"¿Qué vale más? ¿Examinar nuestra conciencia sentados en una taberna o posternarnos en una mezquita con el alma ausente? No me preocupa saber si tenemos un Dios ni el destino que nos reserva.
Procede en forma tal que tu prójimo no se sienta humillado con tu sabiduría. Domínate, domínate. Jamás te abandones a la ira. Si quieres conquistar la paz definitiva, sonríe al Destino que se ensaña contigo y nunca te ensañes con nadie.
Puesto que ignoras lo que te reserva el mañana, esfuérzate por ser feliz hoy. Toma un cántaro de vino, siéntate a la luz de la luna y bebe pensando en que mañana quizá la luna te busque inútilmente.
Más allá de los límites de la Tierra, más allá del límite Infinito, buscaba yo el Cielo y el Infierno. Pero una voz severa me advirtió: "El Cielo y el Infierno están en ti.
El mundo inabarcable: Un grano de polvo en el espacio. Toda la ciencia del hombre: Las palabras. Los pueblos, las bestias y las flores de siete climas son sombras. La Nada es el fruto de tu constante meditación.
La vida no es más que un juego monótono en el que con certeza encontrarás dos premios: El dolor y la muerte. ¡Feliz el niño que murió al poco de nacer! ¡Más feliz aún aquel que no tocó el mundo!
En la feria que atraviesas, no procures encontrar algún amigo. Tampoco busques sólido refugio. Con ánimo valiente, acepta el dolor sin la esperanza de un remedio inexistente. Sonríe ante la desgracia y no le pidas a nadie que te sonría: perderás el tiempo.
Imposible observar el cielo.¡Llevo en los ojos un cendal de lágrimas! Gráciles chispas son las hogueras del Infierno frente a las llamas que me consumen. El Paraíso para mí, no es más que un instante de paz.
Mi nacimiento no trajo ningún bien al mundo. Mi muerte no disminuirá ni su esplendor ni su grandeza. Nadie pudo jamás explicarme para que he venido, ni por qué he venido ni por qué me iré.
En el vértigo de la vida sólo son felices los que presumen de sabios y los que no tratan de educarse. Me incliné sobre todos los secretos del Cosmos y retorné a la soledad envidiando a los ciegos que hallé por el camino.
Cuando muera habrán muerto las rosas, los cipreses, los sabios bermejos y el vino perfumado. No habrá más albas ni crepúsculos, ni penas ni alegrías. El mundo habrá dejado de existir. El mundo es real; sólo en función del pensamiento. "
Fragmento del Rubaiyat, Omar Khayyam
04 abril 2007
26 marzo 2007
Maratón, Termópilas y Salamina
En agosto del 490 a.C., en una extensa playa de la costa oriental del Ática, lugar llamado Maratón, un ejército de 15.000 atenienses y platenses arrolló a los más de 30.000 persas que componían la invencible armada del Gran Rey Darío I de Persia, dirigida por el noble Datis. Liderados por Milcíades, los atenienses cubrieron, con una carrera suicida y temeraria, la distancia que los separaba del campamento medo, evitando así la letal puntería de los arqueros del Gran Rey y entablando un brutal cuerpo a cuerpo con la débil infantería iránica. Era su única posibilidad de victoria. Y lo consiguieron.
Empujaron a los sorprendidos persas hasta el mar y les causaron gran mortandad. Datis, entreviendo una postrera opción de paliar la derrota, embarcó con lo que le quedaba de flota y se dirigió rumbo a la indefensa Atenas. Milcíades adivinó la hábil treta y mandó a su mejor corredor, Fidípides, a que avisara a sus conciudadanos de la victoria en Maratón. Éste lo hizo, y antes de caer extenuado, gritó ¡Niké, Niké! y los atenienses cerraron la ciudad a cal y canto y fortificaron su acrópolis, ante la mirada resignada del maltrecho ejército iránico. Atenas, una sola ciudad, con el único apoyo de la pequeña Platea, había humillado y destrozado en el campo de batalla, contra todo pronóstico, al poderoso Imperio Persa, el más grande del mundo entonces conocido. Era la I Guerra Médica.
Diez años después, en el 480 a.C., el sucesor de Darío, Jerjes I, reunió, de entre todas las naciones de su vasto imperio, el ejército más temible, poderoso y numeroso jamás visto, y lo lanzó sobre la Hélade, buscando vengar la afrenta sufrida por su padre en Maratón. Los griegos, divididos, no se pusieron de acuerdo en la táctica defensiva a plantear. Esparta abandonó a su suerte a Atenas, prefirió hacerse fuerte en el Peloponeso, y mandó a una fuerza simbólica, 300 de sus mejores soldados, al mando del rey Leónidas, al desfiladero de las Termópilas, puerta natural de Grecia, paso ineludible para el gran ejército de Jerjes en su camino hacia Atenas. Los 300 espartanos, junto a una fuerza aliada de otras ciudades griegas, se enfrentaron, en diáfana inferioridad numérica, al inmenso ejército persa. Aprovechando la angostura del terreno, y demostrando un valor y una heroicidad memorables, los espartanos contuvieron los embates de la infantería meda, inflingiendo cuantiosas bajas a los iranios y humillando constantemente a los míticos Inmortales del Gran Rey.
Tras saberse traicionado por el griego Efialtes, Leónidas licenció a sus aliados y se enfrentó, sólo con sus 300 hombres, a la colosal horda persa. Tras resistir épicamente, murieron. Pero su sacrificio sirvió para que el resto de las ciudades griegas se unieran y prepararan un plan de lucha contra el invasor.
Meses después, la población ateniense veía cómo su ciudad ardía, pasto de las llamas, en una vorágine destructiva y atroz. Refugiados en la cercana isla de Salamina, los atenienses al mando de Temístocles, conservaban intacta su flota, con la que intentaron atraer a la armada persa a un combate naval en las aguas de Salamina. Jerjes aceptó el duelo, y sentado en el trono que se hizo construir expresamente para la ocasión, en la colina de Skaramangá, contempló atónito la derrota apabullante de su poderosa armada frente a la hábil y experimentada flota ateniense. El caos cundió en los iranios y los griegos obtuvieron una victoria redonda y completa, expulsando a los persas de sus aguas y, posteriormente, de toda la Hélade.
Era el fin de la II Guerra Médica.
Estos hechos, cuasi olvidados de la memoria colectiva de Occidente, son cruciales, fundamentales, en el devenir histórico de Europa y, consecuentemente, del mundo. La osadía intrépida y temeraria de los atenienses en Maratón, la abnegación y la heroicidad legendaria de Leónidas y sus espartanos en las Termópilas, y la astucia y valentía de Temístocles en Salamina constituyen episodios memorables, míticos y troncales en la Historia de la Humanidad. Nó sólo fueron gloriosas victorias en guerras locales. El triunfo de los griegos en estas tres batallas supone mucho más.
Supone la conservación, la salvación de una civilización, la helénica, que serviría de base y sustrato a los imperios y civilizaciones venideras, que se irían asentando sobre lo que éstos dejaron. La democracia, la filosofía, el derecho, la justicia, la medicina, la literatura, el teatro, las artes y las ciencias son los fundamentos de Occidente. Todo ello proviene de aquí, de Grecia. Cómo hablamos, cómo nos expresamos, nuestro color de piel, nuestras costumbres, nuestros estudios, nuestra cultura, nuestras tradiciones y todo cuanto somos, tiene sus raíces, invariablemente, en Grecia. En Atenas, en Esparta, en Argos, en Tebas, en Corinto...
Todo esto es lo que salvaron aquellos grandes hombres en Maratón, en las Termópilas y en Salamina. Si los persas hubieran conquistado Grecia, ahora mismo sería inimaginable nuestro mundo. Totalmente diferente y opuesto a lo que somos y conocemos hoy en día. Quizás seríamos más morenos, hablaríamos una lengua arábiga o iránica, y nuestra conciencia y pensamientos serían distintos. Quizás si los atenienses no hubieran alcanzado raudos las líneas persas, o si los espartanos no hubieran resistido estoicamente en aquel desfiladero, cumpliendo las leyes de su patria, o si el plan de Temístocles hubiera fracasado en Salamina, el curso de la Historia hubiera sido absoluta y completamente diferente.
Por eso, como descendientes y herederos directos de la cultura griega, a través de nuestra propia sangre griega, romana y árabe, tenemos el derecho de conocer lo que ocurrió en estas grandes citas de la Historia, y el deber de comprenderlas y, ante todo, de recordarlas y honrarlas. De recordar y honrar a los 192 atenienses y a los cientos de platenses muertos en Maratón; a los 300 espartanos que yacen en las Termópilas, y a los griegos a los que las aguas de Salamina sirvieron de sepulcro. De recordar y honrar sus nombres, su sacrificio y su gesta. En cumplimiento de su deber como ciudadanos y hombres libres. Pagaron el más alto tributo para defender su mundo, su libertad, su patria, su civilización, sus familias, sus vidas. Nuestro mundo.
Honor y gloria a los héroes de Maratón, Termópilas y Salamina.
21 marzo 2007
Eutanasia
Recientemente se han sucedido, en España y en el extranjero, algunos casos de personas que reclamaban morir con dignidad. Esto ha vuelto a poner encima de la mesa, si no lo estaba ya, la polémica sobre la legalización de la eutanasia. Favorables y contrarios a esta medida vuelven a esgrimir sus argumentos sobre un tema donde, a mi modesto parecer, hay poco que discutir.
En España, la eutanasia como tal, entendida como la aplicación de medidas médicas para conducir a la muerte a un enfermo terminal o irreversible de la forma más digna y humana posible evitando así sufrimientos y agonías inútiles, está penalizada. En en año 2002 se aprobó en España una medida que permite a cualquier ciudadano realizar, mientras posee íntegras sus capacidades mentales, un testamento vital, a través del cual puede dejar clara su voluntad sobre recibir o no determinados tratamientos o ayudas terapéuticas en el caso de sufrir una enfermedad incurable o cualquier dolencia irreversible. Gracias a esto, se abrió la puerta en nuestro país a la eutanasia pasiva.
Este tipo de eutanasia, la pasiva, es la única aceptada, por el momento, en España. A cualquier enfermo que en su testamento vital haya expresado su negativa a, por ejemplo, que se prolongue su vida de manera artificial, se le desconectaría del artefacto que lo mantuviese mecánicamente con vida, aplicándosele así la llamada eutanasia pasiva. Pero esto no es suficiente, ya que ni todos los pacientes han hecho su testamento vital antes de encontrarse en su situación, ni todos los enfermos padecen las mismas patologías, ni, evidentemente, necesitan de los mismos cuidados.
Así pues, cientos de personas que se encuentran postradas en una cama y que sólo mueven los párpados, o sufren agónicos e indecibles dolores, se ven abocadas a vivir una vida indigna e infame. Por no mencionar las personas que yacen años ha en estado vegetativo, pendientes de un respirador, ajenas a cualquier circunstancia, sumidas en un sueño cuasi eterno y oscuro. La muerte, pero respirando.
Una existencia completamente sesgada, incapaces de realizar lo más básico que puede hacer un ser humano. Accidentes, enfermedades degenerativas, cánceres, etc, desterraron a estas personas a la ignominia de una cama de hospital o de una silla de ruedas. Quizás lo más trágico es que estas personas, en sus agonías, arrastran tras de sí a sus seres más queridos, que sufren, en silencio, un dolor más profundo y atroz: la impotencia de observar la pasión de sus familiares sin que ellos puedan hacer nada más que animarles, consolarles con su compañía y cariño.
Lo que exigen estas personas, como ciudadanos de pleno derecho en una sociedad democrática, es el reconocimiento de un derecho civil fundamental. El hombre posee el derecho a pensar, opinar, escribir y circular libremente. Tiene reconocido el derecho a vivir en una casa digna, a ganarse el sustento diario mediante un trabajo honrado, a manifestarse contra lo que no considera justo. La democracia española reconoce la mayoría de los derechos fundamentales del hombre. Menos uno: el derecho a morir dignamente.
El ser humano no puede elegir el cuándo de su hora final, pero a veces puede escoger el cómo. Tener el absoluto dominio y control de los propios actos es la máxima aspiración del hombre, y el acto último no puede ser menos. La vida pertenece a cada cual, y cada cual debería ver recogido, en las leyes que rigen la sociedad en la que vive, el derecho a poner fin a su vida como mejor le convenga, sin perjuicio del prójimo, por supuesto.
A esto se opone el sector más conservador de la sociedad española, encabezado, como no podía ser de otra manera, por la Iglesia Católica. La Curia argumenta que la vida no pertenece al Hombre, sino a Dios, y que por tanto es éste el que decide cuándo, cómo y dónde ponerle fin. Propugnan que los enfermos terminales, vegetativos o incurables, deben soportar el dolor y el sufrimiento que Dios les ofrece hasta su muerte, y que sus allegados deben consolarlos y amarlos hasta el fin con recogimiento cristiano. No parecen darse cuenta que la Iglesia Católica influye decisivamente en millones de personas en todo el mundo, y que sus opiniones sobre ciertos y delicados temas pueden arrastrar a la muerte a miles de creyentes que rigen su vida mediante los preceptos católicos.
Es muy respetable la posición de la Iglesia. Como lo es también que quien sea creyente siga sus dogmas y normativas con devoción e inquebrantabilidad. Pero señores, se pasa por alto una cosa importantísima: esta es una sociedad regida por una democracia parlamentaria y aconfesional. Y aquí, ni Dios, ni Alá ni Jehová tienen cabida en la sociedad civil. Por lo tanto, es intolerable que cualquier confesión religiosa intente vetar tal o cual ley, o entorpezca con quejas morales el desarrollo de una legislación que afecta a todo un país.
Por ello, el Gobierno de la Nación, éste o el que venga, debería ponerse de inmediato a elaborar una ley que permita a estas personas, que sufren una existencia inhumana, poner fin a sus vidas de forma digna. Regular esta norma, establecer todos los parámetros legales posibles para que la aplicación de la eutanasia se haga de forma segura, concienciada y leal a la voluntad del paciente o, en caso extremo, de sus más próximos familiares. Debemos cubrir de una vez por todas este derecho fundamental del hombre. La vida de cada uno nos pertenece, y debemos tener derecho a ponerle fin cuando consideremos oportuno.
Por supuesto, como todos los derechos y libertades, el que no quiera que se le aplique la eutanasia tiene el mismo derecho a que se respete su voluntad que el que la anhela. En esto consiste la democracia.
En España, la eutanasia como tal, entendida como la aplicación de medidas médicas para conducir a la muerte a un enfermo terminal o irreversible de la forma más digna y humana posible evitando así sufrimientos y agonías inútiles, está penalizada. En en año 2002 se aprobó en España una medida que permite a cualquier ciudadano realizar, mientras posee íntegras sus capacidades mentales, un testamento vital, a través del cual puede dejar clara su voluntad sobre recibir o no determinados tratamientos o ayudas terapéuticas en el caso de sufrir una enfermedad incurable o cualquier dolencia irreversible. Gracias a esto, se abrió la puerta en nuestro país a la eutanasia pasiva.
Este tipo de eutanasia, la pasiva, es la única aceptada, por el momento, en España. A cualquier enfermo que en su testamento vital haya expresado su negativa a, por ejemplo, que se prolongue su vida de manera artificial, se le desconectaría del artefacto que lo mantuviese mecánicamente con vida, aplicándosele así la llamada eutanasia pasiva. Pero esto no es suficiente, ya que ni todos los pacientes han hecho su testamento vital antes de encontrarse en su situación, ni todos los enfermos padecen las mismas patologías, ni, evidentemente, necesitan de los mismos cuidados.
Así pues, cientos de personas que se encuentran postradas en una cama y que sólo mueven los párpados, o sufren agónicos e indecibles dolores, se ven abocadas a vivir una vida indigna e infame. Por no mencionar las personas que yacen años ha en estado vegetativo, pendientes de un respirador, ajenas a cualquier circunstancia, sumidas en un sueño cuasi eterno y oscuro. La muerte, pero respirando.
Una existencia completamente sesgada, incapaces de realizar lo más básico que puede hacer un ser humano. Accidentes, enfermedades degenerativas, cánceres, etc, desterraron a estas personas a la ignominia de una cama de hospital o de una silla de ruedas. Quizás lo más trágico es que estas personas, en sus agonías, arrastran tras de sí a sus seres más queridos, que sufren, en silencio, un dolor más profundo y atroz: la impotencia de observar la pasión de sus familiares sin que ellos puedan hacer nada más que animarles, consolarles con su compañía y cariño.
Lo que exigen estas personas, como ciudadanos de pleno derecho en una sociedad democrática, es el reconocimiento de un derecho civil fundamental. El hombre posee el derecho a pensar, opinar, escribir y circular libremente. Tiene reconocido el derecho a vivir en una casa digna, a ganarse el sustento diario mediante un trabajo honrado, a manifestarse contra lo que no considera justo. La democracia española reconoce la mayoría de los derechos fundamentales del hombre. Menos uno: el derecho a morir dignamente.
El ser humano no puede elegir el cuándo de su hora final, pero a veces puede escoger el cómo. Tener el absoluto dominio y control de los propios actos es la máxima aspiración del hombre, y el acto último no puede ser menos. La vida pertenece a cada cual, y cada cual debería ver recogido, en las leyes que rigen la sociedad en la que vive, el derecho a poner fin a su vida como mejor le convenga, sin perjuicio del prójimo, por supuesto.
A esto se opone el sector más conservador de la sociedad española, encabezado, como no podía ser de otra manera, por la Iglesia Católica. La Curia argumenta que la vida no pertenece al Hombre, sino a Dios, y que por tanto es éste el que decide cuándo, cómo y dónde ponerle fin. Propugnan que los enfermos terminales, vegetativos o incurables, deben soportar el dolor y el sufrimiento que Dios les ofrece hasta su muerte, y que sus allegados deben consolarlos y amarlos hasta el fin con recogimiento cristiano. No parecen darse cuenta que la Iglesia Católica influye decisivamente en millones de personas en todo el mundo, y que sus opiniones sobre ciertos y delicados temas pueden arrastrar a la muerte a miles de creyentes que rigen su vida mediante los preceptos católicos.
Es muy respetable la posición de la Iglesia. Como lo es también que quien sea creyente siga sus dogmas y normativas con devoción e inquebrantabilidad. Pero señores, se pasa por alto una cosa importantísima: esta es una sociedad regida por una democracia parlamentaria y aconfesional. Y aquí, ni Dios, ni Alá ni Jehová tienen cabida en la sociedad civil. Por lo tanto, es intolerable que cualquier confesión religiosa intente vetar tal o cual ley, o entorpezca con quejas morales el desarrollo de una legislación que afecta a todo un país.
Por ello, el Gobierno de la Nación, éste o el que venga, debería ponerse de inmediato a elaborar una ley que permita a estas personas, que sufren una existencia inhumana, poner fin a sus vidas de forma digna. Regular esta norma, establecer todos los parámetros legales posibles para que la aplicación de la eutanasia se haga de forma segura, concienciada y leal a la voluntad del paciente o, en caso extremo, de sus más próximos familiares. Debemos cubrir de una vez por todas este derecho fundamental del hombre. La vida de cada uno nos pertenece, y debemos tener derecho a ponerle fin cuando consideremos oportuno.
Por supuesto, como todos los derechos y libertades, el que no quiera que se le aplique la eutanasia tiene el mismo derecho a que se respete su voluntad que el que la anhela. En esto consiste la democracia.
13 marzo 2007
Tauros
La calle estaba completamente desierta. Daban la una en el campanario de una iglesia cercana. El sol, pasado ya el cénit, comenzaba a proyectar una claridad más luminosa, más acre, menos cegadora. Un ligero viento de levante oreaba el ambiente.
Entonces, salido como por ensalmo de la nada, apareció en medio de la vía un formidable toro negro, negrísimo, imponente. El morlaco trotaba, con paso solemne, mirando a cada lado, desafiante. Dos enormes y simétricas astas coronaban su poderosa cabeza. La mirada, fiera y brava, retaba silenciosamente al cuadro extraño que se le presentaba ante sí. La viva estampa de la fiereza. El retrato perfecto del colosal y eterno toro de lidia.
Las casas, cerradas puertas y ventanas a cal y canto, contribuían al surrealismo de la escena. Onírica, increíble, irreal. El silencio sepulcral que llenaba el vacío de aquella calle solitaria y luminosa, era roto sólo por el eco de las fuertes pezuñas del toro al pisar en el asfalto.
Sereno, el bravo animal se paró. Su majestuosa figura irradiaba fortaleza, nobleza y una ignota sabiduría. Su alargada sombra coloreaba las blancas y encaladas fachadas y paredes de las viviendas. Seguía sin haber nadie por la calle. Ni un ruido, ni una sola voz. Sólo la potente respiración del bóvido, sus tranquilos bufidos.
De repente, el toro alzó su descomunal testuz. Al final de la calle se adivinaba la silueta de un hombre que avanzaba lentamente en dirección opuesta hasta él. El morlaco, el aire calmado, clavó su mirada en el hombre que se acercaba. Algo en el animal se había activado. Tensión. Calma tensa.
El hombre llegó y se paró a unos metros del toro. Se miraron, el uno al otro. El hombre parecía no temer peligro alguno, y el animal no hacía nada por embestir. Sólo se observaban. Se medían, silenciosamente. Cualquiera que hubiera visto en ese instante aquella inimaginable escena, se habría sorprendido ante el instintivo respeto entre los dos seres. El hombre, gallardo, erguido, firme y tranquilo. El toro, magnífico en su porte mayestático, cabeza alta, mirada fiera. En aquella mirada, el hombre creyó advertir algo sobrenatural, primitivo. Una fuerza original, una bravura atávica. Un instinto feroz, brutal, pero a la vez noble. Algo que empujaría irremisiblemente al toro a embestir con su poderosa cornamenta si el hombre hubiera realizado el más mínimo gesto brusco. Y éste, cuando adivinó todo esto, sintió miedo. Un miedo irracional, innato. La supervivencia que llamaba a los dos seres desde los más hondo de sus abismos. El centinela en guardia que no dudaría en dar la voz de alarma si el extraño dejase entrever intenciones ofensivas.
El animal no percibió el temor del hombre, y permaneció estático, observando al que estaba delante suya. Ya se habían visto antes. Muchas veces. En el campo, cuando el hombre lo buscaba, atrevido, subido en el lomo de un caballo. En la plaza mayor de cualquier pueblo, probándose mutuamente, la vida frente a la burla, el quiebro. Luego en el coso, en la arena. A las cinco de la tarde de cualquier agosto. Tendido lleno, silencio solemne. En duelo mortal, artístico, sublime. Con la muerte y la gloria danzando alrededor. No eran desconocidos.
Tras un breve lapso de tiempo, la escena irreal pareció disolverse. O transformarse. El bravo animal, tras evaluar a su oponente, retrocedió uno, dos, tres pasos. Formidable en sus andares, se dio la vuelta lentamente, y trotó indolentemente calle abajo. Cruzó una esquina y, al hacerlo y antes de desaparecer de la vista del hombre, volvió a medias la cabeza poderosa, la cornamenta incontestable, y clavó su mirada altiva y atávicamente diabólica en la silueta del hombre lejano, antes de desaparecer, mayestático, de aquel surrealista y onírico escenario.
Entonces, salido como por ensalmo de la nada, apareció en medio de la vía un formidable toro negro, negrísimo, imponente. El morlaco trotaba, con paso solemne, mirando a cada lado, desafiante. Dos enormes y simétricas astas coronaban su poderosa cabeza. La mirada, fiera y brava, retaba silenciosamente al cuadro extraño que se le presentaba ante sí. La viva estampa de la fiereza. El retrato perfecto del colosal y eterno toro de lidia.
Las casas, cerradas puertas y ventanas a cal y canto, contribuían al surrealismo de la escena. Onírica, increíble, irreal. El silencio sepulcral que llenaba el vacío de aquella calle solitaria y luminosa, era roto sólo por el eco de las fuertes pezuñas del toro al pisar en el asfalto.
Sereno, el bravo animal se paró. Su majestuosa figura irradiaba fortaleza, nobleza y una ignota sabiduría. Su alargada sombra coloreaba las blancas y encaladas fachadas y paredes de las viviendas. Seguía sin haber nadie por la calle. Ni un ruido, ni una sola voz. Sólo la potente respiración del bóvido, sus tranquilos bufidos.
De repente, el toro alzó su descomunal testuz. Al final de la calle se adivinaba la silueta de un hombre que avanzaba lentamente en dirección opuesta hasta él. El morlaco, el aire calmado, clavó su mirada en el hombre que se acercaba. Algo en el animal se había activado. Tensión. Calma tensa.
El hombre llegó y se paró a unos metros del toro. Se miraron, el uno al otro. El hombre parecía no temer peligro alguno, y el animal no hacía nada por embestir. Sólo se observaban. Se medían, silenciosamente. Cualquiera que hubiera visto en ese instante aquella inimaginable escena, se habría sorprendido ante el instintivo respeto entre los dos seres. El hombre, gallardo, erguido, firme y tranquilo. El toro, magnífico en su porte mayestático, cabeza alta, mirada fiera. En aquella mirada, el hombre creyó advertir algo sobrenatural, primitivo. Una fuerza original, una bravura atávica. Un instinto feroz, brutal, pero a la vez noble. Algo que empujaría irremisiblemente al toro a embestir con su poderosa cornamenta si el hombre hubiera realizado el más mínimo gesto brusco. Y éste, cuando adivinó todo esto, sintió miedo. Un miedo irracional, innato. La supervivencia que llamaba a los dos seres desde los más hondo de sus abismos. El centinela en guardia que no dudaría en dar la voz de alarma si el extraño dejase entrever intenciones ofensivas.
El animal no percibió el temor del hombre, y permaneció estático, observando al que estaba delante suya. Ya se habían visto antes. Muchas veces. En el campo, cuando el hombre lo buscaba, atrevido, subido en el lomo de un caballo. En la plaza mayor de cualquier pueblo, probándose mutuamente, la vida frente a la burla, el quiebro. Luego en el coso, en la arena. A las cinco de la tarde de cualquier agosto. Tendido lleno, silencio solemne. En duelo mortal, artístico, sublime. Con la muerte y la gloria danzando alrededor. No eran desconocidos.
Tras un breve lapso de tiempo, la escena irreal pareció disolverse. O transformarse. El bravo animal, tras evaluar a su oponente, retrocedió uno, dos, tres pasos. Formidable en sus andares, se dio la vuelta lentamente, y trotó indolentemente calle abajo. Cruzó una esquina y, al hacerlo y antes de desaparecer de la vista del hombre, volvió a medias la cabeza poderosa, la cornamenta incontestable, y clavó su mirada altiva y atávicamente diabólica en la silueta del hombre lejano, antes de desaparecer, mayestático, de aquel surrealista y onírico escenario.
10 marzo 2007
Los Cuernos de Hattin, II
...ahora, lejos ya de su tierra y de sus recuerdos, servía en Tierra Santa bajo la bandera de Raimundo de Trípoli, defendiendo el agonizante Reino Latino de Jerusalén. No se había alistado por fe, ni por devoción. Su curiosidad por conocer Palestina y las lucrativas promesas de botín lo habían llevado hasta allí. Presto a luchar contra aquel ángel del demonio que había llegado desde donde se unen el Tigris y el Éufrates para expulsar al mar a los cristianos de Tierra Santa. El Sultán de Egipto lideraba el empuje musulmán y Jerusalén era su meta. Y allí, en medio de un terrible desfiladero, trampa mortal en la que habían caído los cristianos en su desesperación, se encontraba Lope Núñez, esperando la muerte segura con tranquilidad y resignación.
Alzó su mirada al cielo y a través de las rendijas del yelmo observó la bóveda celeste, fulgurante en su claridad, y quedó cegado por el resplandor brutal del sol que refulgía en las armaduras de los miles de soldados que allí se concentraban. Las cavernas y las rocosas paredes de la garganta de Hattin reverberaban bajo aquel calor infernal, y el cuadro, con las dos imponentes colinas a cada lado y las huestes sarracenas enfrente se le figuró a Lope como la representación viva del ángel vengador y justiciero que Dios enviaba para que, con su espada purificadora, exterminara a los hombres que en su nombre derramaban tanta sangre desde la I Cruzada. Todo era como natural, le pareció a Lope. Los hombres, el cielo refulgente, las arenas áridas, la muerte que aguardaba afilando su guadaña tras los riscos del desfiladero de Hattin, excitada ante el olor de la sangre cristiana. Porque no se engañaba, de allí no saldrían.
Cuando corrió entre las filas de la caballería la orden de ataque, Lope acarició el negro pelaje de su poderoso corcél, lo espoleó al lentamente, se ajustó el yelmo y empuñó su magnífico alfanje vizcaíno. Ahora sólo lo tenía a él. Dios hacía mucho que había abandonado aquel lugar yermo y abrasado. Miró a sus compañeros. Rostros serios y graves, miradas fieras. Gente de armas, veterana, hecha a sufrir y a batallar en el borde del abismo, con la Parca enfrente riéndo malévola, jugándose los cuartos con el filo de su espada.Puso su mente en blanco y se preparó para morir matando.
La caballería de Raimundo se lanzó al galope contra la vanguardia sarracena con la vana esperanza de abrir suficiente hueco para que el grueso del ejécito cruzado llegara a Tiberíades y la liberara. Lope entró en el fragor del combate gritando a voz en cuello el grito ibérico ancestral de ¡Santiago, Santiago, Castilla y Santiago! y rugió dando mandobles por doquier, batiendose como un león. Por un momento pareció que lo conseguían, pero pronto se percató Lope Núñez de que aquello era una estratagema de Saladino, que había ordenado a sus filas que se abrieran para luego encerrar a la caballería cruzada en una jaula mortal. Lope comprendió que aquellas ardientes arenas de Hattin serían su tumba, que Jerusalén estaba perdida, y con ella el destino de los cristianos de Tierra Santa. Que nunca más volverían a reinar en Palestina. Que nunca más vería salir el sol.
Pero antes, pensó Lope en un brevísimo lapso de reposo, se llevaría de invitados a unos cuantos sarracenos a la cena que el diablo le prepararía para esa noche.
Alzó su mirada al cielo y a través de las rendijas del yelmo observó la bóveda celeste, fulgurante en su claridad, y quedó cegado por el resplandor brutal del sol que refulgía en las armaduras de los miles de soldados que allí se concentraban. Las cavernas y las rocosas paredes de la garganta de Hattin reverberaban bajo aquel calor infernal, y el cuadro, con las dos imponentes colinas a cada lado y las huestes sarracenas enfrente se le figuró a Lope como la representación viva del ángel vengador y justiciero que Dios enviaba para que, con su espada purificadora, exterminara a los hombres que en su nombre derramaban tanta sangre desde la I Cruzada. Todo era como natural, le pareció a Lope. Los hombres, el cielo refulgente, las arenas áridas, la muerte que aguardaba afilando su guadaña tras los riscos del desfiladero de Hattin, excitada ante el olor de la sangre cristiana. Porque no se engañaba, de allí no saldrían.
Cuando corrió entre las filas de la caballería la orden de ataque, Lope acarició el negro pelaje de su poderoso corcél, lo espoleó al lentamente, se ajustó el yelmo y empuñó su magnífico alfanje vizcaíno. Ahora sólo lo tenía a él. Dios hacía mucho que había abandonado aquel lugar yermo y abrasado. Miró a sus compañeros. Rostros serios y graves, miradas fieras. Gente de armas, veterana, hecha a sufrir y a batallar en el borde del abismo, con la Parca enfrente riéndo malévola, jugándose los cuartos con el filo de su espada.Puso su mente en blanco y se preparó para morir matando.
La caballería de Raimundo se lanzó al galope contra la vanguardia sarracena con la vana esperanza de abrir suficiente hueco para que el grueso del ejécito cruzado llegara a Tiberíades y la liberara. Lope entró en el fragor del combate gritando a voz en cuello el grito ibérico ancestral de ¡Santiago, Santiago, Castilla y Santiago! y rugió dando mandobles por doquier, batiendose como un león. Por un momento pareció que lo conseguían, pero pronto se percató Lope Núñez de que aquello era una estratagema de Saladino, que había ordenado a sus filas que se abrieran para luego encerrar a la caballería cruzada en una jaula mortal. Lope comprendió que aquellas ardientes arenas de Hattin serían su tumba, que Jerusalén estaba perdida, y con ella el destino de los cristianos de Tierra Santa. Que nunca más volverían a reinar en Palestina. Que nunca más vería salir el sol.
Pero antes, pensó Lope en un brevísimo lapso de reposo, se llevaría de invitados a unos cuantos sarracenos a la cena que el diablo le prepararía para esa noche.
Los Cuernos de Hattin, I
La suave brisa que hacía ondear los pendones y los estandartes de los dos ejércitos era como una rayo efímero de frescura en medio de aquel desfiladero árido y asolado por el sol inmisericorde. Los cuernos de Hattin eran una caldera abrasadora donde las cansadas tropas del rey de Jerusalén esperaban, junto al pozo de agua salvador, órdenes de sus generales.
Irreductibles caballeros del Temple, junto a los célebres Hospitalarios, se agrupaban aquella mañana del 4 de julio de 1187 en orden de combate en la garganta de Hattin, cerca de Tiberíades, en Tierra Santa. Habían tenido que tomar el único pozo de agua disponible en la zona, a pesar del acoso de las huestes del Sultán de Egipto, el mítico Saladino. Ahora se encontraban cercados por el poderoso ejército del rey ayubí, encerrados en la ratonera que formaba el angosto espacio entre las dos escarpadas colinas de Hattin.
Sitiados y cerrada toda vía de escape, Guido de Lusignan, el rey latino de Jerusalén, se reunía con los caballeros cruzados más importantes de su ejército: Reinaldo de Chatillón y Raimundo III de Trípoli. El objetivo estaba claro, tenían que llegar a tiempo a Tiberíades para socorrer a la ciudad asediada. Para ello, deberían romper la barrera que Saladino había plantado ante el ejército cristiano en aquel desfiladero. Y para lograrlo, Guido de Lusignan contaba con la caballería de Raimundo III de Trípoli.
...
Lope Núñez resoplaba sofocado bajo el yelmo de acero que le cubría la cabeza. Erguido en su cabalgadura, ataviado para la batalla, miraba atentamente las huestes sarracenas que se arracimaban, ansiosas de entrar en combate, detrás del pequeño riachuelo proveniente del pozo de Hattin. Observaba sus caras, morenas y negras, tostadas al sol, y recordaba la suya propia, igualmente moruna y bruñida por el calor de su Castilla natal. Había luchado desde que era apenas un zagal en la frontera con Al-Andalus, contra el enemigo ancestral, el moro. Había asaltado granjas, haciendas e incluso poblados, al amparo de la noche, junto a sus vecinos y hermanos, en las famosas y lucrativas incursiones relámpago que solían hacerse en las regiones fronterizas de aquellas tierras.
Se tanteaba ahora la cicatriz del costado. Fue en una de tantas correrías en suelo moro. Absorto y enfebrecido en la destrucción de un granero, no se percató de la presencia de defensores sarracenos hasta que uno de ellos le pasó el filo de su alfanje por el costado. La cota de malla lo salvó. Eso, y su rápida reacción, asestándole un furioso mandoble al moro en la cara y espoleando a su corcél para ponerse a salvo en tierra cristiana...
06 marzo 2007
04 marzo 2007
Esperpento nacional
Asistimos en estos días, perplejos e indignados, a uno de los hechos más bochornosos y humillantes para la joven democracia española. Un acontecimiento que resquebraja el edificio del Estado y la moral de un pueblo que desconfía de una administración que actúa con semejante necedad. Estos son los hechos:
De Juana Chaos, reconocido miembro de la banda terrorista ETA, lideró el comando Madrid que, desde junio de 1985 hasta julio de 1986 asesinó a 25 personas en 6 atentados, 3 de ellos mediante el uso de coches-bomba y los otros 3 con la utilización de metralletas y armas ligeras.
Tras esto, fue detenido, junto al resto del comando, en Madrid en 1987.
Fue juzgado bajo el Código Penal de 1973 y condenado a más de 3000 años de cárcel por todos sus crímenes. Debido a la reducción de penas prevista en dicho Código Penal, arcaico y desfasado, que databa de los últimos años de la dictadura franquista, cumplió tan sólo 18 años de prisión, tras los cuales, iba a ser puesto en libertad. En total, 8 meses en la cárcel por cada una de sus víctimas. Así de barato les resulta a estas alimañas matar en España.
En todo este tiempo de reclusión, ni una muestra de arrepentimiento. Ni un sólo acto de contricción, de disculpa, de piedad. Al contrario, celebraba, con una maldad y una iniquidad pasmosa, los atentados y asesinatos de sus correligionarios. Pedía champaña para brindar por cada nueva víctima del separatismo radical vasco. Con una ruin falta de humanidad y de respeto, aplaudía las acciones terroristas y se reía de las víctimas, de su sufrimiento y de su dolor.
En 2006, ante el clamor popular por la puesta en libertad de semejante canalla, la Justicia decide volver a juzgarlo por un delito de amenazas y de apología del terrorismo, por unos escritos de De Juana Chaos en diversos panfletos para gudaris en potencia, y es condenado nuevamente a 12 años de prisión.
Después de esto, el 26 de octubre de 2006 inicia su segunda huelga de hambre, alegando la invención de delitos por parte del Estado para mantenerlo preso indefinidamente, tras haber cumplido su condena anterior. Tras varios meses de ayuno, se desató una polémica entre las protestas del etarra, de su entorno y del ámbito pro-etarra, que reclamaban su excarcelación y denunciaban supuestas vejaciones y torturas por parte de la democracia española a su heroico y mártir gudari. Todo esto, con la mezquindad y la perversión propias de unos neofascistas que se autodenominan de izquierdas y que apoyan, explícitamente, el terrorismo y los asesinatos. La represión, el acoso, la hostilidad, la manipulación, la mentira, la infamia, la desvergüenza, el miedo, la cobardía, el totalitarismo... Es bueno saber que todo esto, y mucha mierda más, es lo que representa lo que algunos soplapollas denominan izquierda abertzale.
Tras asistir a reclamaciones y denuncias esperpénticas, a dimes y diretes entre la oposición, siempre dispuesta a devorar la carroña, y el Gobierno de la Nación, siempre empeñado en demostrar que no hay cota de ridiculez e incompetencia que no se supere con esfuerzo y ganas, el asesino sanguinario de De Juana Chaos, cometiendo un soborno y un chantaje inaceptables al Estado de derecho, ha sido puesto en libertad, ante la indignación de todo un país. Motivos humanitarios aducen. Que se estaba muriendo y tal. Que no queremos que se haga un mártir de la causa independentista y bla, bla, bla. Rebaja de condena, prisión atenuada y en menos de un avemaría, en la puta calle. Vericuetos y lagunas judiciales, y la connivencia del Gobierno de la Nación, posibilitan que un asesino se vaya a su casa de rositas, tras ayunar un poco y meter barriga para la foto.
Asesinar a 25 personas, descojonarse de la democracia y de la ley, reírse de las víctimas, todo esto, sale casi gratis en España. Dar pie a agravios comparativos con los demás presos en España, ofrecerles un modelo a seguir para salir rápido de prisión y eximirse de sus condenas. Encima, recibir los mejores cuidados médicos y tener a toda la opinión pública hablando de ti y de tu causa. Enfrentar a gobierno y oposición, crear un cisma en el propio partido en el poder, y herir de muerte a un Ejecutivo cada vez más errante. Todo esto lo ha logrado De Juana. Zapatero, mientras tanto, acaba de firmar su derrota. En bandeja de plata se lo ha servido a Rajoy. No va a perder por méritos de la derecha. No. Perderá por su propia incapacidad.
Luego de todo esto, sólo espero que ese gran canalla se pudra en el infierno, o en lo que haiga que se le parezca.
De Juana Chaos, reconocido miembro de la banda terrorista ETA, lideró el comando Madrid que, desde junio de 1985 hasta julio de 1986 asesinó a 25 personas en 6 atentados, 3 de ellos mediante el uso de coches-bomba y los otros 3 con la utilización de metralletas y armas ligeras.
Tras esto, fue detenido, junto al resto del comando, en Madrid en 1987.
Fue juzgado bajo el Código Penal de 1973 y condenado a más de 3000 años de cárcel por todos sus crímenes. Debido a la reducción de penas prevista en dicho Código Penal, arcaico y desfasado, que databa de los últimos años de la dictadura franquista, cumplió tan sólo 18 años de prisión, tras los cuales, iba a ser puesto en libertad. En total, 8 meses en la cárcel por cada una de sus víctimas. Así de barato les resulta a estas alimañas matar en España.
En todo este tiempo de reclusión, ni una muestra de arrepentimiento. Ni un sólo acto de contricción, de disculpa, de piedad. Al contrario, celebraba, con una maldad y una iniquidad pasmosa, los atentados y asesinatos de sus correligionarios. Pedía champaña para brindar por cada nueva víctima del separatismo radical vasco. Con una ruin falta de humanidad y de respeto, aplaudía las acciones terroristas y se reía de las víctimas, de su sufrimiento y de su dolor.
En 2006, ante el clamor popular por la puesta en libertad de semejante canalla, la Justicia decide volver a juzgarlo por un delito de amenazas y de apología del terrorismo, por unos escritos de De Juana Chaos en diversos panfletos para gudaris en potencia, y es condenado nuevamente a 12 años de prisión.
Después de esto, el 26 de octubre de 2006 inicia su segunda huelga de hambre, alegando la invención de delitos por parte del Estado para mantenerlo preso indefinidamente, tras haber cumplido su condena anterior. Tras varios meses de ayuno, se desató una polémica entre las protestas del etarra, de su entorno y del ámbito pro-etarra, que reclamaban su excarcelación y denunciaban supuestas vejaciones y torturas por parte de la democracia española a su heroico y mártir gudari. Todo esto, con la mezquindad y la perversión propias de unos neofascistas que se autodenominan de izquierdas y que apoyan, explícitamente, el terrorismo y los asesinatos. La represión, el acoso, la hostilidad, la manipulación, la mentira, la infamia, la desvergüenza, el miedo, la cobardía, el totalitarismo... Es bueno saber que todo esto, y mucha mierda más, es lo que representa lo que algunos soplapollas denominan izquierda abertzale.
Tras asistir a reclamaciones y denuncias esperpénticas, a dimes y diretes entre la oposición, siempre dispuesta a devorar la carroña, y el Gobierno de la Nación, siempre empeñado en demostrar que no hay cota de ridiculez e incompetencia que no se supere con esfuerzo y ganas, el asesino sanguinario de De Juana Chaos, cometiendo un soborno y un chantaje inaceptables al Estado de derecho, ha sido puesto en libertad, ante la indignación de todo un país. Motivos humanitarios aducen. Que se estaba muriendo y tal. Que no queremos que se haga un mártir de la causa independentista y bla, bla, bla. Rebaja de condena, prisión atenuada y en menos de un avemaría, en la puta calle. Vericuetos y lagunas judiciales, y la connivencia del Gobierno de la Nación, posibilitan que un asesino se vaya a su casa de rositas, tras ayunar un poco y meter barriga para la foto.
Asesinar a 25 personas, descojonarse de la democracia y de la ley, reírse de las víctimas, todo esto, sale casi gratis en España. Dar pie a agravios comparativos con los demás presos en España, ofrecerles un modelo a seguir para salir rápido de prisión y eximirse de sus condenas. Encima, recibir los mejores cuidados médicos y tener a toda la opinión pública hablando de ti y de tu causa. Enfrentar a gobierno y oposición, crear un cisma en el propio partido en el poder, y herir de muerte a un Ejecutivo cada vez más errante. Todo esto lo ha logrado De Juana. Zapatero, mientras tanto, acaba de firmar su derrota. En bandeja de plata se lo ha servido a Rajoy. No va a perder por méritos de la derecha. No. Perderá por su propia incapacidad.
Luego de todo esto, sólo espero que ese gran canalla se pudra en el infierno, o en lo que haiga que se le parezca.
26 febrero 2007
Carnavalia
Don Carnal ha vuelto a vencer a Doña Cuaresma, un año más, antes de caer derrotado, ebrio de vino, alegría y carne. Ha arrastrado, como siempre, en su vértigo festivo, a miles de mortales que, embriagados con el lascivo aroma de la primavera naciente, se han dado al ruido y al jolgorio con desenfreno.
Luego, como un pelele vencido por la fatiga del baile y la danza sin fin, Don Carnal se ha postrado inerme ante la enlutada presencia cuaresmal. No ha sido su católica señoría quien lo ha vencido. No. Fue el viento, la música y la algarada. El vino y la carne.
Existe un lugar, al sur del sur, donde cada año, puntual, Dionisio vuelve a apostarse en las esquinas, con la copa de fino en la mano y la máscara tapándole el rostro, para deleitarse con las coplas y popurríes que donosas comparsas y chirigotas inventan en las plazas, encima de los tablados, o en las peñas y bares, congregado junto a su pueblo. Se emociona cuando un coro o una comparsa le toca la fibra, y se ríe a mandíbula batiente con los más ingeniosos chascarrillos de cualquier osada chirigota. Dionisio asiente, con irónica sonrisa, cuando satirizan a los que mandan.
Porque sabe que esta es la fiesta del pueblo, donde éste se pronuncia, y dicta sentencia.
Otras veces se disimula, bajo cualquier disfraz, entre la marabunta de personas que, entregadas a los efluvios carnavalescos, baten cajas y bombos con furia desmedida, con alborozo renovado. Convulsiona su cuerpo al rítmico son de los instrumentos, ajeno a todo, locuaz y gallardo con todo aquel con el que se cruza.
Porque en carnaval la gente se abraza, habla, baila alegremente, unos con otros, aun siendo desconocidos. Es la magia dionisíaca del tiempo de la risa, y de la sonrisa. La esencia de un pueblo que se entrega a la antigua Saturnalia y la convierte en su razón de existencia.
Después, luego de haber recibido el pertinente e inevitable acuse de recibo del vino en su zarandeado cuerpo, se dipone animoso a contemplar y participar en la fabulosa cabalgata de luces, sonidos, colores, imágenes, disfraces, máscaras, carrozas e ingenio que cierra este lapso de tiempo maravilloso en aquel lugar, al sur del sur.
Dionisio, Don Carnal, o como prefieran, mira con malicia de pícaro los rostros graves y serios de los hombres de Dios que, desde sus atalayas sagradas, desaprueban desdeñosamente tanta algarada, tanto ruido y tanta alegría popular. Esperan ansiosos la Cuaresma, el Miércoles de Ceniza, el preludio de la Semana Santa. El tiempo y la hora de hacer purgar a los hombres tanto exceso carnavalesco.
Déle Dios la penitencia a quien la quiera.
Pero no saben que en carnaval todo el mundo se abraza, ríe y baila junto al prójimo, compartiendo su alegría. No hay un porqué para esto. Ninguna razón lógica. Pero es así.
O quizás sí la haya. ¿No es suficiente motivo el estar vivo, el poder celebrar un año más el auge y dominio de Don Carnal?
Luego, como un pelele vencido por la fatiga del baile y la danza sin fin, Don Carnal se ha postrado inerme ante la enlutada presencia cuaresmal. No ha sido su católica señoría quien lo ha vencido. No. Fue el viento, la música y la algarada. El vino y la carne.
Existe un lugar, al sur del sur, donde cada año, puntual, Dionisio vuelve a apostarse en las esquinas, con la copa de fino en la mano y la máscara tapándole el rostro, para deleitarse con las coplas y popurríes que donosas comparsas y chirigotas inventan en las plazas, encima de los tablados, o en las peñas y bares, congregado junto a su pueblo. Se emociona cuando un coro o una comparsa le toca la fibra, y se ríe a mandíbula batiente con los más ingeniosos chascarrillos de cualquier osada chirigota. Dionisio asiente, con irónica sonrisa, cuando satirizan a los que mandan.
Porque sabe que esta es la fiesta del pueblo, donde éste se pronuncia, y dicta sentencia.
Otras veces se disimula, bajo cualquier disfraz, entre la marabunta de personas que, entregadas a los efluvios carnavalescos, baten cajas y bombos con furia desmedida, con alborozo renovado. Convulsiona su cuerpo al rítmico son de los instrumentos, ajeno a todo, locuaz y gallardo con todo aquel con el que se cruza.
Porque en carnaval la gente se abraza, habla, baila alegremente, unos con otros, aun siendo desconocidos. Es la magia dionisíaca del tiempo de la risa, y de la sonrisa. La esencia de un pueblo que se entrega a la antigua Saturnalia y la convierte en su razón de existencia.
Después, luego de haber recibido el pertinente e inevitable acuse de recibo del vino en su zarandeado cuerpo, se dipone animoso a contemplar y participar en la fabulosa cabalgata de luces, sonidos, colores, imágenes, disfraces, máscaras, carrozas e ingenio que cierra este lapso de tiempo maravilloso en aquel lugar, al sur del sur.
Dionisio, Don Carnal, o como prefieran, mira con malicia de pícaro los rostros graves y serios de los hombres de Dios que, desde sus atalayas sagradas, desaprueban desdeñosamente tanta algarada, tanto ruido y tanta alegría popular. Esperan ansiosos la Cuaresma, el Miércoles de Ceniza, el preludio de la Semana Santa. El tiempo y la hora de hacer purgar a los hombres tanto exceso carnavalesco.
Déle Dios la penitencia a quien la quiera.
Pero no saben que en carnaval todo el mundo se abraza, ríe y baila junto al prójimo, compartiendo su alegría. No hay un porqué para esto. Ninguna razón lógica. Pero es así.
O quizás sí la haya. ¿No es suficiente motivo el estar vivo, el poder celebrar un año más el auge y dominio de Don Carnal?
09 febrero 2007
El gudari de Alsasua
Tengo delante un mural callejero en plan épico, al estilo de los del IRA: un aguerrido combatiente por la libertad y la independencia, remangado y viril, puño en alto y Kalashnikov en la otra mano, con las palabras Euskal herría dugu irabazteko –tenemos que ganar Euskalerría– pintadas al lado. Y qué bonito y alentador sería todo eso, me digo al echarle un vistazo, como ejemplo para jóvenes y demás, si la patria a la que se refiere el mural hubiera sido invadida por los ingleses en el siglo XII, y luego hubiese sufrido guerras de exterminio y represiones cruentas, con miles de deportados a las colonias –véanse las guías telefónicas de Estados Unidos y Australia–, y en 1916 hubiera vivido una insurrección general con combates callejeros y muchos fusilados, y luego independencia con amputación territorial, domingos sangrientos con soldados asesinando a manifestantes, y junto a las ratas pistoleras de coche bomba o tiro en la nuca y salir corriendo, que las hubo y no pocas, hubiese habido también, que nunca faltaron, cojones suficientes para asaltar a tiro limpio cuarteles y comisarías, jugándosela de verdad, mientras en las calles los niños se enfrentaban con piedras al Ejército británico. Etcétera.
Pero resulta que no. Que de Irlanda, nada. Que el mural al que me refiero está en una calle de Alsasua, Navarra, y que la patria a la que se refiere, integrada con el resto de los pueblos de España, partícipe y protagonista de su destino común desde los siglos XIII y XIV, goza hoy de un nivel de autonomía y autogobierno desconocido en ningún lugar de Europa, incluida la parte de Irlanda que aún es británica. O sea, que no es lo mismo; por mucho que se busquen paralelismos con lo que ni es ni nunca fue, y por mucho que ciertos cantamañanas que no tienen ni pajolera idea de las historias irlandesa y vasca sigan el juego idiota de la patria oprimida. Aquí, ahora, los oprimidos son otros. Por ejemplo, los dos pobres ecuatorianos de la T-4, oprimidos por toneladas de escombros.
Y ahora, la pregunta del millón de mortadelos: si faltan cojones y fundamento histórico, si los heroicos gudaris del mural de Alsasua no son, aquí y ahora –basta ver sus fotos y leer su correspondencia cuando los trincan–, sino doscientos tiñalpas incultos y descerebrados, sin otra ideología que la violencia irracional al servicio de quimeras difusas e imposibles, ¿cómo es posible que esos fulanos, sin otra inquietud intelectual que averiguar cuáles son los polos positivo y negativo de las pilas que harán estallar la bomba o el lado de la pistola por donde sale la bala, hayan conseguido que toda España esté pendiente de ellos, que la política nacional sea tan crispada y sucia que hasta los emigrantes terminen dividiéndose, y que, como en los viejos tiempos, periodistas de Telemadrid sean atacados por ultrafachas y lectores con El País bajo el brazo se vean perseguidos al grito de rojos e hijos de la gran puta?
En mi opinión –que comparto conmigo mismo–, tanto disparate prueba que ETA no es el problema. Que en realidad es sólo un pretexto para que nuestra ruindad cainita, nuestra miserable naturaleza, se manifieste de nuevo. Ni siquiera la perversa imbecilidad de los partidos políticos, incluida la permanente mala fe de los nacionalistas, justifica la situación. ETA y sus consecuencias son sólo un indicio más de nuestra incapacidad para obrar con rectitud. Síntomas de la sucia España de toda la vida, enferma de sí misma; la del rencor y la envidia cobarde; la del por qué él y yo no; la que desprecia cuanto ignora y odia cuanto envidia; la que retorna pidiendo cerillas y haces de leña, exigiendo cunetas y paredones donde ajustar cuentas; la que sólo se calma cuando le meten dinero en el bolsillo o ve pasar el cadáver del vecino de quien codicia la casa, el coche, la mujer, la hacienda. Al observar el comedero de cerdos en que, con la complicidad ciudadana, nuestra infame clase política ha convertido treinta años de democracia bien establecida, se comprenden muchos momentos terribles de nuestra historia. ETA es sólo una variante analfabeta, una degeneración psicópata más. Sin ETA, con Franco o sin él, con Felipe V o el archiduque Carlos, sin los Reyes Católicos o con la madre que los parió, seguiríamos siendo gentuza que si no extermina al adversario es porque no puede; porque ahora está mal visto y queda feo en el telediario. Pero si retrocediéramos en el tiempo y nos dieran un Máuser, un despacho de Gobernación, una toga de juez en juicio sumarísimo, llenaríamos de nuevo los cementerios.
El problema no es ETA. Ni siquiera nuestros miserables políticos lo son. El problema somos nosotros: la vieja, triste y ruin España.
Arturo Pérez-Reverte, XL Semanal, 4 de febrero de 2007
Pero resulta que no. Que de Irlanda, nada. Que el mural al que me refiero está en una calle de Alsasua, Navarra, y que la patria a la que se refiere, integrada con el resto de los pueblos de España, partícipe y protagonista de su destino común desde los siglos XIII y XIV, goza hoy de un nivel de autonomía y autogobierno desconocido en ningún lugar de Europa, incluida la parte de Irlanda que aún es británica. O sea, que no es lo mismo; por mucho que se busquen paralelismos con lo que ni es ni nunca fue, y por mucho que ciertos cantamañanas que no tienen ni pajolera idea de las historias irlandesa y vasca sigan el juego idiota de la patria oprimida. Aquí, ahora, los oprimidos son otros. Por ejemplo, los dos pobres ecuatorianos de la T-4, oprimidos por toneladas de escombros.
Y ahora, la pregunta del millón de mortadelos: si faltan cojones y fundamento histórico, si los heroicos gudaris del mural de Alsasua no son, aquí y ahora –basta ver sus fotos y leer su correspondencia cuando los trincan–, sino doscientos tiñalpas incultos y descerebrados, sin otra ideología que la violencia irracional al servicio de quimeras difusas e imposibles, ¿cómo es posible que esos fulanos, sin otra inquietud intelectual que averiguar cuáles son los polos positivo y negativo de las pilas que harán estallar la bomba o el lado de la pistola por donde sale la bala, hayan conseguido que toda España esté pendiente de ellos, que la política nacional sea tan crispada y sucia que hasta los emigrantes terminen dividiéndose, y que, como en los viejos tiempos, periodistas de Telemadrid sean atacados por ultrafachas y lectores con El País bajo el brazo se vean perseguidos al grito de rojos e hijos de la gran puta?
En mi opinión –que comparto conmigo mismo–, tanto disparate prueba que ETA no es el problema. Que en realidad es sólo un pretexto para que nuestra ruindad cainita, nuestra miserable naturaleza, se manifieste de nuevo. Ni siquiera la perversa imbecilidad de los partidos políticos, incluida la permanente mala fe de los nacionalistas, justifica la situación. ETA y sus consecuencias son sólo un indicio más de nuestra incapacidad para obrar con rectitud. Síntomas de la sucia España de toda la vida, enferma de sí misma; la del rencor y la envidia cobarde; la del por qué él y yo no; la que desprecia cuanto ignora y odia cuanto envidia; la que retorna pidiendo cerillas y haces de leña, exigiendo cunetas y paredones donde ajustar cuentas; la que sólo se calma cuando le meten dinero en el bolsillo o ve pasar el cadáver del vecino de quien codicia la casa, el coche, la mujer, la hacienda. Al observar el comedero de cerdos en que, con la complicidad ciudadana, nuestra infame clase política ha convertido treinta años de democracia bien establecida, se comprenden muchos momentos terribles de nuestra historia. ETA es sólo una variante analfabeta, una degeneración psicópata más. Sin ETA, con Franco o sin él, con Felipe V o el archiduque Carlos, sin los Reyes Católicos o con la madre que los parió, seguiríamos siendo gentuza que si no extermina al adversario es porque no puede; porque ahora está mal visto y queda feo en el telediario. Pero si retrocediéramos en el tiempo y nos dieran un Máuser, un despacho de Gobernación, una toga de juez en juicio sumarísimo, llenaríamos de nuevo los cementerios.
El problema no es ETA. Ni siquiera nuestros miserables políticos lo son. El problema somos nosotros: la vieja, triste y ruin España.
Arturo Pérez-Reverte, XL Semanal, 4 de febrero de 2007
02 febrero 2007
Orígenes
Año 100 a.C.
Una suave y agradable brisa le acarició el rostro al entrar en la amplia rada donde anclarían. El bajel se deslizaba ligero sobre las tranquilas aguas de aquella luminosa bahía, acercándose casi hasta la orilla. Marco Aurelio Ambrosio, apoyado en la borda, contemplaba extasiado el espléndido paisaje que se abría ante él. Playas interminables de arena finísima, multitud de cerros bajos llenos de retamas y dunas. Éste era el litoral que habían deleitado los ojos de Marco Aurelio desde que salió, con su unidad, embarcado en aquella pequeña nave comercial de la vieja Gades.
Habían puesto pie a tierra hacía un buen rato, y ahora Aurelio miraba con ojos curiosos a su alrededor. El bajel había anclado en una cala situada entre dos grandes corrales de pesca, cerca del promontorio rocoso donde se alzaba la Turris Caepionis: el pequeño y útil faro que, 40 años atrás, se había construido en aquel lugar casi deshabitado por orden del cónsul Quinto Servilio Caepión.
Era aquella cala una especie de puerto natural para aquel lugar, donde fondeaban los pocos barcos que llegaban, al abrigo de la punta donde se alzaba el faro. Aquella torre había sido construida para evitar los numerosos naufragios que desde antiguo provocaba un peligroso y traicionero islote pedregoso que se situaba a escasas leguas de la entrada del río Betis. Alrededor del faro se habían ido añadiendo varios barracones militares y unas destartaladas caballerizas, como alojamiento para el reducido destacamento militar que Roma mantenía en aquel lugar estratégico, privilegiado para controlar el tráfico marítimo en el principal río de la Bética.
Cuando los 50 hombres que componían la unidad de Marco Aurelio hubieron desembarcado todos sus pertrechos, el capitán ordenó que marcharan hacia el improvisado cuartel anejo a la torre. Subieron por un espacioso sendero desde la playa hacia los barracones de la Turris Caepionis. Llegaron, se distribuyeron en el campamento según las órdenes del capitán, y comieron en compañía de la unidad a la que relevaban. Aquellos hombres llevaban allí 5 meses, habían pasado el invierno en aquel lugar apartado, y se alegraban de marcharse de un sitio tan remoto. Les contaron que aquello era una aldea de pescadores que apenas se componía de una hilera de casas desperdigadas, una mísera plaza con algunos tenderetes y puestos donde vendían las viandas necesarias, un ínfimo templo y una casa de postas cerca de los frondosos bosques, hacia el norte.
Cuando, a la tarde, el oficial al mando les dio permiso para pasar el resto del día desocupados, Marco Aurelio quiso conocer más de cerca el diminuto poblado que se asentaba junto a la torre y el cuartel. Anduvo paseando y observaba las modestas casas, dispersadas entre sí, que regaban la costa. Tras recorrer el espacio habitado y conversar con algún vecino, se dirigió hacia el norte por el camino que conectaba con la calzada de Hispalis. Hacía un día maravilloso, típicamente primaveral, y el ambiente era agradable. Al llegar hasta la casa de postas que señalaba el límite del poblado, siguió adelante, internándose en un frondoso pinar. El camino se bifurcaba en angostas veredas, y Marco Aurelio tomó una de ellas, no sin temor a perderse y no saber encontrar el camino de regreso. Mientras andaba, reflexionaba sobre su inesperado destino.
Tras completar el preceptivo período de entrenamiento y adiestramiento en el ejercicio de las armas, el joven Marco Aurelio Ambrosio esperaba ansioso en su cuartel de Gades la plaza a la que sería destinado dentro del Ejército. Pasaba las horas en el muelle de la populosa ciudad, entre los exóticos barcos procedentes de Oriente, y hablaba a menudo con soldados que le contaban, en las variopintas tabernas del puerto, entre tientos a las jarras de vino, la fiereza de los indomables germanos del Limes, combates inciertos en la boscosa y húmeda Galia ante los belicosos celtas o esplendorosas batallas en las eternas y ardientes arenas de Siria contra los fabulosos partos. Y él soñaba con ser parte de ellas, con tomar al asalto y con un puñado de escogidos alguna fortaleza en Britania y ser recibido en Roma con honores de emperador.
Por eso le extrañó y decepcionó un tanto descubrir que pasaría sus 5 primeros meses como soldado raso del Ejército de Roma en Arx Gerontis, nombre con el que se conocía desde tiempos inmemoriales la zona arenosa y dunar que dominaba la desembocadura del gran río Betis, al noroeste de Gades, cerca de Onuba. La decepción duró poco cuando supo que aquella tierra cálida llena de pinares y retamas había sido la puerta del mítico y fabuloso reino de Tartessos, dominios del legendario Argantonio, de la cual había tomado posesión para el Senado y el Pueblo de Roma Quinto Servilio Caepión hacia el año 140 a.C. La mente de Marco Aurelio, despierta y dada a la fantasía, en seguida imaginó montañas de oro y bronce custodiadas en fortalezas ocultas entre la maleza de espesos pinares por invencibles guerreros tartésicos que aguardaban hostiles el momento de recuperar su reino milenario.
Ahora, caminando por aquellas hiniestas, perdido entre altos e imponentes pinos, Marco Aurelio reflexionaba sobre todo aquello. Respiró hondo el aire puro y limpio de aquel ambiente virgen, y se deleitó al escuchar el trinar de los pájaros, el rumor de la naturaleza perezosa que dormitaba debajo de la suave calidez de un sol radiante. De repente, creyó ver el reflejo broncíneo de una armadura, entre las palmas. Miró más detenidamente y le pareció creer que varios yelmos dorados se aupaban entre la arboleda. Se palpó el cinto, donde guardaba su gladio, pero al momento desaparecieron las visiones. Retrocedió, convencido de haber sido engañado por la mente, y buscó sus pasos hasta encontrar el camino de regreso a la aldea.
De vuelta, pasó por una loma alta desde donde se tenía una visión completa de la aldea. Desde allí podían admirarse en toda su plenitud aquellos singulares corrales de pesquería; espacios semicirculares, acotados por sólidos muros de piedra ostionera, donde en la bajamar las gentes del lugar recogían los peces que la pleamar atrapaba en ellos.
A su lado, unos obreros terminaban de recojer sus utensilios y se preparaban para marcharse. En el suelo, unas marcas de tiza y unas estacas delimitando el espacio delataban la construcción de un edificio. Preguntó a uno de aquellos hombres, y le dijeron que levantaban lo que sería una fábrica donde elaborarían el fruto de la pesca de los aldeanos, donde se haría garum, la famosa salsa de entrañas de pescado y otros condimentos, básica en la dieta romana. Marco Aurelio siguió caminando y llegó a las puertas del campamento cuando el sol se disponía a sumergirse en el mar.
Desde lo alto de la Turris Caepionis, oyendo el batir de las olas contra las lajas de piedra, observó el sugestivo ocaso del sol, y admiró la escena. Rememoró el sinfín de sensaciones que había percibido aquel día, el primero como legionario romano, en aquella tierra apartada y tranquila. Su juventud anhelaba acción, entrar en combate, para lo que había sido instruido. Pero se decidió a aprovechar la estancia que los dioses le habían otorgado en aquella misteriosa tierra donde la naturaleza mezclaba un mar celestial, playas eternas, pinares seculares, un cielo de nubes blancas y esponjosas, arena, luz, roca y sal. Un lugar de belleza indescripible, concluyó Marco Aurelio, bajando la escalera rumbo a su barracón.
25 enero 2007
Domus non habemus
Constitución española, artículo 47:
Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación.
Lamentablemente, el escenario ideal descrito en nuestra Carta Magna está muy lejos de plasmarse en una realidad tangible. Miles de personas malviven en las calles y plazas de ciudades de toda España sin tener siquiera dinero suficiente para comer.
Caminando a diario vemos recostados sobre cartones y durmiendo en soportales y aceras a personas desnutridas, ajadas, desaliñadas y sucias. Gente que sobrevive a base de migajas, alcohol y de la caridad de algunos buenos samaritanos. Indigentes, a los que la vida, tras largas peripecias, los ha abandonado sin más, abocándolos a morar en parques y plazas. Expuestos al frío a menudo mortal del crudo invierno. Al calor bochornoso del despiadado verano meridional. A la lluvia y al viento. Y, para colmo, también expuestos al vandalismo de salvajes que se divierten apaleándolos, con nocturnidad y alevosía. Valientes que luego se pavonean de sus hazañas ante débiles e indefensos.
Muchos de estos mendigos son ciudadanos españoles que una vez tuvieron familia, amigos, trabajo y salud, y que lo perdieron todo por culpa del alcohol, el juego o las drogas. Personas que se arruinaron y en su descenso a los infiernos se lo fueron dejando todo. Otros son emigrantes, venidos de cualquier parte, que no tuvieron la suerte esperada y se ven sin nada y, peor aún, lejos de su tierra y sin ninguna posibilidad de regresar. También los hay trotamundos que perdieron un día la brújula y nunca más lo volvieron a encontrar. Distinto origen pero similar destino: la calle, la soledad, la vergüenza, la humillación y la perdición.
La mayoría, hundidos en su negra miseria, no ven más allá del alimento que reciben de las casas de acogida y de la solidaridad de los voluntarios que los sostienen cotidianamente. Resignados, bajan los brazos ante su destino. No cuentan con fuerzas suficientes para emprender su regreso a la vida, a la dignidad. Encontrar un trabajo y una vivienda decente para estos hombres es muy complicado, dada su situación. La calle es una universidad que muy pocos admiten en el currículum ajeno.
El Estado, al contrario de lo que ocurre con otros dos derechos fundamentales del ciudadano, la sanidad y la educación, no garantiza, como debiera hacerlo, la gratuidad de la vivienda para las personas imposibilitadas económicamente para acceder a ella. Como mucho, establece una serie de requisitos mínimos (trabajo, familia, etc) en sus promociones de vivienda oficial. Algo insuficiente para los millones de sin techo que existen en España.
Pero hay algo que puede llevar la esperanza a estas personas. En Francia, el Consejo de Ministros ha aprobado un proyecto de ley que garantiza que los indigentes a los que les es imposible acceder a una vivienda por sus propios medios, puedan reclamarla ante los tribunales. El Estado francés promoverá la construcción de 120.000 viviendas sociales cada año, destinadas a los millones de residentes en Francia que se encuentran en situación de desamparo, mendicidad, habitando en lugares insalubres, etc. Una comisión gubernamental tramitará las peticiones y evaluará las urgencias y necesidades de los demandantes, a fin de evitar aprovechamientos. De este modo, la República Francesa vuelve a situarse en cabeza de las democracias comprometidas con las demandas y necesidades del pueblo.
Ojalá saquen sus propias conclusiones los encargados de la res publica en la piel de toro, y dirijan su mirada hacia el pueblo, soberano, y atiendan sus necesidades en vez de gastar dinero público en naderías y estupideces identitarias que sólo a algunos complacen.
Un brindis por Francia, su República y su Revolución.
Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación.
Lamentablemente, el escenario ideal descrito en nuestra Carta Magna está muy lejos de plasmarse en una realidad tangible. Miles de personas malviven en las calles y plazas de ciudades de toda España sin tener siquiera dinero suficiente para comer.
Caminando a diario vemos recostados sobre cartones y durmiendo en soportales y aceras a personas desnutridas, ajadas, desaliñadas y sucias. Gente que sobrevive a base de migajas, alcohol y de la caridad de algunos buenos samaritanos. Indigentes, a los que la vida, tras largas peripecias, los ha abandonado sin más, abocándolos a morar en parques y plazas. Expuestos al frío a menudo mortal del crudo invierno. Al calor bochornoso del despiadado verano meridional. A la lluvia y al viento. Y, para colmo, también expuestos al vandalismo de salvajes que se divierten apaleándolos, con nocturnidad y alevosía. Valientes que luego se pavonean de sus hazañas ante débiles e indefensos.
Muchos de estos mendigos son ciudadanos españoles que una vez tuvieron familia, amigos, trabajo y salud, y que lo perdieron todo por culpa del alcohol, el juego o las drogas. Personas que se arruinaron y en su descenso a los infiernos se lo fueron dejando todo. Otros son emigrantes, venidos de cualquier parte, que no tuvieron la suerte esperada y se ven sin nada y, peor aún, lejos de su tierra y sin ninguna posibilidad de regresar. También los hay trotamundos que perdieron un día la brújula y nunca más lo volvieron a encontrar. Distinto origen pero similar destino: la calle, la soledad, la vergüenza, la humillación y la perdición.
La mayoría, hundidos en su negra miseria, no ven más allá del alimento que reciben de las casas de acogida y de la solidaridad de los voluntarios que los sostienen cotidianamente. Resignados, bajan los brazos ante su destino. No cuentan con fuerzas suficientes para emprender su regreso a la vida, a la dignidad. Encontrar un trabajo y una vivienda decente para estos hombres es muy complicado, dada su situación. La calle es una universidad que muy pocos admiten en el currículum ajeno.
El Estado, al contrario de lo que ocurre con otros dos derechos fundamentales del ciudadano, la sanidad y la educación, no garantiza, como debiera hacerlo, la gratuidad de la vivienda para las personas imposibilitadas económicamente para acceder a ella. Como mucho, establece una serie de requisitos mínimos (trabajo, familia, etc) en sus promociones de vivienda oficial. Algo insuficiente para los millones de sin techo que existen en España.
Pero hay algo que puede llevar la esperanza a estas personas. En Francia, el Consejo de Ministros ha aprobado un proyecto de ley que garantiza que los indigentes a los que les es imposible acceder a una vivienda por sus propios medios, puedan reclamarla ante los tribunales. El Estado francés promoverá la construcción de 120.000 viviendas sociales cada año, destinadas a los millones de residentes en Francia que se encuentran en situación de desamparo, mendicidad, habitando en lugares insalubres, etc. Una comisión gubernamental tramitará las peticiones y evaluará las urgencias y necesidades de los demandantes, a fin de evitar aprovechamientos. De este modo, la República Francesa vuelve a situarse en cabeza de las democracias comprometidas con las demandas y necesidades del pueblo.
Ojalá saquen sus propias conclusiones los encargados de la res publica en la piel de toro, y dirijan su mirada hacia el pueblo, soberano, y atiendan sus necesidades en vez de gastar dinero público en naderías y estupideces identitarias que sólo a algunos complacen.
Un brindis por Francia, su República y su Revolución.
18 enero 2007
Clandestinos
Son las siete de la mañana de una día cualquiera. De un invierno cualquiera, de un año cualquiera, en un puerto de cualquier ciudad del sur de España. Hace frío, muchísimo frío. Un frío húmedo, cortante, glacial, que cala hasta los huesos y se adentra en lo más hondo del cuerpo. Donde por mucho hato con que uno se arrope, tiritará.
El muelle está vacío, sólo se nota movimiento en uno de los pantalanes más alejados. Un equipo de la Cruz Roja está atendiendo a unas personas que descansan sentados en el suelo, cubiertos por mantas que se antojan insuficientes ante el número de necesitados. Al fondo, entrando por la bocana, viene lentamente una patrullera de la Guardia Civil. Junto a los sanitarios hay varios agentes, gesto cansado y mirada tensa.
La Cruz Roja no da abasto. Por lo menos cincuenta emigrantes africanos se hacinaban en la pequeña patera que dos guardias amarran a un lado del pantalán. Ahora, esos cincuenta hombres, ateridos, hipotérmicos, cansados, temerosos, miran asustados a su alrededor sin saber qué será de ellos.
Sus miradas reflejan miedo. Miedo por lo que han pasado hasta venir a Europa, por el mar turbulento que han dejado atrás. Por sus familias hambrientas que se quedaron en sus países. Y por lo que les espera cuando se los lleven del muelle de esa ciudad costera española de la que no conocen el nombre pero a la que, eso sí lo tienen claro, llegaron vivos.
Ha comenzado un nuevo año, pero la vida sigue igual bajo el sol. El goteo incesante de emigrantes clandestinos desde África hacia Europa no cesa. Miles de personas siguen jugándosela ante el océano traicionero para alcanzar su meta, su sueño: El Dorado que para ellos es España. El paraíso donde el trabajo sobra, el dinero y las posibilidades abundan. Allí donde anida su salvación, y sobre todo, la de los suyos. La puerta hacia Francia, Alemania o Inglaterra.
Guerras civiles, tiranías oligárquicas, hambre, epidemias y miseria son las causas principales que empujan a los hombres a emigrar lejos de su tierra. Ven en Occidente el edén donde prosperar. La televisión les trae las imágenes de nuestras ciudades, modernas y avanzadas. Les lleva los anuncios de coches caros y ropa de moda. Desde la caja mágica observan las evoluciones de las estrellas de nuestra Liga de fútbol. Y al igual que los bárbaros del limes en la Antigüedad, ellos también quieren disfrutar del lujo de Roma. En sus países les espera un futuro paupérrimo, repleto de sufrimientos, miseria, frustraciones y muerte en el peor de los casos. Muchos estarán obligados a trabajar la tierra durante años, inermes ante las veleidades del clima, mientras ven pudrirse sus titulaciones universitarias en un cajón, ante la mirada resignada de su familia. Y claro, todo hombre tiene el legítimo derecho a prosperar. Más vale arriesgarse a cruzar el estrecho en una patera, o llegar a Canarias en cayuco, a malvivir en sus aldeas el resto de sus vidas.
En el camino, el más antiguo de los males del hombre hace su aparición. Los valientes que se aventuran hacia Europa deben de pagar un peaje infame pero inevitable: dar los ahorros de la familia a sabandijas sin escrúpulos que se aprovechan de la necesidad del prójimo para enriquecerse. Éstos los llevan a través del desierto, hasta Ceuta, y los embarcan en una patera para que cruzen el brazo de mar que les separa de España, a cambio de un dinero desorbitado. Luego los sueltan en el mar y se desentienden de ellos como si fueran ratas.
Cuando los más afortunados consiguen sobrevivir a los peligros de la travesía, y logran poner pie en tierra española, llega quizás lo más duro: el desengaño. Esperaban una nación ideal, que les acogiera con los brazos abiertos. Esperaban encontrar el trabajo con el que soñaban. Esperaban integrarse en la vida del país de acogida. Pero se encuentran con una barrera burocrática difícil de superar, con el recelo y, a veces, la abierta hostilidad del pueblo que los recibe, y sobre todo, contemplan pasmados la realidad de un Estado que es incapaz de poner en firme las mínimas medidas de aceptación e integración para los que vienen de fuera a buscarse la vida. Han cruzado el desierto, un mar imprevisible, salvado los más inimaginables de los escollos posibles, con el deseo de incorporarse a la vida diaria de la nación que les dará de comer, y se encuentran con una sociedad que no es capaz ni siquiera de ordenarse interiormente. Y ellos, al contrario de los que están en Francia o Alemania (naciones serias, democracias consolidadas donde los emigrantes se asientan y tienen hijos que aceptan y defienden como suyas las normas que regulan la patria donde sus padres llegaron y donde ellos nacieron) se aislan de todo, se apartan en su propio guetto. El Estado no pone al servicio de los jóvenes emigrantes los recursos necesarios para que éstos tengan una educación conforme a su situación, sino que los incluye en niveles educativos avanzados, donde no entienden nada, ni aprenden nuestra lengua, crean conflictos y aumentan la incomprensión a su alrededor.
Las soluciones son complicadas, pero más aún si no existe la voluntad clara de los que mandan de arreglarlo. La emigración es tan antigua como el hombre mismo. Pero es deber de los países de acogida el regularla. Una burocracia más práctica y flexible, unas normas de convivencia elementales, leyes claras y rotundas, un código penal firme y una educación rigurosa y eficaz son las bases sobre las cuales ha de asentarse esta nueva sociedad del siglo XXI. Dentro de dos décadas, España será, con matices, el crisol de razas y culturas que hoy es Francia. Aprendamos lo mejor que cada país europeo ha aplicado en esta materia, seamos una democracia seria y firme, eduquemos a nuestra sociedad en el respeto, la tolerancia, la justicia y la fraternidad y todo irá más o menos bien. Porque en las remotas aldeas de Senegal y en las rocosas cabilas del Rif, seguirá habiendo jóvenes que sueñen con instalarse en España.
El muelle está vacío, sólo se nota movimiento en uno de los pantalanes más alejados. Un equipo de la Cruz Roja está atendiendo a unas personas que descansan sentados en el suelo, cubiertos por mantas que se antojan insuficientes ante el número de necesitados. Al fondo, entrando por la bocana, viene lentamente una patrullera de la Guardia Civil. Junto a los sanitarios hay varios agentes, gesto cansado y mirada tensa.
La Cruz Roja no da abasto. Por lo menos cincuenta emigrantes africanos se hacinaban en la pequeña patera que dos guardias amarran a un lado del pantalán. Ahora, esos cincuenta hombres, ateridos, hipotérmicos, cansados, temerosos, miran asustados a su alrededor sin saber qué será de ellos.
Sus miradas reflejan miedo. Miedo por lo que han pasado hasta venir a Europa, por el mar turbulento que han dejado atrás. Por sus familias hambrientas que se quedaron en sus países. Y por lo que les espera cuando se los lleven del muelle de esa ciudad costera española de la que no conocen el nombre pero a la que, eso sí lo tienen claro, llegaron vivos.
Ha comenzado un nuevo año, pero la vida sigue igual bajo el sol. El goteo incesante de emigrantes clandestinos desde África hacia Europa no cesa. Miles de personas siguen jugándosela ante el océano traicionero para alcanzar su meta, su sueño: El Dorado que para ellos es España. El paraíso donde el trabajo sobra, el dinero y las posibilidades abundan. Allí donde anida su salvación, y sobre todo, la de los suyos. La puerta hacia Francia, Alemania o Inglaterra.
Guerras civiles, tiranías oligárquicas, hambre, epidemias y miseria son las causas principales que empujan a los hombres a emigrar lejos de su tierra. Ven en Occidente el edén donde prosperar. La televisión les trae las imágenes de nuestras ciudades, modernas y avanzadas. Les lleva los anuncios de coches caros y ropa de moda. Desde la caja mágica observan las evoluciones de las estrellas de nuestra Liga de fútbol. Y al igual que los bárbaros del limes en la Antigüedad, ellos también quieren disfrutar del lujo de Roma. En sus países les espera un futuro paupérrimo, repleto de sufrimientos, miseria, frustraciones y muerte en el peor de los casos. Muchos estarán obligados a trabajar la tierra durante años, inermes ante las veleidades del clima, mientras ven pudrirse sus titulaciones universitarias en un cajón, ante la mirada resignada de su familia. Y claro, todo hombre tiene el legítimo derecho a prosperar. Más vale arriesgarse a cruzar el estrecho en una patera, o llegar a Canarias en cayuco, a malvivir en sus aldeas el resto de sus vidas.
En el camino, el más antiguo de los males del hombre hace su aparición. Los valientes que se aventuran hacia Europa deben de pagar un peaje infame pero inevitable: dar los ahorros de la familia a sabandijas sin escrúpulos que se aprovechan de la necesidad del prójimo para enriquecerse. Éstos los llevan a través del desierto, hasta Ceuta, y los embarcan en una patera para que cruzen el brazo de mar que les separa de España, a cambio de un dinero desorbitado. Luego los sueltan en el mar y se desentienden de ellos como si fueran ratas.
Cuando los más afortunados consiguen sobrevivir a los peligros de la travesía, y logran poner pie en tierra española, llega quizás lo más duro: el desengaño. Esperaban una nación ideal, que les acogiera con los brazos abiertos. Esperaban encontrar el trabajo con el que soñaban. Esperaban integrarse en la vida del país de acogida. Pero se encuentran con una barrera burocrática difícil de superar, con el recelo y, a veces, la abierta hostilidad del pueblo que los recibe, y sobre todo, contemplan pasmados la realidad de un Estado que es incapaz de poner en firme las mínimas medidas de aceptación e integración para los que vienen de fuera a buscarse la vida. Han cruzado el desierto, un mar imprevisible, salvado los más inimaginables de los escollos posibles, con el deseo de incorporarse a la vida diaria de la nación que les dará de comer, y se encuentran con una sociedad que no es capaz ni siquiera de ordenarse interiormente. Y ellos, al contrario de los que están en Francia o Alemania (naciones serias, democracias consolidadas donde los emigrantes se asientan y tienen hijos que aceptan y defienden como suyas las normas que regulan la patria donde sus padres llegaron y donde ellos nacieron) se aislan de todo, se apartan en su propio guetto. El Estado no pone al servicio de los jóvenes emigrantes los recursos necesarios para que éstos tengan una educación conforme a su situación, sino que los incluye en niveles educativos avanzados, donde no entienden nada, ni aprenden nuestra lengua, crean conflictos y aumentan la incomprensión a su alrededor.
Las soluciones son complicadas, pero más aún si no existe la voluntad clara de los que mandan de arreglarlo. La emigración es tan antigua como el hombre mismo. Pero es deber de los países de acogida el regularla. Una burocracia más práctica y flexible, unas normas de convivencia elementales, leyes claras y rotundas, un código penal firme y una educación rigurosa y eficaz son las bases sobre las cuales ha de asentarse esta nueva sociedad del siglo XXI. Dentro de dos décadas, España será, con matices, el crisol de razas y culturas que hoy es Francia. Aprendamos lo mejor que cada país europeo ha aplicado en esta materia, seamos una democracia seria y firme, eduquemos a nuestra sociedad en el respeto, la tolerancia, la justicia y la fraternidad y todo irá más o menos bien. Porque en las remotas aldeas de Senegal y en las rocosas cabilas del Rif, seguirá habiendo jóvenes que sueñen con instalarse en España.
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