21 julio 2006

La Rebelión de los justos: La llama que nace

-¡No es justo! ¡Esto no puede seguir así!
-¡Estamos hartos, hartos ya de tanta explotación!
-¡Hay que tomar medidas ya! ¿Vamos a perder el tiempo, mientras nuestras familias no tienen con qué comer?
En la amplia taberna donde estaban reunidos los campesinos del pueblo, éstos y otras proclamas similares se oían desde hacía tiempo. Y no era para menos. La situación era bastante complicada en La Torre, pequeño pueblo costero donde la floricultura era la única vía de subsistencia. Los agricultores, hastiados ya de las malas artes de los empresarios que se encargaban de vender sus productos en los mercados internacionales, estaban a punto de explotar.
La taberna era un maremágnum de voces y alboroto. Todos querían hablar a la vez, y muchos gritaban para hacerse oir entre la algarabía.
De entre el vocerío incesante se alzó una voz clara y firme, que fue imponiendo el silencio a la vez que exponía sus argumentos. Era Juan Rodríguez, el hijo de La Clara, el estudiante, el universitario, el joven culto e instruido en el que muchos confiaban para que guiara a la mayoría vieja y analfabeta en su lucha contra los poderosos capos locales.

-Señores, ¡silencio por favor! Comprendo muy bien lo que sentís...
-¡Tú no sabes nada, nada! ¡En la universidad no pasaste hambre tú...

El que así hablaba era Martín Bastidas, La Cabra loca, como era conocido popularmente en La Torre por sus extravagantes locuras juveniles. Aunque más asentado, rozando ya la cuarentena, Bastidas representaba la otra facción en la que se dividían los campesinos. Contraria, en los medios pero no en el fin, a la que lideraba el hijo de La Clara. Bastidas pretendía acabar por la fuerza con el régimen de explotación impuesto por los empresarios y convertir a los floricultores en autónomos, capaces de vender sus productos en el extranjero sin necesidad de intermediarios. Como Juan Rodríguez, Bastidas abogaba por la emancipación de los agricultores, algo a lo que se oponían los empresarios que actuaban de intermediarios, ya que esto sería el fin de su actividad.
Desde la gran debacle del verano de hace 10 años, cuando el turismo en La Torre acabó de forma trágica y el sector pesquero terminó con su ocaso definitivo, la flor se había convertido en la tabla de salvación de La Torre, que veía como sus jóvenes morían irremisiblemente consumidos por el alcohol y las drogas en una ciudad sin futuro. Los intermediarios se habían hecho los amos del cotarro, vendiendo la flor a precios estratosféricos en el extranjero y pagandoles a los campesinos una auténtica miseria. Éste era el quid, la causa del malestar campesino. Bastidas creía que una insurrección popular armada, que levantara patas arriba el pueblo, era la única solución viable. Rodríguez, por contra, no renegaba de ésta solución, pero creía que había que hacerse según otros medios menos agresivos, aunque no desechaba esta opción como la última y definitiva. Pero había un serio obstáculo: la autoridad, férrea desde la tragedia de hace 10 años, estaba de parte del enemigo.

-Te equivocas, Martín, te equivocas. Recuerda que me crié en una familia igual que la tuya, con las mismas privaciones. Sólo quiero que este caudal humano no se desaproveche en enfrentamientos estériles contra enemigos más poderosos...

Los ánimos estaban caldeados, porque la situación estaba rozando lo insostenible: la gente pasaba verdaderas calamidades para subsistir, y la cara de los hijos pidiendo amargamente algo de comer era una imagen que todos los allí presentes tenían clavada en los más profundo de sus almas. Había que hacer algo.
Afuera, el relente caía sobre las casas y los coches de la ciudad que dormía, tranquila, en aquella fría noche invernal, ajena a la reunión tumultuosa que se celebraba en la céntrica taberna del Americano, la Peña del Águila.

De pronto, cuando ya el reloj de la parroquia cercana tocaba la medianoche, unas alarmas rompieron la quietud nocturna, y el familiar ruido de coches a toda velocidad se fue haciendo más nítido para los conspiradores reunidos en la taberna. Juan Rodríguez interrumpió bruscamente su discurso.

-¡Los de asalto! ¡Rápido, fuera todos de aquí!

En menos de un avemaría, la Guardia de Asalto hacía acto de presencia en el local, entrando a saco, pegando, rompiendo e intimadando con saña, mientras que los alborotadores huian como podían y el Americano habilitaba una puerta trasera, especialmente pensada para estos casos. Ya fuera, mientras oía el tumulto y los gritos de rabia y dolor de los que no pudieron huir a tiempo, Juan Rodríguez salía como alma que lleva el diablo y se perdía como una flecha por el laberinto de calles del centro. Con fuego en la mirada, Juan Rodríguez sabía lo que tenían que hacer.


Continuará...

1 comentario:

Anónimo dijo...

This site is one of the best I have ever seen, wish I had one like this.
»