxiliares USS Gloucester, USS Resolute y USS Vixen. Todos comandados por el Comodoro Schley, en ausencia del Almirante Sampson, que se encontraba en tierra. Una impresionante flota preparada para aniquilar a la inferior pero orgullosa escuadra española.
El primero en salir fue el Teresa, el buque insignia, donde se encontraba Cervera. Uno a uno, los buques españoles, en clara inferioridad, se veían ametrallados sin piedad por los arrogantes acorazados yankees. La carnicería fue total. Entre amasijos de hierro y madera, los españoles aguantaban como buenamente podían el aluvión de metralla y fuego que le infligían los inalcanzables y poderosos buques americanos. Los barcos empezaban a arder, se deshacían entre los lamentos de unos hombres que nada podían hacer. Los restos del mayor Imperio que jamás vieron los tiempos, aquel donde nunca se ponía el sol, eran triturados por la nueva y orgullosa potencia, la joven y arrogante América, el nuevo imperio que nacía al norte del Nuevo Mundo. Uno tras otro, con numerosas vías de agua y enormes daños, los buques hispanos, los últimos guerreros del Imperio, orgullosos y duros, gloria de las Españas y amos del mundo durante siglos, empezaron a derivar hacia la costa, embarrancando, intentando la inexperta marinería alcanzar la playa y refugiarse en la espesura de la selva. El Cristóbal Colón, el más rápido y moderno de la flota española, consiguió escabullirse de la matanza y ganó varias leguas de distancia, debido al carbón inglés que utilizaba como combustible. Pero el carbón inglés se acabó, y con él la ventaja de Cristóbal Colón. Alcanzado por los buques americanos, rodeado y condenado, embarrancó, poniendo fin a la lamentable jornada bélica, fatídica en la Historia de España. El último día de España en América.
Horas después, tras la batalla, cientos de hombres consiguieron llegar a nado, o en botes , a las playas linderas a Santiago. Exhaustos, deshechos, hambrientos, doloridos, heridos, los tripulantes de la desgraciada escuadra del Almirante Cervera que no habían sido capturados por el enemigo se debatían ahora entre la vida y la muerte, algunos, y entre la amargura y la supervivencia, los más. Tirados en la playa, sentados bajo los árboles, doliéndose de las heridas, con la mirada perdida en el infinito, viendo cómo los despojos del Imperio que el viejo león hispano le había arrebatado sólo al mundo se perdían para siempre, los hombres allí presentes presenciaban el fin de una era. Campesinos, hijos del proletariado, provenientes de los más humildes y míseros estractos sociales de aquella desgraciada España, aquellos hombres estaban allí porque no habían tenido el dinero suficiente como para comprar la licencia que los eximiera de prestar el servicio en Cuba. Eran, como siempre había sido en la triste Historia de España, la carne de cañón de siempre. Los hijos del pueblo, los que defendían monarquías, fe y soberanías, conceptos sobre los que discutían los amantes de la retórica en salones acomodados, donde nunca faltaban los lujos y las comodidades. Conceptos que luego, el pueblo, el de siempre, tenía que defender con la vida de sus hijos en guerras lejanas, en batallas estériles donde nada se les había perdido.
Pronto, aquellos hombres que vestían harapos o simplemente iban desnudos, tendrían que internarse en la selva, soportando el infernal calor tropical, para no ser capturados como presos de guerra. Mientras, en España, los ministros, diputados y senadores que los habían mandado irresponsablemente a una muerte segura, los que habían ordenado a Cervera salir en busca de la escuadra norteamericana, disfrutaban de una exquisita corrida de toros en Madrid. Una tarde realmente espléndida, donde las familias de bien, las que no tenían que enviar a sus hijos a Cuba a defender a la Patria con la que se les llenaba la boca, disfrutaban de una gran tarde de toros, luciendo los nuevos modelos traídos desde la opulenta y moderna París. Lejos de allí, en las playas de Santiago, los leones de Iberia, humildes y analfabetos, pobres pero orgullosos, buscaban con la mirada angustiada, en el mar, el camino que les llevara de vuelta a España.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)